– ¡Cállate, Tom! Es terrible.
– Sí que lo es. Yo no estoy nada tranquilo.
– Oye, Tom, vamos a dejar esto y a probar en cualquier otro sitio.
– Mejor será.
– ¿En cuál?
– En la casa encantada.
– ¡Que la ahorquen! No me gustan las casas con duendes. Son cien veces peores que los difuntos. Los muertos puede ser que hablen, pero no se aparecen por detrás con un sudario cuando está uno descuidado, y de pronto sacan la cabeza por encima del hombro de uno y rechinan los dientes como los fantasmas saben hacerlo. Yo no puedo aguantar eso, Tom; ni nadie podría.
– Sí, pero los fantasmas no andan por ahí más que de noche; no nos han de impedir que cavemos allí por el día.
– Está bien. Pero tú sabes de sobra que la gente no se acerca a la casa encantada ni de noche ni de día.
– Eso es, más que nada, porque no les gusta ir donde han matado a uno. Pero nunca se ha visto nada de noche por fuera de aquella casa: sólo alguna luz azul que sale por la ventana; no fantasmas de los corrientes.
– Bueno, pues si tú ves una de esas luces azules que anda de aquí para allá, puedes apostar a que hay un fantasma justamente detrás de ella. Eso la razón misma lo dice. Porque tú sabes que nadie más que los fantasmas las usan.
– Claro que sí. Pero, de todos modos, no se menean de día y ¿para qué vamos a tener miedo?
– Pues la emprenderemos con la casa encantada si tú lo dices; pero me parece que corremos peligro.
Para entonces ya habían comenzado a bajar la cuesta. Allá abajo, en medio del valle, iluminado por la luna, estaba la casa encantada, completamente aisiada, desaparecidas las cercas de mucho tiempo atrás, con las puertas casi obstruidas por la bravía vegetación, la chimenea en ruinas, hundida una punta del tejado. Los muchachos se quedaron mirándola, casi con el temor de ver pasar una luz azulada por detrás de la ventana. Después, hablando en voz queda, como convenía a la hora y aquellos lugares, echaron a andar, torciendo hacia la derecha para dejar la casa a respetuosa distancia, y se dirigieron al pueblo, cortando a través de los bosques que embellecían el otro lado del monte Cardiff.
Serían las doce del siguiente día cuando los dos amigos llegaron al árbol muerto: iban en busca de sus herramientas. Tom sentía gran impaciencia por ir a la casa encantada; Huck la sentía también, aunque en grado prudencial, pero de pronto dijo:
– Oye, Tom, ¿sabes qué día es hoy?
Tom repasó mentalmente los días de la semana y levantó de repente los ojos alarmados.
– ¡Anda!, no se me había ocurrido pensar en eso.
– Tampoco a mí; pero me vino de golpe la idea de que era viernes.
– ¡Qué fastidio! Todo cuidado es poco, Huck. Acaso hayamos escapado de buena por no habernos metido en esto en un viernes.
– ¡Acaso!… Seguro que sí. Puede ser que haya días de buena suerte, ¡pero lo que es los viernes…!
– ¡Todo el mundo sabe eso! No creas que has sido tú el primero que lo ha descubierto.
– ¿He dicho yo que era el primero? Y no es sólo que sea viernes, sino que además anoche tuve un mal sueño: soñé con ratas.
– ¡No! Señal de apuros. ¿Reñían?
– No.
– Eso es bueno, Huck. Cuando no riñen es sólo señal de que anda rondando un apuro. No hay más que andar listo y librarse de él. Vamos a dejar eso por hoy, y jugaremos. ¿Sabes jugar a Robin Hood?
– No; ¿quién es Robin Hood?
– Pues era uno de los más grandes hombres que hubo en Inglaterra… y el mejor. Era un bandido.
– ¡Qué gusto! ¡Ojalá lo fuera yo! ¿A quién robaba?
– Unicamente a los sberiff y obispos y a los ricos y reyes y gente así. Nunca se metía con los pobres. Los quería mucho. Siempre iba a partes iguales con ellos, hasta el último centavo.
– Bueno, pues debía de ser un hombre con toda la barba.
– Ya lo creo. Era la persona más noble que ha habido nunca. Podía a todos los hombres de Inglaterra con una mano atada atrás; y cogía su arco de tejo y atravesaba una moneda de diez centavos, sin marrar una vez, a milla y media de distancia.
– ¿Qué es un arco de tejo?
– No lo sé. Es una especie de arco, por supuesto. Y si daba a la moneda nada más que en el borde, se tiraba al suelo y lloraba, echando maldiciones. Jugaremos a Robin Hood; es muy divertido. Yo te enseñaré.
– Conforme.
Jugaron, pues, a Robin Hood toda la tarde, echando de vez en cuando una ansiosa mirada a la casa de los duendes y hablando de los proyectos para el día siguiente y de lo que allí pudiera ocurrirles. Al ponerse el sol emprendieron el regreso por entre las largas sombras de los árboles y pronto desaparecieron bajo las frondosidades del monte Cardiff
El sábado, poco después de mediodía, estaban otra vez junto al árbol seco. Echaron una pipa, charlando a la sombra, y después cavaron un poco en el último hoyo, no con grandes esperanzas y tan sólo porque Tom dijo que había muchos casos en que algunos habían desistido de hallar un tesoro cuando ya estaban a dos dedos de él, y después otro había pasado por allí y lo había sacado con un solo golpe de pala. La cosa falló esta vez, sin embargo; así es que los muchachos se echaron al hombro las herramientas y se fueron, con la convicción de que no habían bromeado con la suerte, sino que habían llenado todos los requisitos y ordenanzas pertinentes al oficio de cazadores de tesoros.
Cuando llegaron a la casa encantada había algo tan fatídico y medroso en el silencio de muerte que allí reinaba bajo el sol abrasador, y algo tan desalentador en la soledad y desolación de aquel lugar, que por un instante tuvieron miedo de aventurarse dentro. Después, se deslizaron hacia la puerta y atisbaron, temblando, el interior. Vieron una habitación en cuyo piso, sin pavimento, crecía la hierba y con los muros sin revocar; una chimenea destrozada, las ventanas sin cierres y una escalera ruinosa; y por todas partes telas de araña colgantes y desgarradas. Entraron de puntillas, latiéndoles el corazón, hablando en voz baja, alerta el oído para atrapar el más leve ruido y con los músculos tensos y preparados para la huida.
A poco la familiaridad aminoró sus temores y pudieron examinar minuciosamente el lugar en que estaban, sorprendidos y admirados de su propia audacia. En seguida quisieron echar una mirada al piso de arriba. Subir era cortarse la retirada, pero se azuzaron el uno al otro y eso no podía tener más que un resultado: tiraron las herramientas en un rincón y subieron. Allí había las mismas señales de abandono y ruina. En un rincón encontraron un camaranchón que prometía misterioso; pero la promesa fue un fraude: nada había allí. Estaban ya rehechos y envalentonados. Se disponían a bajar y ponerse al trabajo cuando…
– ¡Chist! -dijo Tom.
– ¿Qué? ¡Ay Dios! ¡Corramos!
– Estáte quieto, Huck. No te muevas. Vienen derechos hacia la puerta.
Se tendieron en el suelo, con los ojos pegados a los resquicios de las tarimas, y esperaron en una agonía de espanto.
– Se han parado… No, vienen… Ahí están. No hables, Huck. ¡Dios, quién se viera lejos!
Dos hombres entraron. Cada uno de los chicos se dijo a sí mismo:
– Ahí está el viejo español sordomudo que ha andado una o dos veces por el pueblo estos días; al otro no lo he visto nunca.
«El otro» era un ser haraposo y sucio y de no muy atrayente fisonomía. El español estaba envuelto en un sarape; tenía unas barbas blancas y aborrascadas, largas greñas, blancas también, que le salían por debajo del ancho sombrero, y llevaba anteojos verdes. Cuando entraron, «el otro» iba hablando en voz baja. Se sentaron en el suelo, de cara a la puerta y de espaldas al muro, y el que llevaba la palabra continuó hablando. Poco a poco sus ademanes se hicieron menos cautelosos y más audibles sus palabras.
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