– ¿Cuándo contactaste con ella por última vez?
Algo me decía que «toda la noche» no era la mejor respuesta a esa pregunta.
– Ayer -dije-. Craig Reynolds la invitó a comer para disculparse por todos los problemas que le ha causado John O’Hara.
– Bien pensado, genio. Evidentemente le dijiste que el pago estaba a punto de efectuarse, ¿no?
– Sí, y pareció aliviada. Aunque empezó a hacerme algunas preguntas.
– ¿Crees que sospecha algo?
– Es difícil saberlo tratándose de ella.
– Tienes que conseguir que se abra.
Tragué saliva al oír esa expresión.
– Se me ha ocurrido una idea: ¿y si Craig Reynolds da otro paso y la invita a cenar?
– ¿Te refieres a una cita?
– Yo no lo diría de ese modo; su prometido acaba de morir. Pero, en fin, sí, una cita. Has dicho que quieres que se abra más.
– No sé… -dijo Susan.
– Ya, yo tampoco. Pero me estoy quedando sin opciones, por no decir sin tiempo.
– ¿Y si rechaza la proposición?
Me reí.
– No subestimes el encanto de O’Hara.
– No lo hago: por eso estás en el caso, amigo. Pero como tú mismo dijiste, al parecer Nora no es de las que se sienten atraídas por un agente de seguros.
Me mordí la lengua.
– Personalmente, creí que te preocuparía más que Nora dijera que sí.
– Así es, créeme -dijo-. Pero considero que tienes razón. Seguramente es nuestra mejor baza.
Estaba a punto de asentir cuando oí voces fuera de la habitación. Nora y Harriet estaban subiendo la escalera.
– ¡Maldita sea!
– ¿Qué ocurre?
– Tengo que colgar -dije-. Hay una bibliotecaria que me está mirando mal.
– Está bien, cuelga. Pero escucha… ten cuidado, O’Hara.
– Tienes razón. Parece una bibliotecaria con muy mala leche.
– Muy gracioso.
Después de colgar, continué mirando el techo. Odiaba tener que mentir a Susan, pero me había visto obligado a ello. Quería saber si Nora sospechaba algo, y ahora yo me hacía la misma pregunta. ¿Sabía que le estaba mintiendo?
Susan era una de las personas más desconfiadas que había conocido nunca. Por eso estaba al mando.
Nora volvió muy animada y con una gran sonrisa difícil de resistir. Saltó encima de la cama y me besó en el pecho, las mejillas y los labios. Entornó los ojos e hizo una graciosa mueca que podría haberse ganado mi corazón en circunstancias normales, que ciertamente no eran éstas.
– ¿Me has echado de menos?
– Terriblemente -dije-. ¿Cómo te ha ido con Harriet?
– De maravilla. Ya te he dicho que no nos llevaría mucho tiempo. Soy buena. No creerías lo buena que soy.
– Sí, pero no eras tú la que se encontraba atrapada en esta habitación.
– Oh, pobrecito -dijo tomándome el pelo-. Necesitas un poco de aire fresco. Razón de más para que no vayas a trabajar hoy.
– No aceptarás un no por respuesta, ¿verdad?
– La verdad es que… no.
Señalé con la cabeza los pantalones y la chaqueta que había encima de la silla.
– De acuerdo, pero ¿estás segura de que quieres pasar conmigo dos días seguidos con la misma ropa?
Se encogió de hombros.
– Ya te la he quitado una vez. No me importa tener que volver a hacerlo.
Nos duchamos, nos vestimos y salimos a dar una vuelta en su coche. El Mercedes.
– ¿Adónde vamos? -pregunté.
Nora se puso las gafas de sol.
– Lo tengo todo controlado.
Primero me llevó a Villarina’s, una tienda para gourmets que había en el pueblo. Naturalmente, yo simulé haber estado allí antes. Mientras nos paseábamos por el interior, me preguntó si había algo que no me gustara.
– Además de mis tortillas.
– No soy un gran fan de las sardinas -dije-. Aparte de eso, tú misma.
Pidió un pequeño festín: distintas clases de quesos, pimientos asados, ensalada de pasta, aceitunas, embutidos y un poco de queso francés. Yo me ofrecí a pagar, pero ella me dijo que no quería ni oír hablar de ello y cogió su monedero.
La siguiente parada fue una tienda de vinos y licores.
– ¿Qué tal si hoy nos tomamos uno blanco? Personalmente, prefiero el Pinot Grigio -dijo.
Comprobó cuáles estaban más fríos y sacó una botella de Tieffenbrunner. Ya lo teníamos todo listo para nuestro picnic, lo que aún se hizo más evidente cuando Nora me mostró la manta que llevaba en el maletero, de cachemira y con el logotipo de Polo. La había metido ahí mientras yo estaba en la ducha.
Fuimos en coche hasta llegar cerca del lago Pocantico, donde encontramos un trozo de césped que nos ofrecía un poco de privacidad, por no hablar de las fantásticas vistas de la finca Rockefeller, con sus inestimables valles y colinas y qué se yo cuántas cosas más.
– ¿Qué, no es mejor esto que ir a trabajar? -dijo tras dejarse caer sobre la manta.
Pero yo estaba trabajando. Mientras hablábamos de la comida y el vino, intentaba, con toda la discreción de la que era capaz, averiguar algo sobre Nora que pudiera relacionarla con la muerte de Connor Brown… y con la transferencia de su dinero, el motivo por el que se llevaba a cabo la investigación.
Con el fin de evaluar hasta qué punto dominaba la informática, mencioné casualmente los cortafuegos que incluía un nuevo programa que utilizaba en la oficina. Cuando asintió, añadí:
– ¡Y pensar que hace sólo un año creía que los cortafuegos tenían que ver con los incendios!
– Igual que yo. Sé lo que es por un cliente, un experto en internet.
– Uno de esos millonarios informatizados, ¿eh? Dios, ¿qué hacen con todo ese dinero?
Nora hizo otra mueca graciosa.
– Por suerte para mí, redecoran sus casas. No te lo puedes ni imaginar.
– Seguro que no. Aunque sí me imagino los impuestos que deben de pagar esos tipos.
– Lo sé. Por supuesto, supongo que tendrán algún modo de minimizarlos -dijo.
– ¿Te refieres a evasión de capital, por ejemplo?
Me miró durante un instante.
– Sí, a eso me refiero.
Vi que entornaba ligeramente los ojos, con un asomo de duda que rayaba en la sospecha. Suficiente para hacerme dar marcha atrás. Así que, durante el resto de la tarde, me lo tomé con calma… como un tipo cualquiera que está disfrutando de un inesperado día de fiesta, junto a una hermosa mujer de la que nunca tiene bastante.
«Vete a casa, O’Hara. Huye, pedazo de idiota.»
Pero no lo hice.
Después del picnic, vimos una película en el cine de Pleasantville. También fue idea de Nora. En el Jacob Burns proyectaban La ventana indiscreta y me dijo que era una de sus favoritas.
– Me encanta Hitchcock. ¿Sabes por qué, Craig? Es divertido y además sabe captar la cara oscura de la vida. Es como ver dos buenas películas por el precio de una.
Cuando terminó la película, estábamos tan hartos de comer palomitas que decidimos saltarnos la cena que Nora había planeado en el cercano Iron Horse Grill. Así que ahí estaba, de pie frente a ella en el aparcamiento como si fuéramos dos adolescentes, sin saber cómo terminaría nuestra cita. Cosa que no le ocurría a Nora.
– Vamos a tu casa -dijo.
Me quedé mirándola, con los ojos clavados en su rostro. Ya había visto «mi casa», ya sabía que era una caja de zapatos. ¿Estaba jugando conmigo para ver cómo reaccionaba? ¿O realmente no le importaba cómo viviera yo?
– Mi casa, ¿eh?
– ¿Te parece bien?
– Claro -dije-. Pero tengo que advertirte que tal vez no sea como esperas.
– ¿Y eso qué significa? ¿Qué es lo que espero?
– Digamos que es muy distinto de lo que tú estás acostumbrada.
Entonces, Nora me miró a los ojos.
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