Denise Mina - Muerte en Glasgow

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Maureen O'Donnell no es una chica con suerte. Además de vivir en un barrio marginal de Glasgow y ser paciente de un centro psiquiátrico, se encuentra anclada a un trabajo sin futuro y a una relación hermética con Douglas, un psicoterapeuta poco transparente.
A punto de poner fin a su relación con Douglas. Maureen se despierta una buena mañana con una resaca insufrible y con su novio muerto en la cocina de su piso. La policía la considera una de las principales sospechosas, tanto por ser una joven que- se sale de los cánones de la normalidad como por su carácter inestable y su actitud poco cooperativa. Incluso su madre y su hermana sospechan de ella. Presa del pánico y con un sentimiento de abandono por parte de sus amigos y familiares. Maureen empieza a poner en duda todo lo que creía inamovible.

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– Dale este dinero al hombre -dijo Maureen, y le alargó un sobre, pero Leslie dijo que ella lo pagaría-. Es de Douglas -le dijo Maureen-. Cógelo. Y no levantes la cabeza. Que no te vea la cara.

El número 6 del edificio Paseo Marítimo era un bloque de pisos construido encima de la tienda de artículos de broma «El emporio de la risa». El vestíbulo estaba descubierto y las escaleras eran estrechas y empinadas. Siobhain se agarró a la barandilla de madera y subió los peldaños uno a uno. Maureen cogió las bolsas de plástico.

– Voy pasando -dijo, y subió corriendo las escaleras de dos en dos hasta que llegó al último rellano. Se peleó con los guantes de piel de Leslie antes de conseguir meter la llave en la cerradura y abrir la puerta.

El piso era pequeño y disponía del mínimo número legal de muebles: mesa, camas, sillas y sofá. Las paredes del recibidor y del salón estaban recubiertas de un papel horroroso de color rosa con flores, pero el piso era acogedor y el propietario les había dejado una bandeja de galletas rellenas de mermelada. A Maureen le embargó un sentimiento de culpa.

Se aseguró de que la televisión funcionara, encendió la calefacción al máximo para que el piso pareciera habitado, corrió las cortinas y cerró la puerta con dos vueltas cuando salió. Se quitó los guantes mientras bajaba corriendo dos tramos de escaleras. A Siobhain y a Leslie les faltaba otro tramo para llegar al rellano de su piso.

– Éste es el nuestro -dijo Maureen, y metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.

– Es el piso en el que nos quedamos cuando saliste del Northern -dijo Leslie, y subió las escaleras deprisa, dejando que Siobhain salvara los últimos peldaños ella sola.

– El mismo -dijo Maureen.

Lo habían redecorado desde la última vez que estuvieron allí: Maureen recordaba que el papel de las paredes del recibidor era de mala calidad y que tuvo que resistir una y otra vez el deseo de arrancarlo. Ahora las paredes estaban pintadas de un azul pálido. El salón tenía una moqueta azul nueva y las paredes estaban recubiertas de un papel con remolinos rosas y grises. Habían hecho una chapuza: las esquinas se estaban levantando y los bordes superpuestos amenazaban un deterioro inminente.

– Me acuerdo de este sofá -dijo Leslie, y se dejó caer en él-. Nos peleábamos para ver quién tenía que dormir aquí, ¿te acuerdas?

– Sí.

Era de terciopelo gris con bandas en relieve en diagonal. Debajo de la ventana había una mesa de madera de pino con sillas a juego. En el dormitorio había dos camas individuales, separadas por una mesita de madera oscura que tenía una lámpara de pantalla roja y un cenicero encima. Siobhain entró por la puerta.

– Vale -dijo Leslie-. Me importa una mierda a quién le toca. Esta noche yo duermo en una cama.

– Siobhain -dijo Maureen-. Tú dormirás en la otra. Yo tengo que levantarme pronto mañana.

Tendría que estar lista a las seis para coger el primer ferry que llegaba a la isla.

Parecía que Siobhain había recobrado un poco el ánimo. Miró por la ventana las bombillas de colores y asintió cuando Maureen le preguntó si quería pescado para cenar.

Cuando Leslie bajó a la cafetería, Maureen sacó algunos platos del armario de la cocina y le encendió la televisión a Siobhain. Leslie volvió con distintos platos de comida para compartir entre las tres. Siobhain se comió toda la tripa de cordero rellena sin ofrecerles nada a ellas y luego engulló todo lo demás que le pusieron delante, acompañando la comida con una taza gigante de té dulce.

– Debías de tener hambre -le dijo Leslie a Siobhain mirándole la parte de delante del jersey, que estaba cubierta de manchas de comida y de rebozado.

Siobhain se sonrojó.

– Sí -susurró, y Maureen podría haberse echado a llorar al oír su voz.

En la tele ponían la versión original de El planeta de los simios, con Charlton Heston. Leslie y Siobhain querían verla, así que, encorvadas por el peso, llevaron el televisor al dormitorio y lo colocaron encima de la cajonera que había al pie de las camas. Se turnaron para ir al baño, se lavaron los dientes y se pusieron el pijama.

Maureen se aseguró de que estuvieran instaladas en el dormitorio antes de poner el agua a calentar. Sacó el termo y la caja de cartón de la bolsa de plástico y abrió la caja con reverencia. Puso el filtro en el cono y dio unos golpecitos en la bolsa de papel del café para que éste fuera cayendo dentro. Colocó el cono en el termo y echó el agua hirviendo dentro, mientras escuchaba cómo las burbujas espumosas se secaban y estallaban a un lado del filtro. Era fundamental que sólo hubiera café para uno, así que midió la cantidad llenando la taza de rosca del termo hasta el borde con café humeante y tiró el resto por el fregadero.

Con muchísimo cuidado pintó con el Tipp-Ex dos diminutas líneas paralelas en el borde interior plateado. Cuando se secó, rascó los extremos para que quedaran lo más delgados e invisibles posible. Sería su señal, la parte que podía tocar con los labios sin correr ningún peligro.

Sujetando los guantes de goma por la apertura, los puso a contraluz para comprobar que no tuvieran ningún agujero. Se los puso y sacó la bolsa de Paulsa del bolsillo, la abrió rompiéndola imprudentemente. Dobló la hoja perforada bastante holgadamente, echó su contenido en el termo y contempló cómo el cartón poroso flotaba en el café, cómo se empapaba en el líquido y se volvía marrón hasta que se hundió por el peso y desapareció bajo la superficie negra. Enroscó la tapa bien fuerte y guardó la envoltura rasgada y los guantes de goma en una bolsa de plástico.

El armario de debajo del fregadero estaba lleno de productos de limpieza. El optimista propietario los había puesto ahí para recordar a los inquilinos que limpiaran. Maureen apartó los botes, colocó el termo al fondo y se lavó las manos obsesivamente antes de acostarse.

Se tumbó en el incómodo sofá y miró hacia la bahía bañada por la luz de la luna. Estaba sudando y oía los comentarios de Leslie sobre la película en la otra habitación. Sustituía las frases de los personajes poniendo voces estúpidas. Maureen recordó que Leslie había hecho lo mismo cuando ella había estado enferma.

34. Fuego

Todavía estaba oscuro cuando sonó el despertador de bolsillo, que la sacó de su sueño con su sonoro pitido. Lo cogió, se incorporó y recordó al instante por qué lo había puesto. Fue a la cocina, se encendió un cigarrillo y se hizo una taza grande de café bien cargado con agua tibia. Se lo bebió todo a pesar de lo mal que sabía. Se agachó junto al fregadero, cogió el termo y sacó los guantes de goma de la bolsa de plástico. Se los puso con mucho cuidado para evitar tocar la parte externa con las manos desprotegidas. Cuando sacó el termo y desenroscó la tapa vio que había pequeños trozos de papel sin disolver flotando en la superficie. Desdobló un filtro nuevo y lo puso en el cono. Sujetando el cono encima de una sartén, le dio unos golpecitos al termo. Mezclados con el café salieron fragmentos de papel empapados, que se quedaban pegados a las paredes del filtro. Cuando el café se hubo filtrado, lo calentó a fuego lento en el fogón de gas, y lo vigiló con atención para asegurarse de que no lo calentaba demasiado. No sabía si el calor podía estropear el ácido. Añadió un poquito de leche y los tres sobres de azúcar.

Después de verter el café otra vez en el termo, echó lejía diluida en la sartén y limpió la encimera. Puso todos los restos de envoltorios y filtros en la bolsa de plástico gruesa, la enrolló y la metió en el fondo de la mochila.

Se puso los vaqueros negros, las botas y un jersey, el gorro de lana, los guantes de Leslie y el abrigo. Dejó en el piso la bufanda escocesa porque la delataría. Revisó el bolsillo para ver si llevaba el peine-navaja y se dijo a sí misma que se trataba de él, que ella tenía razón. No haría falta llegar a ese extremo. Con el termo sería suficiente.

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