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Andrew Gross: Código Azul

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Andrew Gross Código Azul

Código Azul: краткое содержание, описание и аннотация

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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Se clavó la aguja en la parte blanda del vientre, bajo el tórax. Apretó suavemente.

Qué lejos parecía ahora aquella inquietud inicial sobre lo que implicaba vivir con diabetes. Había entrado en Brown. Se había centrado en otra cosa, había empezado a pensar en la biología. Y allí empezó a remar. Al principio sólo para hacer ejercicio pero con el tiempo, remar imprimió a su vida un nuevo sentido de la disciplina. En tercero -aunque sólo medía 1,65 y apenas pesaba 52 kilos- había quedado segunda en la liga All-Ivy de individuales.

De eso iba su pequeño gesto con el dedo. Aquel símbolo entre ellos. «Em tiene ese carácter suyo -le decía siempre su padre guiñándole el ojo-, pero tú sí que tienes una verdadera lucha interior.»

Kate tomó un trago de agua de una botella y sintió que empezaba a recobrar las fuerzas.

El tren llegaba a Larchmont. Empezó a aminorar la marcha y entró en la estación de ladrillo rojo.

Kate volvió a meter el kit en el bolso. Se levantó, se colgó la cartera del hombro y esperó delante de las puertas.

Nunca lo había olvidado; ni un solo día, ni un solo instante: al abrir los ojos en el hospital tras dos días en coma, el primer rostro que había visto fue el de su padre.

«Ben lo arreglará»; Kate lo sabía. Como siempre. Él se encargaría. Tanto daba qué demonios hubiera hecho. Estaba segura.

Ahora bien, su madre… Suspiró al divisar el Lexus plateado que aguardaba en la esquina cuando el tren se detuvo en la estación.

Eso ya era harina de otro costal.

6

Esa tarde a Raab, instalado en el asiento trasero de la limusina Lincoln negra que su abogado, Mel Kipstein, había conseguido, el viaje de vuelta a Westchester se le hizo largo y pesado.

Una hora antes había comparecido ante la juez Muriel Saperstein en los juzgados de Foley Square. Nunca antes se había sentido tan humillado.

El frío fiscal federal que estaba presente en su interrogatorio se había referido a él como el «cerebro criminal» artífice de un plan ilícito merced al cual los señores de la droga colombianos podían llevarse dinero del país. Y también había mencionado que llevaba años sacando provecho de esa empresa conscientemente y que tenía vínculos con conocidos narcotraficantes.

«No -había tenido que reprimirse Raab para no gritar-, no era para nada así.»

Con cada cargo que oía leer a la juez, sentía como si lo atravesara una cuchilla dentada.

«Blanqueo de dinero. Cooperación e instigación a actividades empresariales delictivas. Conspiración para estafar al gobierno de Estados Unidos.»

Tras una breve negociación, durante la que Raab temió que ni siquiera lo dejaran libre, se fijó una fianza de dos millones de dólares.

– Veo que es propietario de una lujosa casa en Westchester, señor Raab -dijo la juez mirándolo con ojos escrutadores por encima de las gafas.

– Sí, Señoría. -Benjamin se encogió de hombros-. Eso creo.

Garabateó algo en un documento que parecía oficial.

– Me temo que ya no.

Al cabo de una hora, él y Mel se dirigían a Westchester por la Interestatal 95. A Sharon sólo le dijo que estaba bien y que se lo explicaría todo cuando llegara.

Mel pensaba que tenían donde agarrarse, sin duda. Debía de haber una razón para que le hubieran tendido esa trampa. Hasta entonces había representado a Raab en cuestiones como disputas contractuales, el alquiler de la oficina y la creación de un fondo para sus hijos. No hacía ni dos semanas que habían quedado segundos en el torneo de golf de socios contra visitantes en el Century.

– Según la ley, tendrías que haberlos ayudado conscientemente, Ben. Pero ese tal Concerga nunca te dijo lo que pretendía hacer con el oro, ¿verdad?

Raab negó con la cabeza.

– No.

– ¿Nunca te dijo explícitamente que el dinero que te daba se obtuviera por medios ilícitos?

Raab volvió a negar con la cabeza. Bebió un largo trago de una botella de agua.

– Pues si no lo sabías es que no lo sabías, ¿entendido, Ben? Lo que me dices es una buena cosa. Según la ley RICO, tienes que conspirar con «conocimiento» o «intención». No puedes ser partícipe, aunque los ayudaras o instigaras, si no lo sabías.

Por alguna razón, cuando Mel lo decía sonaba bien. Hasta él mismo se lo creía, casi. Había cometido varios errores de cálculo fundamentales. Había actuado a ciegas, como un estúpido, llevado por la codicia. Sin embargo, nunca había sabido con quién trataba ni qué hacían con el oro. Por la mañana tenían una reunión de seguimiento con el gobierno que seguramente sería decisiva para los siguientes veinte años de su vida.

– Pero esto último, Ben, ese tal Berroa… eso complica las cosas. Eso es malo. Tienen tu voz grabada comentando los mismos planes con un agente del FBI. -Mel se acercó a mirarlo-. Mira, Ben, esto es importante. Hace muchos años que somos amigos. ¿Hay algo que no me estés diciendo que pueda influir en la acusación? ¿Algo que el gobierno pueda saber? Ahora es el momento de contármelo.

Raab miró a Mel a los ojos. Hacía más de diez años que eran amigos.

– No.

– Bueno, en algo tenemos suerte. -El abogado pareció sacarse un peso de encima y tomó unas notas en su bloc-. Tienes suerte de no ser quien de verdad buscan; si no, no habría nada que decir. -Mel se quedó mirándolo un momento y luego se limitó a sacudir la cabeza-. Pero ¿en qué coño estabas pensando, Ben?

Raab dejó caer la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Veinte años de su vida, al garete…

– No lo sé.

Lo que sí sabía es que lo más duro aún estaba por llegar, y tendría que enfrentarse a ello cuando entrara en casa. Cuando cruzara la puerta y tuviera que explicar a su familia, que había confiado en él y lo había respetado, que, por decirlo en pocas palabras, la suave curva ascendente que había sido su vida en las dos últimas décadas se había desplomado. Que todo aquello con lo que contaban y que daban por sentado había desaparecido.

Él siempre había sido la roca, el sostén de la familia. Un apretón de manos suyo era una garantía. Ahora todo estaba a punto de cambiar.

Raab sintió un nudo en el estómago. ¿Qué pensarían de él? ¿Cómo iban a entenderlo?

El coche tomó la salida 16 de la autopista y se dirigió a través de Palmer a la población de Larchmont. Ésas eran las calles, comercios y mercados que veía cada día.

Mañana todo sería ya de dominio público. Saldría en los periódicos. En el club, en las tiendas del barrio y en la escuela de Em y Justin, no se hablaría de otra cosa.

Raab sintió que se le empezaba a encoger el estómago.

«Algún día lo entenderán -se dijo a sí mismo-. Algún día volverán a verme igual que antes: como marido y sostén; como padre; como la persona que siempre he sido. Y me perdonarán.»

Había entrenado a Emily. Le había dado a Kate la insulina cuando estaba enferma. Había sido un buen marido para Sharon durante todos aquellos años.

Eso no era ninguna mentira.

La limusina torció hacia la avenida Larchmont, en dirección al estrecho. Raab se puso tenso. Las casas empezaron a resultarle familiares. Allí vivían las personas que conocía, los padres de los compañeros de clase de sus hijos.

En Sea Wall la Lincoln giró a la derecha y, tras una corta manzana, con el estrecho justo delante de ellos, llegaron a los grandes pilares de piedra sin labrar y luego a la espaciosa casa Tudor que había al final del camino ajardinado.

Raab soltó un leve suspiro.

Sabía que les había traicionado: su fe, su confianza. Pero ya no había vuelta atrás. Y sabía que no se acabaría con lo de hoy.

Cuando se supiera la verdad, aún los defraudaría más.

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