Erica Spindler - Todo para el asesino

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Conejo Blanco es mucho más que un juego. Es más que la vida y que la muerte. Y cualquiera puede sucumbir antes de que la partida acabe… y el asesino se lo lleve todo.
Cuando una amiga apareció brutalmente asesinada en su apartamento de Nueva Orleans, la ex detective de homicidios Stacy Killian relacionó su muerte con Conejo Blanco, un juego de rol de culto, oscuro, violento y adictivo.
Stacy se había visto expuesta en innumerables ocasiones al horror del crimen y era una realidad de la que trataba de alejarse, pero cuando conoció a Spencer Malone, el detective de homicidios encargado del caso, le pareció un policía novato y pagado de sí mismo, que no estaba a la altura de la misión. Por ello, se propuso atrapar por su cuenta al asesino. Sus pesquisas la condujeron al círculo íntimo del brillante creador de Conejo Blanco, Leo Noble, un hombre cuyo pasado ocultaba oscuros secretos.
A medida que empezaron a acumularse los cadáveres y el juego avanzaba, Stacy y Spencer se vieron forzados a trabajar codo con codo. Pronto se encontraron atrapados en el escalofriante y desquiciado universo de un juego en el que Leo Noble y cuantos lo rodeaban eran sospechosos, y nadie, absolutamente nadie, se encontraba a salvo.

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– Y Kay, ¿ella también te robó?

Él se echó a reír.

– No imaginas la satisfacción que me producía saber que me estaba follando a su mujer delante de sus narices.

Stacy se quedó mirándolo un momento, buscando algún parecido con el joven de la fotografía del anuario de Leo. No encontró ninguno.

– Ex mujer -puntualizó-. Creo que eso debería haber empañado un poco tu satisfacción.

Clark enrojeció. Iba a hacer su movimiento.

Stacy se giró hacia la derecha y echó mano del despertador, dispuesta a estrellárselo contra la cara. Pero no fue lo bastante rápida. Clark la agarró de la mano y apartó el reloj. Lo tiró a un lado; el reloj golpeó la pared y se hizo pedazos.

Un instante después, Clark estaba sobre ella, encañonándole la sien. Acercó la mano libre a su garganta.

– Podría matarte ahora mismo. Es muy fácil. Tengo la mano en tu cuello y la pistola en tu cabeza. Cuántas opciones.

– ¿Qué te detiene? -preguntó Stacy, a pesar de que ya lo sabía.

Clark quería alardear. Quería revivir sus hazañas a través de las reacciones de Stacy ante su relato.

Él no la decepcionó.

– Fue divertido. Verlos retorcerse. Envenenar la mente de Alicia. Alejarla poco a poco de sus padres. La trataban como un bebé. Yo se lo decía constantemente. Le recordaba que era más lista que ellos dos juntos. Que sólo pensaban en sí mismos, en sus necesidades.

Mientras hablaba, Stacy observaba su cara, la luz de sus ojos. Aquel hombre era un maníaco.

Así se lo dijo.

Él se echó a reír.

– Aquel día, cuando Kay y yo os sorprendimos a Leo y a ti -dijo-, nos partimos de risa después. Leo todavía la quería. A su manera retorcida. Pero pensaba en ella como si fuera de su propiedad. Le habría dado un ataque si se hubiera enterado de lo nuestro. Ella me lo dijo. Me lo contó todo.

– ¿Cuándo fue eso exactamente? ¿Antes de matarla? ¿O mientras la matabas?

– Te crees muy lista, pero no sabes una mierda -sonrió-. Tal vez deba enseñarte lo que puede hacer un hombre de verdad. Kay me dijo que yo era mucho mejor que Leo en la cama. Que él nunca la satisfizo como yo -su cuerpo la aplastó contra el suave colchón. Atrapándola. Asfixiándola-. Podría hacer lo mismo por ti.

Stacy luchó por respirar y procuró refrenar el impulso de defenderse. Si forcejeaba, sólo conseguiría obligarlo a actuar. Contó en silencio cada aspiración hasta llegar a diez y luego intentó otra táctica.

– Estabas enfadado -dijo en tono neutro-. Furioso con Leo. Y con Kay. Decidiste usar el mismo juego que Leo te robó para vengarte de él. Para matarlo y salirte con la tuya.

El se echó a reír desdeñosamente.

– Zorra estúpida, yo no soy el Conejo Blanco.

Dadas las circunstancias, su afirmación pilló a Stacy por sorpresa. Clark lo notó y la miró con lascivia.

– El Conejo Blanco es tu querido Leo. Fue él quien montó todo ese asunto del Conejo Blanco para matar a Kay y escurrir el bulto. Porque ella se lleva la mitad de todo. La mitad que debería haber sido mía. El muy cabrón quería más, así que decidió librarse de ella. Kay me dijo que le tenía miedo -continuó-. Me dijo que temía que fuera él quien estaba detrás de esas notas. Que quizá le hiciera daño. Por el dinero.

– Ésa sería una explicación muy limpia, Clark. Si no fuera por una pequeña pega. Leo está muerto. Tú mismo lo mataste esta tarde.

Por un instante, el semblante de Clark se aflojó, lleno de sorpresa. De estupor. Le tembló la mano. Stacy notó que la pistola temblaba contra su sien.

Iba a apretar el gatillo.

Stacy pensó en su hermana Jane y en su hija; pensó en todas las cosas que no había hecho.

No quería morir.

– Vas a pasar mucho tiempo en prisión -dijo, y percibió la desesperación en su propia voz-. Matarme no cambiará eso. Saben quién eres. No tienes escapatoria. Si crees que…

– Si crees que voy a ir a la cárcel, estás loca, zorra.

Antes de que Stacy pudiera reaccionar, volvió la pistola hacia sí mismo y apretó el gatillo.

El grito de Stacy se confundió con el estruendo del disparo. Los sesos de Clark Dunbar salpicaron el delicado papel de flores entre un chorro de sangre.

Capítulo 58

Domingo, 20 de marzo de 2005

3:12 a.m.

– Tenemos que dejar de vernos así.

Stacy levantó la cabeza y vio a Spencer de pie en la puerta de la cocina. Llevaba unos vaqueros azules de aspecto suave, una camiseta de la sala House of Blues y el chubasquero de aquella noche en la biblioteca. Stacy se preguntó si llevaría una chocolatina en el bolsillo.

– ¿Estás bien? -preguntó él.

– Define “bien”.

Spencer se acercó a ella, se agachó y depositó un beso sobre su coronilla. Aquel gesto hizo que a Stacy se le saltaran las lágrimas. Intentó dominarse.

No había llorado antes. No lloraría ahora.

Él retiró una silla, le dio la vuelta y se sentó a horcajadas.

– ¿Puedes hablar de ello?

Ella asintió con la cabeza y se pasó una mano temblorosa por el pelo. Se había duchado y lo tenía todavía húmedo. Después de que los policías que montaban guardia frente a su casa la encontraran y la ayudaran a salir de debajo del cuerpo sin vida de Danson, había corrido al cuarto de baño para lavarse, para intentar borrar de su piel las huellas de aquella experiencia.

Le explicó a Spencer cómo se había despertado, cómo la había amenazado Danson con su propia pistola.

– Odiaba a Leo. Le culpaba de su propio fracaso. Reconoció que tenía una aventura con Kay. Dijo que había envenenado la mente de Alicia para ponerla en contra de sus padres. Que había disfrutado haciéndolo -apartó los ojos y volvió a fijarlos en él-. No era el Conejo Blanco.

– ¿Cómo dices?

– Me dijo que era Leo. Que Leo había ideado un complejo plan para librarse de Kay. Por motivos económicos. Decía que Kay le tenía miedo a Leo. Que creía que podía hacerle daño, debido a su acuerdo financiero.

– Estoy seguro de que eres consciente de que esa teoría tiene un grave inconveniente.

– Sí. Él también se dio cuenta, cuando se enteró de que Leo había muerto -Stacy se mantuvo en sus trece-. No sabía que Leo estaba muerto. Cuando se lo dije… puso una expresión extraña. Sabía que estaba jodido. Que iba ir a la cárcel. Así que se voló la tapa de los sesos.

El frunció el ceño.

– No sé, Stacy. Tal vez deberías consultarlo con la almohada.

– ¿Sigues pensando que Danson era nuestro hombre?

– Lo siento.

Stacy supuso que no podía reprochárselo: él no había estado presente, no había visto la cara de Danson al enterarse de la muerte de Leo.

Se levantó y comprobó con estupor que le temblaban las piernas. Se sintió aún más perpleja cuando cobró conciencia de que no sabía qué hacer. Cuál debía ser su próximo paso. Se sentía indecisa y entumecida.

Al entumecimiento estaba acostumbrada. Los policías desconectaban sus emociones a menudo, algunos mediante el alcohol o las drogas. Ésa era una de las razones por las que el índice de divorcios era mucho mayor entre los policías que entre el resto de la población.

La indecisión era otro cantar. Ella siempre había sido una mujer proclive a la acción, aunque la acción fuera producto de un arrebato.

El hecho de no saber qué paso debía dar la aterrorizaba.

Spencer se acercó a ella y la agarró de las manos.

– Las tienes frías.

– Tengo frío.

Él la estrechó entre sus brazos y le frotó la espalda.

– ¿Mejor?

– Sí -Spencer se movió como si fuera a apartarse de ella y Stacy le apretó con fuerza-. No te vayas. Abrázame.

Él hizo lo que le pedía y su cuerpo fue calentando poco a poco el de ella. Stacy se apartó de mala gana. Al separarse, experimentó una sensación de despojamiento. Una punzada de pánico.

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