Todo reside en la ortografía…
– Llamemos al CERT -dijo Tony Mott-. Veamos si han oído algo sobre el tema.
Aunque la misma organización lo negara, todos los geeks del mundo sabían que el CERT era el Computer Emergency Response Team , el Equipo de Respuesta de Emergencia Informática. Ubicado en el campus Carne-gie-Mellon de Pittsburgh, el CERT era una cámara de compensación que ofrecía información sobre virus y otro tipo de amenazas informáticas. También daba avisos para administradores de sistemas previos a inminentes ataques de hackers.
Una vez que le explicaron en qué consistía esa organización, Bishop hizo una seña para que prosiguieran.
– Pero no digas nada de Wyatt -añadió Nolan-. El CERT está asociado al Departamento de Defensa.
Mott llamó y estuvo hablando con alguien que conocía en la organización. Tras cruzar algunas palabras, colgó.
– Nunca han oído hablar de Trapdoor ni de nada parecido. Quieren que los tengamos informados.
Linda Sánchez estaba mirando el diagrama que Gillette había dibujado en la pizarra blanca. Y, con un susurro atemorizado, comentó:
– Así que nadie que se conecte a la red está a salvo.
Gillette miró a la futura abuela a los ojos, grandes y marrones.
– Phate puede encontrar cualquier secreto que tengas, puede hacerse pasar por ti o leer tus informes médicos. O robarte el dinero del banco y realizar contribuciones políticas ilegales, o asignarte un amorío ficticio y enviar copias de tus cartas de amor a tu marido o a tu esposa. Puede conseguir que te echen del trabajo.
– O puede matarte -añadió Patricia Nolan.
* * *
– Señor Holloway, ¿dónde está usted? ¡Señor Holloway!
– ¿Eh?
– ¿Eh? ¿Eh? ¿Es ésa la respuesta que da un estudiante respetuoso? Le he hecho dos veces la pregunta y usted sigue mirando por la ventana. Si usted se niega a hacer los deberes me da que vamos a tener proble…
– ¿Cuál era la pregunta?
– Déjeme acabar, joven. Si usted se niega a hacer los deberes me da que vamos a tener problemas. ¿Tiene usted idea de cuántos estudiantes cualificados están en lista de espera para acceder a este colegio? Claro que ni lo sabe ni le interesa, ¿no? Dígame: ¿leyó sus deberes?
– No del todo.
– «No del todo», ya veo. Bueno, la pregunta es: defina el sistema numeral octal y déme el equivalente decimal de los números octales 05126 y 12438. Pero ¿por qué se empeña en contestar la pregunta si ni siquiera leyó los deberes? No va a saber responder…
– El sistema octal es un sistema con ocho dígitos, así como el decimal tiene diez y el binario sólo dos.
– Vale, así que recuerda algo de lo que ha visto en el Discovery Channel, señor Holloway…
– No, yo…
– Ya que sabe tanto, ¿por qué no se acerca a la pizarra y trata de convertir esas cifras para que le veamos? ¡A la pizarra he dicho!
– No necesito escribirlo. El número octal 05126 se convierte al decimal en 3030. Y ha cometido un fallo con el segundo número. 12438 no es un número octal: el sistema octal no tiene el dígito 8. Va de cero a siete.
– No he cometido ningún fallo. Era una pregunta con truco. Para ver que la clase no se duerme.
– Si usted lo dice…
– Señor Holloway, creo que es hora de que pase por el despacho del director.
Mientras estaba sentado en la sala de su casa de Palo Alto y escuchaba la voz de James Earl Jones en un CD de Ótelo , Phate echaba un vistazo a los ficheros de su nuevo personaje joven Jamie Turner, y planeaba una visita a St. Francis esa misma tarde.
Pero pensar en Jamie le había traído a la memoria su mismo historial académico: como ese mal trago en la clase de matemáticas de primer año de instituto. La Educación Primaria de Phate siguió un patrón muy predecible. Durante el primer semestre todo eran sobresalientes. Pero cuando llegaba la primavera esas notas se habían convertido en insuficientes y muy deficientes. Esto sucedía porque sólo podía aguantar el aburrimiento que le producían las clases durante los primeros tres o cuatro meses, pero luego hasta la comparecencia en clase le parecía tediosa e invariablemente no se presentaba a los exámenes de las siguientes evaluaciones.
Y entonces sus padres lo llevaban a otro colegio y sucedía lo mismo de nuevo.
Señor Holloway, ¿dónde está usted?
En resumen, ése había sido el problema de Phate. No, casi es mejor decir que nunca había estado con nadie, pues siempre andaba a años luz de ellos.
Los profesores y los orientadores escolares lo intentaban. Lo ponían en clases de estudiantes avanzados y luego en las de los más avanzados entre los avanzados pero no podían lograr que se interesara. Y cuando se aburría se volvía sádico y depravado. Y sus profesores (como el pobre señor Cummins, el de matemáticas de primero de instituto que le preguntó sobre los números del sistema octal) dejaron de hacerle preguntas, por miedo a que los pusiera en ridículo y cuestionara sus limitaciones.
Unos cuantos años después, sus padres (ambos científicos) tiraron la toalla. Tenían mucho que hacer (papá era un ingeniero eléctrico y mamá una química que trabajaba en una empresa de cosméticos) y ambos se contentaron con dejar al chaval al cuidado de una serie de tutores al salir de clase: y así conseguían un par de horas para ellos y sus respectivos trabajos. Solían sobornar al hermano de Phate, Richard, que era dos años mayor, para que lo tuviera entretenido: lo que solía significar dejarlo en los locales de videojuegos del paseo de Atlantic City o en centros comerciales cercanos con cien dólares en monedas de veinticinco centavos a las diez de la mañana, para pasar a recogerlo diez horas después.
En cuanto a sus condiscípulos, ni que decir tiene que lo aborrecían al instante de conocerlo. Él era Cerebrín, él era Jon Mucho Coco, él era el Mago Wizard. Los primeros días de clase lo evitaban y, a medida que pasaba el semestre, se burlaban de él y lo insultaban sin compasión. (Al menos, a nadie le dio por pegarle pues, como dijera un jugador de fútbol americano: «Una chica puede romperle la puta cara, yo no voy a perder el tiempo en hacerlo».)
Y así, para evitar que la presión le explotara en su vertiginoso cerebro, comenzó a pasar las horas en el único sitio que podía resultarle un desafío: el Mundo de la Máquina. Mamá y Papá estaban encantados de gastarse dinero en él siempre y cuando los dejara tranquilos y desde un principio siempre tuvo el mejor ordenador personal que hubiera en el mercado. («Ya tiene doce años y aún lleva chupete», le oyó decir a su padre Phate un día, haciendo referencia al IBM del chico.)
Para él, un día normal de instituto consistía en soportar las clases hasta las tres de la tarde para acto seguido correr a casa y desaparecer en su habitación, donde despegaba hacia los buletin boards , o se introducía en los sistemas de las compañías telefónicas o de la Fundación Nacional de Ciencias, de los Centros para el Control Sanitario, del Pentágono, de Harvard, o del instituto suizo de investigación CERN. Sus padres sopesaron la disyuntiva: podían elegir entre pagar una factura telefónica de ochocientos dólares o tener que faltar al trabajo para soportar infinitas reuniones con educadores y orientadores, y optaron con alegría por escribir un cheque a la New Jersey Bell.
Aunque no había duda de que el chaval caía en una espiral descendente cuando no estaba conectado: cada vez se recluía más y era más cruel y estaba de peor humor.
Pero antes de tocar fondo y, como pensaba entonces, «hacer el Sócrates» con alguna receta venenosa descargada de la red, sucedió algo.
Читать дальше