Denise Mina - Muerte en Glasgow

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Muerte en Glasgow: краткое содержание, описание и аннотация

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Maureen O'Donnell no es una chica con suerte. Además de vivir en un barrio marginal de Glasgow y ser paciente de un centro psiquiátrico, se encuentra anclada a un trabajo sin futuro y a una relación hermética con Douglas, un psicoterapeuta poco transparente.
A punto de poner fin a su relación con Douglas. Maureen se despierta una buena mañana con una resaca insufrible y con su novio muerto en la cocina de su piso. La policía la considera una de las principales sospechosas, tanto por ser una joven que- se sale de los cánones de la normalidad como por su carácter inestable y su actitud poco cooperativa. Incluso su madre y su hermana sospechan de ella. Presa del pánico y con un sentimiento de abandono por parte de sus amigos y familiares. Maureen empieza a poner en duda todo lo que creía inamovible.

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Eran las doce y media. Maureen llamó a Lynn a la consulta.

– Hola -le dijo-. Soy la ardillita. ¿Sabes algo?

– Sí -dijo Lynn-. ¿Para el viernes? Me parece que sí que podrá ser.

– ¿Puedes hablar? ¿Te llamo más tarde?

– ¿Me dice su nombre? -dijo Lynn, y se quedó un momento callada-. ¿Puede deletreármelo? -Y Lynn empezó a deletrear un nombre familiar como si estuviese repitiendo el que le decían desde el otro lado de la línea. Perfecto-. ¿Lo ha entendido todo bien?

– Me has dado el nombre del médico de Benny ¿verdad?

– Sí, por supuesto.

– Lynn, te debo una.

– Sí, así es -dijo Lynn-. Hasta entonces. Adiós.

– Adiós, Lynn.

Maureen colgó y se vistió. El jersey mostaza empezaba a oler mal y la frescura de sus vaqueros era un recuerdo lejano, pero se dijo a sí misma que pronto estaría en casa y que podría hacer la colada, y que si no volvía a casa dentro de dos días, no importaría demasiado si llevaba la ropa limpia o no.

– Leslie -la llamó Maureen desde dentro del piso-. ¿Tienes una bolsita o una caja donde pueda poner algunas cosas?

Leslie miró dentro del salón.

– ¿Qué has dicho?

– Tengo unas cosas que quiero guardar aparte. ¿Tienes una bolsita o algo así?

– Mira debajo del fregadero.

Maureen hurgó entre las bolsas. Buscaba una que fuera gruesa. En el suelo, al fondo, encontró una caja hexagonal de cartón color azul marino que ponía «Boothy and Co». Levantó la tapa. En una esquina había trozos mellados de caramelos polvorientos. Cogió una bolsa pequeña de plástico grueso, metió el resto en el armario y fue hacia la terraza.

– ¿Puedo coger esta caja?

– Claro -dijo Leslie-. Hace años que la tengo. No me decido a tirarla porque es muy bonita pero tampoco le he encontrado un uso.

– Bien -dijo Maureen, y entró otra vez.

Puso la bolsa de café de Colombia dentro de la caja junto con los sobres de azúcar que había cogido en la cafetería del aeropuerto la tarde anterior. Cogió tres filtros de café del armario de Leslie y encontró un despertador de bolsillo y un bote de Tipp-Ex en un cajón lleno de chucherías. Leslie entró en la cocina, dejó su taza vacía y puso agua a calentar.

– ¿Quieres un café? -le preguntó.

– Sí, por favor.

– ¿Qué estás haciendo?

– Preparo algunas cosas.

Leslie cogió una taza limpia del armario y observó a Maureen mientras ésta doblaba los filtros de café y la bolsa de plástico y los guardaba en la caja de cartón.

– ¿Este despertador funciona, Leslie?

– Sí. Le puse pilas nuevas.

Leslie hizo café y se sirvió un poco.

– ¿Te dejo con lo tuyo entonces?

– Sí. ¿Cómo está Siobhain?

– Igual -contestó Leslie, y miró dentro de la caja de cartón-. ¿Qué estás haciendo, Maureen?

– ¿Quieres saberlo?

Leslie pensó en ello.

– No -dijo al final.

– Necesitaré tus esposas -dijo Maureen-, si me las prestas.

Leslie parecía desconcertada.

– Claro.

– Y tus guantes de piel.

– Vale -le dijo ella, y se fue a buscarlos a su cuarto.

– Y leche -susurró Maureen para sí misma-. Necesitaré leche.

Llovía a cántaros. Los niños se habían ido de la explanada y Siobhain y Leslie habían puesto las tumbonas contra la pared para no mojarse. Estaban sentadas en silencio, cogidas de la mano, y miraban cómo la lluvia erosionaba las pequeñas montañas de basura.

– ¿Puedo llevarme esto también? -preguntó Maureen.

Leslie miró los guantes de goma manchados y el cono de plástico para los filtros de café que Maureen tenía en la mano.

– Cógelos y quédatelos, si quieres.

Parecía confusa y algo más que un poco asustada.

– Sí, tendré que quedármelos -dijo Maureen, y volvió a la cocina.

Leslie no tenía ninguna bolsa de viaje así que metieron las braguitas, la caja de cartón y los jerseis por si hacía frío en bolsas de plástico mal escogidas que tenían las asas alargadas por el uso. Maureen cogió las bolsas y tomó el autobús hacia el centro, arrastrando tras de sí al Ford azul con los dos policías dentro. Se bajó frente a la estación de autobuses de Buchanan Street y esperó en la acera para cruzar, asegurándose de que el Ford azul estaba ahí. El coche se detuvo un poco más abajo y ella cruzó. El policía que ocupaba el asiento del pasajero salió del coche y la siguió a pie. Pasó por delante de la entrada estrecha de la estación y se escondió tras la puerta del aparcamiento de varias plantas. El policía pasó de largo, a no más de metro y medio de ella, y entró en la estación. Maureen dobló la esquina corriendo, bajó trotando las escaleras empinadas hacia la parada de taxis, entró en uno y le dijo al taxista que la llevara a la estación de tren.

Cuando bajaron por la carretera, Maureen echó un vistazo por la ventanilla y vio el Ford azul aparcado en el arcén. El conductor examinaba atentamente a los peatones que pasaban.

El taxi la dejó en la entrada. Se detuvo frente a la ventanilla de billetes y, como si fuera un acto de fe, compró tres billetes de ida y vuelta. En el kiosko de al lado, cogió un bloc de notas Basildon Bond, un bolígrafo Bic y se acercó a un dependiente con la cara llena de granos que colocaba tabletas de chocolate en los estantes.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dijo Maureen sonriendo. El hombre alzó la vista-. Me preguntaba si estos blocs se venden mucho.

– Sí -le contestó-. Los tenemos en todas las tiendas del país. Los vendemos a cientos.

– Genial -dijo Maureen-. Gracias.

Pagó en la caja lo que había cogido y se apoyó en la mesita de la lotería para escribir la nota. Lo hizo con la mano izquierda para que no reconocieran la letra. En la parte de arriba de la página anotó el número de teléfono, con el prefijo, de la comisaría de Stewart Street y, debajo, la extensión del despacho de McEwan. «Por favor, llamen a este número en caso de emergencia. Pregunten por el Inspector Jefe Joe McEwan y díganle que soy el responsable de lo ocurrido a Martin Donegan y a Douglas Brady». Dobló la hoja hasta dejarla del tamaño de una tarjeta de crédito y se la guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros.

Leslie y Siobhain todavía no habían llegado a la estación. Por los altavoces sonaba una versión instrumental de American Pie. Maureen esperaba en medio del vestíbulo de suelo de mármol e intentaba poner sus pensamientos en orden y calcular el tiempo del que disponía: el tren enlazaba con el último ferry a Cumbrae. Aunque alguien condujera a mil por hora todo el rato hasta llegar a Largs, no conseguiría coger el último ferry de las ocho y veinte. Sería seguro anunciar su marcha.

Se dirigió a las cabinas telefónicas junto a la salida lateral y llamó a Scaramouch Street.

– Oye -dijo cuando contestó Benny-. No encuentro a Liam. ¿Puedes llamarle y decirle que me voy a Millport con Siobhain a pasar un par de días?

– Vale -dijo Benny-. ¿Cuándo volveréis?

– Dentro de un par de días como máximo. Dile que estamos en el mismo edificio en el que nos quedamos la última vez, pero en el piso de arriba. Me dijo que la policía te había interrogado.

– Sí -dijo, y de repente pareció que se quedaba sin aire-. Querían mis huellas dactilares. Las deben de haber encontrado en tu casa, ¿no?

– Sí, supongo.

– Nos vemos cuando vuelvas. Mañana tengo el último examen.

– Sí, ya te llamaré.

– Perfecto, pásalo bien.

– Hasta luego, Benny -dijo, y colgó.

Recogió las bolsas y se dirigió despacio hacia el Bullet, un monumento conmemorativo de la Gran Guerra, que consistía en una concha de latón puesta verticalmente. Todavía no había rastro de Leslie y de Siobhain. Sólo faltaban siete minutos para que saliera el tren.

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