Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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Siempre recorría los diez kilómetros que había entre su casa de Santa Clara y la UCC a buena velocidad: el policía delgado y musculoso pedaleaba con tanta rapidez como la que usaba al practicar otros deportes, ya fuera esquiar los toboganes de A-basin en Colorado, practicar el heli-sky en Europa, hacer descenso de cañones o rapel descendiendo de las montañas escarpadas que previamente había ascendido.

Pero hoy estaba pedaleando especialmente deprisa, mientras pensaba que antes o después convencería a Frank Bishop y podría vestir el chaleco antibalas y hacer un poco de trabajo serio de poli. Había trabajado muy duro en la academia y, aunque era un buen policía, su tarea en la UCC no resultaba más excitante que estudiar para su tesis doctoral. Es como si lo hubieran discriminado por haber sacado sólo un 3,97 en las pruebas del Tecnológico de Massachusetts.

Mientras colocaba el viejo y maltrecho candado Kriptonite al marco de su bici, vio cómo se le acercaba un tipo delgado y bigotudo que vestía una gabardina y que avanzaba a grandes zancadas.

– Hola -dijo el hombre, sonriendo.

– Hola.

– Soy Charlie Pittman, del Departamento del sheriff de Santa Clara.

Mott estrechó la mano del hombre. Conocía a varios detectives del condado y no había reconocido a este tipo pero le echó una rauda ojeada a la placa y la licencia que colgaba de su cuello y la foto concordaba.

– Tú debes de ser Tony Mott.

– Sí.

– He oído que pedaleas como un cabrón -dijo el detective, admirando la bicicleta Fisher.

– Sólo cuando voy cuesta abajo -contestó Mott, sonriendo con modestia, aunque sabía que sí, que pedaleaba como un cabrón tanto si era cuesta abajo, cuesta arriba o en llano.

Pittman se rió.

– No hago todo el ejercicio que debiera. Sobre todo cuando tengo que andar detrás de un tipo como el chico este de los ordenadores.

Era raro: Mott no había oído que nadie de la oficina del condado estuviera trabajando en el caso.

– ¿Vienes dentro? -preguntó Mott, agarrando su casco.

– Acabo de salir. Frank me ha estado poniendo al día. Éste es un caso para locos.

– Eso he oído -asintió Mott, mientras metía los guantes de tiro que se hacían guantes de bicicleta en la pretina de sus shorts de fibra elástica.

– ¿Y ese tipo que Frank usa como consultor? ¿El joven?

– ¿Te refieres a Gillette?

– Sí, ése es su nombre. Sabe mucho, ¿no?

– El tipo es un wizard -dijo Mott.

– ¿Cuánto tiempo va a andar echándoos una mano?

– Hasta que atrapemos al cabrón ese, supongo.

– Tengo que irme -dijo entonces Pittman, tras haber consultado su reloj-. Luego nos vemos.

Tony Mott saludó a Pittman mientras éste se iba caminando y sacaba su móvil para hacer una llamada. El policía del condado fue hasta el final del aparcamiento y de ahí pasó al aparcamiento contiguo. Mott advirtió este hecho y le pareció raro que hubiera aparcado tan lejos habiendo tantas plazas libres justo enfrente de la UCC. Pero luego fue hacia la oficina y pensó únicamente en el caso y en cómo iba a agenciarse, de una forma u otra, un lugar en el equipo de acceso dinámico, en cuanto echaran abajo la puerta para arrestar a Jon Patrick Holloway.

* * *

– Ani, Ani, Animorphs -dijo el niño.

– ¿Qué? -preguntó Phate, abstraído. Estaba en un Acura Legend que había robado recientemente y registrado a nombre de una de sus identidades, e iban camino del sótano de su casa de Los Altos.

– Ani, Ani, Animorphs. Hey, tío Irv, ¿te gustan los Animorphs? -preguntó Sammy Wingate.

«No, ni una puta mierda», pensó Phate. Pero tío Irv dijo:

– ¡Claro que me gustan!

– ¿Por qué estaba triste la señorita Gitting? -preguntó Sammy Wingate.

– ¿Quién?

– La señorita de recepción.

– No lo sé.

– Y, dime, ¿mamá y papá están ya en Napa?

– Eso mismo.

Phate no tenía ni idea del paradero de los padres. Pero sabía que, dondequiera que se encontraran, estaban disfrutando de los últimos momentos de paz antes de que una tormenta de terror descendiera sobre ellos. Era cuestión de segundos que alguien del colegio Junípero Serra empezara a llamar a amigos y familiares de los Wingate, quienes acabarían por enterarse de que no había habido ningún accidente.

Phate se preguntaba quién sufriría los mayores niveles de pánico: los padres del niño desaparecido o la directora y los profesores que habían puesto al niño en manos de un asesino.

– Ani, Ani, Animorphs. ¿Cuál es tu favorito?

– ¿Mi favorito qué?

– ¿Tú qué crees? -preguntó el pequeño Sammy con cierta falta de respeto, como pensaron tanto Phate como el tío Irv.

– Tu Animorph favorito -aclaró el niño-. Creo que el mío es Rachel. Se convierte en un león. Me inventé esta historia sobre ella. Y molaba mogollón. Lo que pasaba era que…

Phate escuchó la inane historia mientras el crío continuaba relatándola como si se tratara de un chatterbot . El cabroncete siguió con la cháchara sin el mínimo asomo de estímulo por parte del tío Irv, cuyo único consuelo en ese momento se encontraba en el cuchillo Kabar que llevaba en el bolsillo y en el adelanto de la reacción de Donald Wingate cuando descifrara lo que se ocultaba en la bolsa de plástico que Phate le iba a enviar dentro de poco. De acuerdo con el sistema de puntuación de los juegos MUD de acceso, Phate conseguiría 25 puntos (el máximo que se podía lograr con un asesinato) si era él mismo quien encarnaba al mensajero de UPS que dejaba el paquete y conseguía la firma en el recibo de D. Wingate.

Recordó su labor de ingeniería social en el colegio. Ésa sí que había sido una buena faena. Provocadora y limpia a un tiempo (a pesar de que el tío Irv hubiese decidido afeitarse el bigote poco después de haberse sacado la última foto para su licencia de conducir).

– ¿Crees que podremos montar el pony que compró papá? Tío, eso sí que es genial. Billy Tomkins no paraba de hablar de su nuevo perro pero, vamos, ¿quién no tiene un perro? Todo el mundo tiene un perro. Pero YO tengo un pony.

Phate le echó una ojeada al chaval. A su peinado perfecto. A la cara correa de piel del reloj que el niño había afeado al pintarle dibujos indescifrables en tinta. A los zapatos que alguien se había ocupado en limpiar. Todo en él apestaba a hortera.

Phate decidió que este niño no era como Jamie Turner, a quien no se había decidido a matar porque le recordaba mucho a sí mismo. No, este niño era como los cretinos que habían convertido la vida escolar de Jon Patrick Holloway en un puro infierno.

Qué inmensa fuente de satisfacción iba a ser sacar unas cuantas fotos al pequeño Samuel antes (y después) en el sótano.

– ¿Quieres montar a Charizard , tío Irv?

– ¿A quién? -preguntó Phate.

– Toma, a mi pony. El que papá me compró por mi cumpleaños. Tú estabas allí.

– Sí, lo había olvidado.

– Papá y yo solemos ir a montar. Charizard es genial. Sabe volver solo al establo. O, ya sé, podrías pedirle el caballo a papá y vamos juntos a dar la vuelta al lago. Si puedes seguirme.

Phate se preguntó si lograría aguantar hasta que llegasen al sótano de su casa de Los Altos. Deseaba callar la boca al chaval en ese mismo instante.

De pronto, en el coche sonó un pitido y, mientras el crío seguía parloteando sobre héroes que se convertían en perros o en leones, Phate sacó el busca del cinturón y leyó la pantalla.

Su reacción fue un jadeo bien audible.

El mensaje de Shawn era bien largo, pero se resumía diciendo que Wyatt Gillette estaba en las dependencias de la UCC.

Phate experimentó un arrebato similar al producido si hubiera tocado un cable eléctrico y tuvo que parar en el arcén.

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