– Me estarías abrazando.
– ¿Nada más?
Nora respiró hondo.
– Y me estarías besando.
– ¿Besándote dónde?
– En los labios.
– ¿Suave o fuerte?
– Primero suave y luego fuerte.
– ¿Dónde tendría las manos? -preguntó, él.
– En distintos sitios, todos ellos interesantes.
– ¿Dónde, exactamente?
– En mis pechos. Para empezar.
– Mmm. Un buen comienzo, por lo que recuerdo. ¿Dónde más?
– En el interior de mis muslos.
– Oh, eso me gusta.
– Espera, se están deslizando hacia arriba. Despacio. Te estás excitando.
– Eso aún me gusta más.
Nora se mordió el labio inferior.
– La verdad es que a mí también.
– ¿Puedes sentirme? -susurró él.
– Sí.
– ¿Estoy dentro de ti?
¡Clic!
– ¿Qué es eso? -preguntó Craig.
– Mierda, me llaman por la otra línea.
– No hagas caso.
Nora miró su identificador de llamadas.
– No puedo, es una amiga mía.
– Ahora estamos hablando -dijo él entre risas.
– Muy gracioso. Espera un segundo, ¿vale? Acabo de cenar con ella y si no contesto se preocupará. -Descolgó la otra línea-. ¿Elaine?
– Todavía no estabas durmiendo, ¿verdad? -preguntó.
– No, estaba más que despierta.
– Oye, parece que te hayas quedado sin aliento.
– Estaba en la otra línea.
– No me lo digas… ¿Craig?
– Sí.
– Y yo he llamado justo a la mitad, ¿no es así?
– No pasa nada.
– Telecoitus interruptus. Lo siento.
– No te preocupes.
– Sólo quería repetirte lo contenta que estoy por ti, cariño. Ahora vuelve a lo que sea que estuvierais haciendo.
– Creo que es lo que haré.
– ¡Qué envidiaaaa!
Clic.
– ¿Sigues ahí? -preguntó Nora.
– Sigo aquí -dijo él.
– ¿Dónde estábamos?
– Habíamos llegado a tal punto que definitivamente no podré dormir esta noche.
– Yo tampoco. Mañana pasaré a verte y lo haremos de verdad.
Nora esperó a que él dijera algo. En lugar de eso, se hizo el silencio. ¿Qué estaría pensando?
– Mañana no puedo -dijo al fin.
– ¿Por qué no?
– Tengo que ocuparme de cierto asunto en la oficina central de Chicago. En realidad, por eso estaba leyendo a estas horas.
– ¿De qué asunto se trata? ¿No te lo puedes saltar y ya está?
– Lo haría; es un seminario. Pero soy uno de los ponentes.
– ¡Oh! -exclamó ella, desanimada-. Vaya.
– Estaré de vuelta dentro de unos días.
– ¿Me llamarás desde Chicago?
– Ya sabes que sí. Quizás incluso podamos retomar el tema donde lo hemos dejado.
– Quizá, si te portas bien.
– Oh, seré bueno, te lo aseguro -dijo-. No te preocupes por eso.
Pero Nora se preocupó. Toda la noche, para ser exactos. Había dicho que no podría dormir y estaba en lo cierto. Lo que quería, lo que anhelaba, era saber si Craig le había dicho la verdad. Estaba inquieta por el modo en que se había referido al seminario. Había sentido el mismo atisbo de duda que el día en que se conocieron, como un presentimiento de que algo no iba del todo bien.
A la mañana siguiente, Nora se despertó al alba. Ni se duchó, ni se maquilló: no había tiempo que perder. Con una vieja sudadera y una gorra de béisbol calada hasta los ojos, se dirigió en coche a Westchester. La primera parada fue la casa de Connor, en Briarcliff Manor, donde hizo un cambio: dejó el Mercedes rojo descapotable y cogió uno de los dos coches que acumulaban polvo en el garaje, un Jaguar XJR verde. De este modo, Craig no la reconocería. Además, el Jaguar le gustaba casi tanto como el Mercedes.
Veinte minutos más tarde, aparcaba al final de la calle donde estaba el apartamento de Craig, esperando con un gran vaso de plástico lleno de café en el regazo. Bebió unos sorbos mientras vigilaba.
La primera vez que le había seguido, ignoraba cuánto tiempo iba a esperar. Esta vez era distinto: él le había dicho que tenía un vuelo a mediodía.
Hacia las diez, se abrió la puerta desconchada y apareció él. Estaba muy guapo con su camiseta amarillo limón y su chaqueta deportiva de color tostado. Si iba a conducir hasta el aeropuerto, parecía lógico que saliera a esa hora. Es más, incluso llevaba una maleta. Se sintió aliviada.
Luego observó cómo Craig se subía a su BMW negro. El pelo, peinado hacia atrás, todavía estaba húmedo de la ducha. Su atractivo era natural, pensó Nora. Ya le echaba de menos, y ni siquiera había salido de la ciudad.
Dio marcha atrás y giró hacia donde estaba Nora. Esta se agachó apresuradamente en el asiento delantero, esperando a que él pasara de largo. El Jaguar verde no era más que otro coche aparcado junto a la acera, aunque era el más bonito.
Le seguiría durante unos minutos, hasta que estuviera claro como el agua que iba camino del aeropuerto. Todo iría bien. Mejor que bien. Él la llamaría desde Chicago aquella misma noche y ella le diría cuánto le echaba de menos, cosa que no le costaría demasiado. Los dos bromearían con sus orgasmos telefónicos. Nora sonrió al pensar en ello. ¿Qué le estaba ocurriendo?, se preguntó.
Estaba siguiendo a Craig a unos diez metros de distancia; éste se dirigió hacia el sureste, camino del aeropuerto, una ruta que ella conocía bien. Durante el camino se regañó a sí misma. «Mejor exagerar que lamentarlo» era su mantra favorito, pero tenía la sensación de que esta vez se había pasado un poco.
También antes había albergado las mismas dudas respecto a Craig y, al igual que en la primera ocasión, seguirle no le descubría nada nuevo. Hasta que vio que ponía el intermitente.
Había muchos caminos para llegar al aeropuerto de Westchester; por desgracia, aquél no era uno de ellos. Ni siquiera se podía considerar la ruta panorámica. Cuando Craig señalizó y giró, Nora lo comprendió de inmediato: tenía otro destino en mente.
No quería aventurar conclusiones. Existía algo llamado mentiras «piadosas» y prefirió mantener la esperanza. Tal vez estuviera preparando una sorpresa para ella.
Unos kilómetros más tarde, cuando vio ante sí una señal anunciando Greenwich, Connecticut, pensó en Betteridge, su joyería favorita de aquella localidad. Intentó imaginarse a Craig llevándole una cajita con un lazo encima y diciéndole que había inventado lo del viaje a Chicago, una mentirijilla inocente al fin y al cabo, para poder sorprenderla con un regalo.
Pero Greenwich pasaba de largo. Y con él, la mayor parte de las esperanzas de Nora. Seguía sin querer aventurar conclusiones, pero estaba lo más cerca de la ira que se podía estar. Ira, dolor… un montón de emociones encontradas, y ninguna de ellas positiva.
Craig entró en la localidad de Riverside, Connecticut. Por el modo en que conducía, era evidente que la zona le resultaba familiar. Pero ¿por qué? Finalmente, se metió por una calle sin salida.
Nora se quedó en la esquina, donde se detuvo. Miró a su alrededor. Las casas no eran muy grandes, pero se encontraban en buen estado. Nada que ver con el apartamento de Westchester.
¿Qué estaba haciendo Craig en Connecticut? ¿Por qué llevaba una maleta? ¿Por qué le mentía?
A media calle, más o menos, su BMW aparcó en un camino de entrada que había después de un buzón rojo. Nora observó atentamente, forzando la vista para ver a mayor distancia, mientras él salía del coche.
Craig se desperezó y se encaminó hacia la escalera principal de la casa, un edificio blanco de estilo colonial con persianas de color verde selva. Antes de llamar, la puerta se abrió de golpe y salieron corriendo un par de chiquillos. Se echaron en sus brazos y él los abrazó y los besó de tal modo que enseguida quedó descartada la posibilidad de que fuese su tío, su primo o su cariñoso hermano mayor. Sin duda alguna, Craig Reynolds era su padre.
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