La perplejidad y el asombro se pintó en todas las caras, sin exceptuar la de Potter. Todas las miradas, curiosas a interrogadoras, se fijaron en Tom cuando se levantó y fue a ocupar su puesto, en la plataforma. Parecía fuera de sí, pues estaba atrozmente asustado. Se le tomó juramento.
– Thomas Sawyer, ¿dónde estabas el 17 de junio a eso de las doce de la noche?
Tom echó una mirada a la férrea cara de Joe el Indio y se le trabó la lengua. Todos tendían ansiosamente el oído, pero las palabras se negaban a salir. Pasados unos momentos, sin embargo, el muchacho recuperó algo de sus fuerzas y logró poner la suficiente en su voz para que una parte de la concurrencia llegase a oír:
– En el cementerio.
– Un poco más alto. No tengas miedo. Dices que estabas…
– En el cementerio.
Una desdeñosa sonrisa se dibujó en los labios de Joe el Indio.
– ¿Estabas en algún sitio próximo a la sepultura de Williams?
– Sí, señor.
– Habla un poquito más fuerte. ¿A qué distancia estabas?
– Tan cerca como estoy de usted.
– ¿Dónde?
– Detrás de los olmos que hay junto a la sepultura.
Por Joe el Indio pasó un imperceptible sobresalto.
– ¿Estaba alguien contigo?
– Sí, señor. Fui allí con…
– Espera…, espera un momento. No te ocupes ahora de cómo se llamaba tu acompañante. En el momento oportuno comparecerá también. ¿Llevasteis allí alguna cosa?
Tom vaciló y parecía abochornado.
– Dilo, muchacho…, y no tengas escrúpulos. La verdad es siempre digna de respeto. ¿Qué llevabas al cementerio?
– Nada más que un…, un… gato muerto.
Se oyeron contenidas risas, a las que el tribunal se apresuró a poner término.
– Presentaré a su tiempo el esqueleto del gato. Ahora, muchacho, dinos todo lo que ocurrió; dilo a tu manera, no te calles nada, y no tengas miedo.
Tom comenzó, vacilante al principio, pero a medida que se iba adentrando en el tema las palabras fluyeron con mayor soltura. A los pocos instantes no se oyó sino la voz del testigo y todos los ojos estaban clavados en él. Con las bocas entreabiertas y la respiración contenida, el auditorio estaba pendiente de sus palabras, sin darse cuenta del transcurso del tiempo, arrebatado por la trágica fascinación del relato. La tensión de las emociones reprimidas llegó a su punto culminante cuando el muchacho dijo: «Y cuando el doctor enarboló el tablón y Muff Potter cayó al suelo, Joe el Indio saltó con la navaja y…»
¡Zas! Veloz como una centella, el mestizo se lanzó hacia una ventana, se abrió paso por entre los que le detenían y desapareció.
Una vez más volvía Tom a ser un héroe ilustre, mimado de los viejos, envidiado de los jóvenes. Hasta recibió su nombre la inmortalidad de la letra de imprenta, pues el periódico de la localidad magnificó su hazaña. Había quien auguraba que llegaría a ser Presidente si se libraba de que lo ahorcasen.
Como sucede siempre, el mundo, tornadizo e ilógico, estrujó a Muff Potter contra su pecho y lo halagó y festejó con la misma prodigalidad con que antes lo había maltratado. Pero tal conducta es, al fin y al cabo, digna de elogio; no hay, por consiguiente, que meterse a poner faltas.
Aquellos fueron días de esplendor y ventura para Tom; pero las noches eran intervalos de horror; Joe el Indio turbaba todos sus sueños, y siempre con algo de fatídico en su mirada. No había tentación que le hiciera asomar la nariz fuera de casa en cuanto oscurecía. El pobre Huck estaba en el mismo predicamento de angustia y pánico, pues Tom había contado todo al abogado la noche antes del día de la declaración, y temía que su participación en el asunto llegara a saberse, aunque la fuga de Joe el Indio le había evitado a él el tormento de dar testimonio ante el tribunal. El cuitado había conseguido que el abogado le prometiese guardar el secreto; pero ¿qué adelantaba con eso? Desde que los escrúpulos de conciencia de Tom le arrastraron de noche a casa del defensor y arrancaron la tremenda historia de unos labios sellados por los más macabros y formidables juramentos, la confianza de Huck en el género humano se había casi evaporado. Cada día la gratitud de Potter hacía alegrarse a Tom de haber hablado; pero cada noche se arrepentía de no haber seguido con la lengua queda. La mitad del tiempo temía que jamás se llegase a capturar a Joe el Indio, y la otra mitad temía que llegasen a echarle mano. Estaba seguro de que no volvería ya a respirar tranquilo hasta que aquel hombre muriera y él viese el cadáver.
Se habían ofrecido recompensas por la captura, se había rebuscado por todo el país; pero Joe el Indio no aparecía. Una de esas omniscientes y pasmosas maravillas, un detective, vino de San Luis; olisqueó por todas partes, sacudió la cabeza, meditó cejijunto, y consiguió uno de esos asombrosos éxitos que los miembros de tal profesión acostumbran a alcanzar. Quiere esto decir que «descubrió una pista». Pero no es posible ahorcar a una pista por asesinato, y así es que cuando el detective acabó la tarea y se fue a su casa Tom se sintió exactamente tan inseguro como antes.
Los días se fueron deslizando perezosamente y cada uno iba dejando detrás, un poco aligerado, el peso de esas preocupaciones.
Llega un momento en la vida de todo muchacho rectamente constituido en que siente un devorador deseo de ir a cualquier parte y excavar en busca de tesoros. Un día, repentinamente, le entró a Tom ese deseo. Se echó a la calle para buscar a Joe Harper, pero fracasó en su empeño. Después trató de encontrar a Ben Rogers: se había ido de pesca. Entonces se topó con Huck Finn, el de las Manos Rojas. Huck serviría para el caso. Tom se lo llevó a un lugar apartado y le explicó el asunto confidencialmente. Huck estaba presto. Huck estaba siempre presto para echar una mano en cualquier empresa que ofreciese entretenimiento sin exigir capital, pues tenía una abrumadora superabundancia de esa clase de tiempo que no es oro.
– ¿En dónde hemos de cavar?
– ¡Bah!, en cualquier parte.
– ¿Qué?, los hay por todos lados.
– No, no los hay Están escondidos en los sitios más raros…; unas veces, en islas; otras, en cofres carcomidos, debajo de la punta de una rama de un árbol muy viejo, justo donde su sombra cae a media noche; pero la mayor parte, en el suelo de casas encantadas.
– ¿Y quién los esconde?
– Pues los bandidos, por supuesto. ¿Qniénes creías que iban a ser? ¿Superintendentes de escuelas dominicales?
– No sé. Si fuera mío el dinero no lo escondería. Me lo gastaría para pasarlo en grande.
– Lo mismo haría yo; pero a los ladrones no les da por ahí: siempre lo esconden y allí lo dejan.
– ¿Y no vuelven más a buscarlo?
– No; creen que van a volver, pero casi siempre se les olvidan las señales, o se mueren. De todos modos, allí se queda mucho tiempo, y se pone roñoso; y después alguno se encuentra un papel amarillento donde dice cómo se han de encontrar las señales…, un papel que hay que estar descifrando casi una semana porque casi todo son signos y jeroglíficos.
– Jero… qué?
Jeroglíficos…: dibujos y cosas, ¿sabes?, que parece que no quieren decir nada.
– ¿Tienes tú algún papel de esos, Tom?
– No.
– Pues entonces ¿cómo vas a encontrar las señales?
– No necesito señales. Siempre lo entierran debajo del piso de casas con duendes, o en una isla, o debajo de un árbol seco que tenga una rama que sobresalga. Bueno, pues ya hemos rebuscado un poco por la Isla de Jackson, y podemos hacer la prueba otra vez; y ahí tenemos aquella casa vieja encantada junto al arroyo de la destilería, y la mar de árboles con ramas secas…, ¡carretadas de ellos!
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