– Es muy tarde, ¿no?
– Sí. Deberías dormir.
– Buena idea. El problema es que cuando cierro los ojos… -apretó los labios trémulos. Odiaba mostrarse débil.
– Podría quedarme.
Ella le sostuvo la mirada y le tendió una mano. Spencer se la dio y la condujo al cuarto de invitados.
Se tumbaron bajo las mantas, completamente vestidos, y se quedaron mirándose cara a cara.
Él había comprendido sin necesidad de preguntar, sin necesidad de que ella se lo dijera, que, al pedirle que se quedara, Stacy sólo le estaba pidiendo consuelo. Y compañía. No sexo, ni deseo carnal.
– ¿Mejor ahora?
– Mucho mejor -ella curvó los dedos sobre su suave camiseta-. ¿Me creerías si te dijera que en otro tiempo controlaba las riendas de mi vida? Casi nunca cometía errores. Ahora… soy un completo fracaso.
Él se rió suavemente y le pasó los dedos por el pelo, apartándoselo de la cara.
– Tú, Stacy Killian, eres la antítesis del fracaso.
– “Antítesis” es una palabra muy seria.
– Me la he aprendido sólo para impresionarte. ¿Ha funcionado?
Ella ya estaba impresionada. Esbozó una débil sonrisa.
– Absolutamente.
– Me alegra saberlo. Me aprenderé otra para mañana -apoyó la frente sobre la de ella-. Es cierto, ¿sabes? Eres la mujer más capaz, más segura de sí misma y más dura que he conocido. Exceptuando a mi tía Patti, claro.
– ¿Tu tía Patti?
– La hermana de mi madre. Mi madrina. Y mi jefa en la DAI.
– ¿Es comisaria?
– Sí. La comisaria Patti O'Shay. Una de las tres únicas comisarias del Departamento de Policía de Nueva Orleans.
– Pero seguro que a ella no la suspendían en la universidad. Ni las personas a las que se suponía que tenía que proteger acababan asesinadas, prácticamente delante de sus narices.
– Si quieres hablar de fracasos, yo soy el más indicado. Antes trabajaba sólo lo justo para cubrir el expediente. Nunca pensaba en las consecuencias de mis actos. Creía que la vida era una gran borrachera.
– ¿Tú? No es ése el hombre que yo conozco.
– Tú has sacado lo mejor de mí, Stacy Killian. Me has hecho ver lo que quería ser. La clase de policía que quiero ser.
– Yo ya no soy policía.
– Los dos sabemos que eres policía en todos los sentidos, menos en uno -ella abrió la boca para protestar; pero Spencer la detuvo-. ¿Quieres saber qué es lo más humillante de todo? -preguntó con suavidad-. Que no me merezco estar en la DAI. No me lo gané. Fue un regalo.
– ¿Por ser tan desastre?
– Estoy desnudando mi alma, Killian. Esto es serio.
Stacy sofocó una sonrisa.
– Perdona.
– Fue una especie de soborno -prosiguió-. Para que no demandara al Departamento.
Ella lo agarró de la mano y se la apretó, reconfortándolo en silencio.
– Por fin había llegado a detective. Mucho más tarde que mis hermanos. Y, a decir verdad, en parte gracias a ellos. Mi jefe en la UIC me tendió una trampa. Se llevó dinero y me hizo parecer culpable. Y todo el mundo se lo tragó por mi mala reputación.
– Apuesto a que no todo el mundo. Tony, no. Ni tu familia.
– No, ellos no -una sonrisita rozó su boca-. Por suerte.
– ¿Qué pasó luego?
– Gracias a los pocos que me apoyaron y que no se dieron por vencidos, el teniente Morgan fue descubierto, A mí volvieron a admitirme en el cuerpo. Y me destinaron a la DAI para que no le creara problemas al Departamento. Yo… aproveché la ocasión.
Ella se quedó callada largo rato, pensando en el hombre que Spencer le había descrito y en el que ella había llegado a conocer.
– ¿Te arrepientes?
– ¿De que me destinaran a la DAI?
– De que ocurriera. Si pudieras repetirlo todo, volver atrás, a cómo eras antes, ¿lo harías?
Él se quedó mirándola un momento. Tenía una curiosa expresión, entre sorprendida y meditabunda. Luego una sonrisa curvó lentamente sus labios.
– ¿Sabes?, creo que no.
– Bien -ella le devolvió la sonrisa-. Porque el hombre al que estoy mirando me gusta.
El se movió para besarla y luego se detuvo y lanzó una maldición.
– Me está vibrando el móvil -se apartó, sacó el teléfono y se lo llevó al oído-. Aquí Malone. Espero que sea importante. ¿Cómo que se ha ido? ¿Cuándo? -su cara se tensó-. Maldita sea, Tony, ¿cómo coño…?
Stacy se incorporó, preocupada.
Spencer levantó una mano para que aguardara un momento antes de preguntar. Él se detuvo a escuchar; cuando volvió a hablar, Stacy comprendió que había oído bien.
– Es peor de lo que crees, Gordinflón. Dunbar está muerto. Y puede que el asesino no fuera él.
Un momento después, colgó.
Stacy ya se había levantado y estaba alisándose la ropa.
– Alicia ha desaparecido, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Cómo ha ocurrido? ¿Se fue, sin más?
– Básicamente, sí -Spencer se levantó-. Esta tarde, Valery creyó oír que sonaba su teléfono y que la chica contestaba. No le dio importancia. Un rato después, decidió ir a echarle un vistazo para asegurarse de que estaba bien. Y no estaba allí.
– ¿Cuánto tiempo hace de eso? No puede haber ido muy lejos a pie.
– Un par de horas.
– Maldita sea. Esto no tiene buena pinta.
Spencer frunció el ceño.
– Por cierto, ¿dónde crees que vas?
– A buscar a Alicia.
– No creo.
– No pienso…
– Puede que la partida todavía esté en marcha. Quiero que te quedes aquí. ¿Entendido?
– Pero Alicia…
– Tony y yo la encontraremos. Tú quédate aquí. Puede que ella venga a buscarte.
Stacy abrió la boca para protestar, pero él la atajó con un beso. Al cabo de un momento, se apartó.
– No quiero que te ocurra nada. ¿Me prometes que no vas a hacer ninguna estupidez?
Ella se lo prometió, aunque, en cuanto Spencer se marchó del apartamento, comprendió que su promesa dependía de lo que él considerara “una estupidez”.
Domingo, 20 de marzo de 2005
7:30 a.m.
Stacy se despertó. Había tenido sueños extraños. Sueños poblados por personajes de Alicia en el País de las Maravillas . Sueños que habían turbado su descanso y la habían dejado fatigada y nerviosa.
Spencer no había llamado. Lo cual significaba que no había encontrado a Alicia.
Ella les había dado una oportunidad.
Ese día, se uniría a la búsqueda.
Llena de resolución, se levantó y se fue derecha al cuarto de baño. Tras poner a hervir el café se duchó y se vistió.
El café había acabado de hacerse. Llenó un termo, añadió sacarina y crema, agarró una barrita de cereales y salió. Pensaba registrar la mansión y la casa de invitados. Pasarse por el Café Noir. Por el City Park. Por las tiendas de juegos. Por cualquier lugar en el que pudiera haberse escondido Alicia. Al acercarse al coche, vio que le habían dejado un folleto bajo el limpiaparabrisas.
No, no era publicidad, se dijo al recogerlo.
Era una bolsa de plástico con cremallera, de las que se usaban para guardar comida. Con una tarjeta dentro.
Sacó cuidadosamente la bolsa de debajo del limpiaparabrisas, la abrió y extrajo la tarjeta.
Se le aflojaron las rodillas; empezaron a temblarle las manos. Un dibujo. Como los que había recibido Leo. Éste era de Alicia.
Colgada del cuello. Con la cara hinchada y amoratada por la muerte.
Tragó saliva con esfuerzo y se obligó a abrir la tarjeta.
La partida sigue en marcha. El tiempo pasa.
Se quedó mirando el mensaje con la boca seca. Danson le había dicho la verdad. Él no era el Conejo Blanco.
“Piensa, Killian. Respira hondo. Tranquilízate. Ensambla las piezas”.
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