Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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– ¡Vaya! -dijo Shelton-. Hay que joderse.

– Sé que eres bueno, Wyatt -dijo Bishop-. Pero también que has escapado de mi custodia y que eso me podría haber costado el puesto. Y creerte a partir de ahora se va a hacer muy cuesta arriba, ¿no? Será mejor que intentemos con otro.

– Cuando se trata de Phate no puedes «intentarlo» con otro. A Stephen Miller le queda grande. Patricia Nolan es de seguridad; y por muy buenos que sean los de seguridad siempre andan por detrás de los hackers. Necesitas a alguien que haya estado en las trincheras.

– Trincheras -repitió con suavidad Bishop, como si el comentario le hubiera divertido. Se lo pensó y dijo-: Creo que te voy a dar otra oportunidad.

Los ojos de Shelton delataron un oscuro resentimiento.

– Craso error.

Bishop hizo un gesto de aprobación, como si aceptara que lo que decía su compañero bien pudiera ser verdad. Y luego le dijo a Shelton:

– Que todos cenen algo y descansen. Yo llevo a Wyatt a San Ho para que pase la noche allí.

Shelton movió la cabeza desalentado por los planes de Bishop, pero fue a hacer lo que se le había pedido que hiciera.

Bishop despojó a Gillette de las esposas. Éste se frotó las muñecas y dijo:

– Dame diez minutos con ella.

– ¿Con quién?

– Con mi mujer.

– Lo dices en serio, ¿no?

– Sólo pido diez minutos.

– Hace menos de una hora me ha llamado un tal David Chambers, del Departamento de Defensa, y estaba a un pelo de rescindir la orden de excarcelación.

– ¿Lo saben?

– Sí. Así que, hijo, deja que te diga que este aire puro que respiras y esas manos libres son agua pasada. Por derecho, ahora mismo tendrías que estar durmiendo en tu colchón de la cárcel -el detective le agarró la muñeca. Pero antes de que el metal se cerrara sobre ella, Gillette preguntó:

– ¿Estás casado, Bishop?

– Sí, lo estoy.

– ¿Y amas a tu esposa?

El policía no dijo nada durante un rato. Luego alejó las esposas.

– Diez minutos.

* * *

Lo primero que vio fue su silueta, iluminada desde atrás.

Pero no cabía duda de que era Ellie. Su figura sensual, esa masa de pelo negro que se volvía más retorcido y salvaje cuanto más se acercaba al final de su espalda. Su cara redonda.

La única prueba de que se hallaba en tensión se observaba en la forma en la que había aferrado la jamba de la puerta desde el otro lado de la cortina metálica. Sus dedos de pianista estaban rojos por la presión feroz que estaba ejerciendo.

– Wyatt -susurró-. ¿Te han…?

– ¿Soltado? -negó con la cabeza.

Él vio un destello en sus ojos cuando miró por encima de su hombro y advirtió la presencia en la acera del vigilante Frank Bishop.

– Sólo estaré fuera unos días -continuó Gillette-. Es una especie de libertad condicional transitoria. Les estoy ayudando a encontrar a alguien: a Jon Holloway.

– Tu amigo de la banda -murmuró ella.

– Hace ya mucho tiempo. Y no somos amigos.

Ella se encogió de hombros como queriendo indicar que la aclaración carecía de importancia.

– ¿Has oído algo sobre él?

– ¿Yo? No. ¿Por qué tendría que haber oído algo de él? No he vuelto a ver a ninguno de tus «amigos» -miró a sus sobrinos y salió afuera, cerrando la puerta a su paso, como si quisiera separar con firmeza a Gillette (y al pasado) de su vida actual.

– ¿Qué has estado haciendo? ¿Cómo sabías que yo…? Espera. Esos telefonazos en los que no contestaba nadie. Y la señal de «Número bloqueado» en el identificador de llamadas… Eras tú.

– Quería cerciorarme de que te encontraría en casa -asintió él.

– ¿Por qué? -preguntó ella con acritud.

El odió el tono de voz que ella estaba empleando. Lo recordaba del juicio. Recordaba esa misma pregunta: «¿Por qué?». Se la había repetido sin descanso en los días previos a ingresar en prisión.

«¿Por qué no dejaste tus malditas máquinas? Si lo hubieras hecho ahora no irías a la cárcel, no me estarías perdiendo. ¿Por qué?»

– Quería hablar contigo -dijo él.

– No tenemos nada de qué hablar, Wyatt. Tuvimos años para hablar, pero tú estabas muy ocupado con tus asuntos.

– Por favor -dijo él, intuyendo que ella estaba a punto de volver dentro. Gillette advertía que su voz sonaba desesperada pero se había despojado de su orgullo.

Lo único que sabía era que se encontraba en presencia de la mujer que amaba, y que ansiaba tener una oportunidad para abrigarla entre sus brazos, sentir su piel y saborear el aroma de su pelo… A pesar de que en la presente situación todos esos deseos estuvieran fuera de su alcance.

– Han crecido las plantas -dijo, señalando unos arbustos de boj. Elana los miró y por un segundo la expresión de su rostro se suavizó. Nueve años atrás, habían hecho el amor junto a esos mismos arbustos en una fragante noche de noviembre, mientras los padres de ella veían los resultados de las elecciones en televisión.

Los pensamientos de Gillette se vieron inundados de recuerdos de su vida en común: el restaurante vegetariano de Palo Alto donde cenaban todos los viernes, las escapadas nocturnas para comprar Pop-Tarts y pizza, los paseos en bicicleta por el campus de Stanford. Durante un rato, Wyatt Gillette se vio aturdido por todos esos recuerdos.

Y entonces la expresión del rostro de Elana se endureció de nuevo. Echó otra ojeada dentro, por la ventana con cortinas de encaje. Los niños ya se habían puesto sus pijamas y trotaban fuera de su ángulo de visión. Se volvió y miró el tatuaje con la gaviota y la palmera que él tenía en el brazo. Años atrás, él le había dicho que tenía ganas de quitárselo y le pareció que era una buena idea, pero no lo había llevado a cabo. Y sintió que la había decepcionado.

– ¿Cómo están Camilla y los crios?

– Bien.

– ¿Y tus padres?

Exasperada, Elana le preguntó:

– ¿Qué es lo que quieres, Wyatt?

– Te he traído esto.

Le pasó la placa de circuitos y le explicó lo que era.

– ¿Y por qué me lo das?

– Vale un montón de pasta -le pasó una hoja de explicaciones técnicas que había escrito en el autobús de camino de la tienda Goodwill-. Búscate un abogado de Sand Hill Road y obtén la licencia con una de las grandes empresas: Compaq, Apple, Sun… Lo querrán vender bajo licencia y eso está bien, pero que antes te paguen una buena suma como anticipo. No restituible. Y no como royalties solamente. El abogado tiene que saber todo eso.

– No lo quiero.

– No es un regalo. Sólo te estoy devolviendo algo. Perdiste tu casa y tus ahorros por mi culpa. Con esto deberías recuperarlo.

Ella miró la placa en la mano que él le ofrecía pero no la guardó.

– Tengo que irme.

– Espera -le dijo él. Tenía muchas, muchas más cosas que decirle. Había estado ensayando su discurso en la cárcel durante horas, había intentado buscar la mejor manera de explicarse.

Los dedos de ella, pintados con esmalte morado, asían ahora el húmedo pasamanos del porche. Miraba hacia el patio mojado.

Él la observaba: sus manos, su pelo, su barbilla, sus pies.

«No se lo digas», se ordenó. «Díselo. No. Dilo. Di.»

Pero se lo dijo.

– Te quiero.

– No -contestó ella con severidad, alzando una mano como para borrar sus palabras.

– Quiero intentarlo de nuevo.

– Es demasiado tarde, Wyatt.

– Me equivoqué. No volveré a hacerlo.

– Demasiado tarde -repitió ella.

– Me dejé llevar. No supe estar a tu lado. Pero lo estaré. Te lo prometo. Tú querías tener hijos. Podemos tenerlos.

– Ya tienes tus máquinas. ¿Para qué quieres hijos?

– He cambiado.

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