Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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– Dígales que ha sido un hacker. Ésa es la causa.

La voz al otro lado del teléfono se rió, condescendiente.

– Señor, me temo que ha visto demasiadas películas. Nadie puede entrar en nuestros sistemas. Llame otra vez pasadas tres o cuatro horas. Nuestra gente dice que para entonces ya podremos volver a operar.

TERCERA PARTE . Ingenieria social

«[L]o único que abolirá la próxima oleada informática es el anonimato.»

Newyweek.

Capítulo 00010010 / Dieciocho

Él desmonta cosas.

Wyatt Gillette avanzaba al trote por una acera de Santa Clara bajo la fría llovizna vespertina, sin resuello, con el pecho a punto de estallar. Eran las 8.30 y ya casi había puesto tres kilómetros de por medio entre él y la sede de la UCC.

Conocía el barrio (de hecho, de niño había vivido en una de las casas de los alrededores) y por eso no le pilló por sorpresa ponerse a pensar en el tiempo en que su madre le dijo a un amigo, quien acababa de preguntar al joven Wyatt si prefería el baloncesto o el fútbol: «Bueno, no le gustan los deportes. Él desmonta cosas. Eso es todo lo que le gusta hacer».

Se acercó un coche patrulla y Gillette cambió el ritmo hasta adaptarlo a un paso rápido, mientras procuraba ocultar la cabeza bajo el paraguas que había encontrado en el laboratorio de análisis de la UCC.

El coche se alejó sin reducir su velocidad. Wyatt volvió a acelerar la suya. El sistema de rastreo estatal estaría dos horas cortado pero no podía permitirse perder el tiempo.

Él desmonta cosas…

La naturaleza había condenado a Wyatt Gillette a sufrir de una curiosidad galopante que parecía crecer exponencialmente cada año, pero ese don perverso se veía contrarrestado por la frecuente capacidad de satisfacer su obsesión a menudo.

Vivía para comprender cómo funcionaban las cosas y sólo había una forma de saberlo: desmontarlas.

En la casa de Gillette nada estaba a salvo del chaval y de su caja de herramientas.

Su madre llegaba a casa del trabajo y se encontraba al joven Gillette enfrente de su procesador de alimentos, feliz de poder examinar uno por uno sus cuarenta y ocho elementos.

– ¿Sabes cuánto cuesta? -le preguntaba indignada.

Ni lo sabía ni le importaba.

Pero diez minutos más tarde había vuelto a armar el aparato y éste funcionaba bien, ni mejor ni peor que como lo hacía antes de su desmembramiento.

Y a cirugía del Cuisinart había tenido lugar cuando él contaba sólo cinco años.

Poco tiempo después, ya había desmontado y vuelto a montar todos los aparatos mecánicos que había en casa. Entendía de poleas, ruedas, piñones y motores. Luego le tocó el turno a la electrónica y durante un año sus víctimas fueron los tocadiscos, estéreos y pletinas.

Los desmontaba y los volvía a montar.

No pasó mucho tiempo antes de que el chico desentrañara los misterios de los tubos de vacío y de las placas de circuitos, y entonces su curiosidad comenzó a acechar como un tigre con hambre renovada.

Y fue ahí cuando descubrió los ordenadores.

En ese momento pensó en su padre, un hombre alto y de pose perfecta, cuyo legado tras tantos años de servir en las fuerzas aéreas era un rapado corte de pelo. Él había llevado al muchacho un día a Radio Shack, cuando Wyatt contaba ocho años de edad, y le dijo que escogiera algo. «Puedes elegir lo que te dé la gana.»

– ¿Lo que quiera? -preguntó el chico, que veía cientos de cosas en las estanterías.

Lo que te dé la gana…

Escogió un ordenador.

Era la elección perfecta para un chaval que desmonta cosas: pues el pequeño ordenador Trash-80 suponía un portal para la Estancia Azul, que era infinitamente más profunda y compleja y estaba compuesta de capas y capas de pequeñas partículas tan diminutas como moléculas e inmensas como universos en expansión. Era el lugar donde su curiosidad podía vagar sin descanso.

Los colegios, no obstante, tienden a preferir a estudiantes cuya personalidad sea primero acomodaticia y después algo o nada curiosa, y a medida que el joven Wyatt Gillette pasaba de curso empezó a zozobrar más y más. (Por supuesto, era mucho mejor quedarse en casa satisfaciendo su curiosidad hackeando o escribiendo programas que pasarse el día en un aula calurosa donde se discutía algún libro que no servía para nada o se aprendía una lengua que nunca iba a utilizar.)

Sin embargo, antes de que tocara fondo, un orientador escolar avispado examinó su caso, lo sacó de ese berenjenal y lo envió al colegio Magnet Número Tres de Santa Clara.

Se suponía que el colegio era un «refugio para estudiantes dotados pero con problemas que residan en Silicon Valley», una expresión que, por supuesto, sólo podía traducirse de una única forma: un cielo hacker. Un día corriente para un estudiante corriente de Magnet significaba pasar de las clases de educación física y de lengua, tolerar las de historia, ser el adalid de las de matemáticas y física, y todo ello mientras uno se concentraba en la única materia que valía la pena: hablar sin parar sobre ordenadores con los compañeros.

Ahora, mientras caminaba por una acera mojada a pocos metros de aquel colegio, le venían muchos recuerdos de aquellos primeros días en la Estancia Azul.

Gillette recordaba con claridad cómo se sentaba en el patio del Magnet Número Tres, donde ensayaba su silbido hora tras hora. Si uno era capaz de silbar en un teléfono fortaleza con tono exacto, podía hacer creer a los conmutadores que él era otro conmutador y recibir como regalo el anillo de oro del acceso. (Todos sabían del Capitán Crunch, nombre de usuario del legendario hacker que descubrió que el silbido producido con ayuda del cereal del desayuno del mismo nombre generaba un tono de 2.600 megahercios, la frecuencia exacta que permitía entrar en las líneas de larga distancia de las compañías telefónicas y hacer llamadas gratuitas.)

Recordaba todas las horas pasadas en una cafetería que olía a masa de pan húmeda, o en aquella sala de estudio con pasillos azules, hablando sobre CPU, tarjetas de gráficos, carteles de anuncios, virus, discos virtuales, contraseñas, memorias RAM expandibles, y sobre la Biblia: la novela Neuromancer , de William Gibson, que popularizó el término «ciberpunk».

Se acordó de la primera vez que se metió en un ordenador del gobierno y de la primera vez que lo pillaron y lo arrestaron con diecisiete años, aún era menor de edad. (Aunque eso no impidió que cumpliera condena: el juez era severo con aquellos chicos que tomaban el directorio raíz de la empresa automovilística Ford en vez de estar jugando al béisbol, y aún más severo con quienes pretendían darle lecciones, señalando con arrogancia que el mundo andaría del revés si Thomas Alva Edison se hubiera dedicado más a los deportes que a sus inventos.)

Se acordaba de todos estos hechos con claridad. Pero el recuerdo más preeminente en su memoria era algo que tuvo lugar algunos años después de haberse graduado en el Departamento de Informática de Berkeley: su primera charla on-line con un joven hacker llamado CertainDeath, nombre de usuario de Jon Patrick Holloway, en el chat de #hack.

Gillette trabajaba como programador durante el día. Pero como otros muchos «mascadores de códigos», se aburría como un muerto y contaba las horas que faltaban para llegar al ordenador de su casa, explorar la Estancia Azul y conocer almas gemelas, una de las cuales era sin lugar a dudas Holloway. La primera conversación on-line que mantuvieron duró cuatro horas y media.

En un principio intercambiaban información de pirateos telefónicos. Luego pasaron de la teoría a la práctica y se lanzaron a realizar hacks que denominaban como «totalmente inciviles», y se infiltraron en los sistemas de conmutadores de AT &T, de British Telecom y de Pac Bell. Que ellos supieran, eran los únicos hackers de todos los Estados Unidos que hubieran llamado gratis desde una cabina del parque del Golden Gate hasta la plaza Roja de Moscú. Y de estos comienzos modestos pasaron a infiltrarse en máquinas de empresas y del gobierno.

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