Mark Twain - Las aventuras de Tom Sawyer

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Las aventuras de Tom Sawyer: краткое содержание, описание и аннотация

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«La mayoría de las aventuras que refiero en este libro son reflejo de la realidad, una o dos me han ocurrido a mí mismo, el resto son anécdotas de otros niños, compañeros míos de la escuela. Huck Finn ha existido, Tom Sawyer también, si bien no se trata de un solo individuo, es una combinación de las características de tres chiquillos amigos. Es pues un trabajo arquitectónico de orden compuesto.
Las raras supersticiones de las que doy fe prevalecían entre los niños y los esclavos del Oeste en la época de este relato.
A pesar de que destino este libro a pasatiempo de muchachos, espero que no lo despreciarán los hombres ni las mujeres, ya que en parte está compuesto con la idea de despertar recuerdos del pasado en los adultos y exponer cómo sentían, pensaban y hablaban, y en qué raras empresas se embarcaban».

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– ¿De qué sirve todo eso? Si hay alguien y está allá arriba, que siga ahí, ¿qué nos importa? Si quiere bajar y buscar camorra, ¿quién se lo impide? Dentro de quince minutos es de noche…, y que nos sigan si les apetece; no hay inconveniente. Pienso yo que quienquiera que trajo estas cosas aquí nos echó la vista y nos tomó por trasgos o demonios, o algo por el estilo. Apuesto a que aún no ha acabado de correr.

Joe refunfuñó un rato, después convino con su amigo en que lo poco que todavía queda de claridad debía aprovecharse en preparar las cosas para la marcha. Poco después se deslizaron fuera de la casa, en la oscuridad, cada vez más densa, del crepúsculo, y se encaminaron hacia el río con su preciosa caja.

Tom y Huck se levantaron desfallecidos, pero enormemente tranquilizados, y los siguieron con la vista a través de los resquicios por entre los troncos que formaban el muro. ¿Seguirlos? No estaban para ello. Se contentaron con descender otra vez a tierra firme, sin romperse ningún hueso, y tomaron la senda que llevaba al pueblo por encima del monte. Hablaron poco; estaban harto ocupados en aborrecerse a sí mismos, en maldecir la mala suerte que les había hecho llevar allí el pico y la pala. A no ser por eso, jamás hubiera sospechado Joe. Allí habría escondido el oro y la plata hasta que, satisfecha su «venganza», volviera a recogerlos, y entonces hubiera sufrido el desencanto de encontrarse con que el dinero había volado. ¡Qué mala suerte haber dejado allí las herramientas! Resolvieron estar en acecho para cuando el falso español volviera al pueblo buscando la ocasión para realizar sus propósitos de venganza, y seguirle hasta el «número dos», fuera aquello lo que fuera. Después se le ocurrió a Tom una siniestra idea:

– ¿Venganza? -dijo-. ¿Y si fuera de nosotros, Huck?

– ¡No digas eso! -exclamó Huck, a punto de desmayarse.

Discutieron el asunto, y para cuando llegaron al pueblo se habían puesto de acuerdo en creer que Joe pudiera referirse a algún otro, o al menos que sólo se refería a Tom, puesto que él era el único que había declarado.

¡Menguado consuelo era para Tom verse solo en el peligro! Estar en compañía hubiera sido una positiva mejora, pensó.

CAPÍTULO XXVII

La aventura de aquel día obsesionó a Tom durante la noche, perturbando sus sueños. Cuatro veces tuvo en las manos el rico tesoro y cuatro veces se evaporó entre sus dedos al abandonarle el sueño y despertar a la realidad de su desgracia. Cuando, despabilado ya, en las primeras horas de la madrugada recordaba los incidentes del magno suceso le parecían extrañamente amortiguados y lejanos, como si hubieran ocurrido en otro mundo o en un pasado remoto. Pensó entonces que acaso la gran aventura no fuera sino un sueño. Había un decisivo argumento en favor de esa idea, a saber: que la cantidad de dinero que había visto era demasiado cuantiosa para tener existencia real. Jamás habían visto sus ojos cincuenta dólares juntos, y, como todos los chicos de su edad y de su condición, se imaginaba que todas las alusiones a «cientos» y a «miles» no eran sino fantásticos modos de expresión y que no existían tales sumas en el mundo. Nunca había sospechado, ni por un instante, que cantidad tan considerable como cien dólares pudiera hallarse en dinero contante en posesión de nadie. Si se hubieran analizado sus ideas sobre tesoros escondidos se habría visto que consistían éstos en un puño de monedas reales y una fanega de otras vagas, maravillosas, impalpables.

Pero los incidentes de su aventura fueron apareciendo con mayor relieve y más relucientes y claros a fuerza de frotarlos pensando en ellos; y así se fue inclinando a la opinión de que quizá aquello no fuera un sueño, después de todo. Había que acabar con aquella incertidumbre. Tomaría un bocado y se iría en busca de Huck.

El cual estaba sentado en la borda de una chalana, abstraído, chapoteando los pies en el agua, sumido en una intensa melancolía. Tom decidió dejar que Huck llevase la conversación hacia el tema. Si así no lo hacía, señal de que todo ello no era más que un sueño.

– ¡Hola, Huck!

– ¡Hola, tú!

Un minuto de silencio.

– Tom, si hubiéramos dejado las condenadas herramientas en el árbol seco habríamos cogido el dinero. ¡Maldita sea!

– ¡Pues entonces no es sueño! ¡No es un sueño! Casi casi quisiera que lo fuese. ¡Que me maten si no lo digo de veras!

¿Qué es lo que no es un sueño?

– Lo de ayer. Casi creía que lo era.

– ¡Sueño! ¡Si no se llega a romper la escalera ya hubieras visto si era sueño! Hartas pesadillas he tenido toda la noche con aquel maldito español del parche corriendo tras de mí… ¡Así lo ahorquen!

– No, ahorcarlo no… ¡encontrarlo! ¡Descubrir el dinero!

– Tom, no hemos de dar con él. Una ocasión como ésa de dar con un tesoro sólo se le presenta a uno una vez, y ésa la hemos perdido. ¡El temblor que me iba a entrar si volviera a ver a ese hombre!

– A mí lo mismo; pero, con todo, quisiera verlo, y seguir tras él hasta dar con su «número dos».

– Número dos, eso es. He estado pensando en ello; pero no caigo en lo que pueda ser… ¿Qué crees tú que será?

– No lo sé. Es cosa demasiado oculta. Dime, Huck, ¿será el número de una casa?

– ¡Eso es!… No, Tom, no es eso. Si lo fuera no sería en esta población de pito. Aquí no tienen número las casas.

– Es verdad. Déjame pensar un poco. Ya está: es el número de un cuarto… en una posada: ¿qué te parece?

– ¡Ahí está el clavo! Sólo hay dos posadas aquí. Vamos a averiguarlo en seguida.

– Estáte aquí, Huck, hasta que yo vuelva.

Tom se alejó al punto. No gustaba de que le vieran en compañía de Huck en sitios públicos. Tardó media hora en volver. Había averiguado que en la mejor posada, el número dos estaba ocupado por un abogado joven. En la más modesta el número dos era un misterio. El hijo del posadero dijo que aquel cuarto estaba siempre cerrado y nunca había visto entrar ni salir a nadie, a no ser de noche; no sabía la razón de que así fuera; le había picado a veces la curiosidad, pero flojamente; había sacado el mejor partido del misterio solazándose con la idea de que el cuarto estaba «encantado»; había visto luz en él la noche antes.

– Eso es lo que he descubierto, Huck. Me parece que éste es el propio número dos, tras el que andamos.

– Me parece que sí… Y ahora ¿qué vas a hacer?

– Déjame pensar.

Tom meditó largo rato. Después habló así:

– Voy a decírtelo. La puerta trasera de ese número dos es la que da a aquel callejón sin salida que hay entre la posada y aquel nidal de ratas del almacén de ladrillos. Pues ahora vas a reunir todas las llaves de puertas a que puedas echar mano y yo cogeré todas las de mi tía, y en la primera noche oscura vamos allí y las probamos. Y cuidado con que dejes de estar en acecho de Joe el Indio, puesto que dijo que había de volver otra vez por aquí para buscar una ocasión para su venganza. Si le ves, le sigues; y si no va al número dos, es que aquél no es el sitio.

– ¡Cristo!, ¡no me gusta eso de seguirlo yo solo!

– Será de noche, seguramente. Puede ser que ni siquiera te vea, y si te ve, puede que no se le ocurra pensar nada.

– Puede ser que si está muy oscuro, me atreva a seguirle. No lo sé, no lo sé… Trataré de hacerlo.

– A mí no me importaría seguirle siendo de noche, Huck. Mira que acaso descubra que no puede vengarse y se vaya derecho a coger el dinero.

– Tienes razón; así es. Le seguiré…, le he de seguir aunque se hunda el mundo.

– Eso es hablar. No te ablandes, Huck, que tampoco he de aflojar yo.

CAPÍTULO XXVIII

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