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Andrew Gross: Código Azul

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Andrew Gross Código Azul

Código Azul: краткое содержание, описание и аннотация

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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Al cabo de unos veinte minutos se abrió la puerta. Raab se levantó. Entraron los mismos dos agentes que lo habían detenido seguidos de un joven delgado con traje gris y pelo muy corto que puso un maletín sobre la mesa.

– Soy el agente especial al cargo Booth -anunció el agente medio calvo-. Ya conoce al agente especial Ruiz. Le presento al señor Nardozzi. Es del Departamento de Justicia y conoce su caso.

– ¿Mi caso…?.

Raab se obligó a esbozar una sonrisa dubitativa mientras miraba los gruesos expedientes con algo de recelo, sin creerse la palabra que acababa de oír.

– Vamos a hacerle unas cuantas preguntas, señor Raab -empezó el agente hispano, Ruiz-. Vuelva a sentarse, por favor. Le aseguro que será mucho más fácil si contamos con su plena colaboración y se limita a responder sincera y sucintamente.

– Desde luego -asintió Raab, y se volvió a sentar.

– Y vamos a grabarlo, si le parece bien -dijo Ruiz, poniendo una grabadora estándar de casete encima de la mesa-. Es también por su seguridad. En cualquier momento, si lo desea, puede pedir la presencia de un abogado.

– No me hace falta abogado -dijo Raab negando con la cabeza-. No tengo nada que ocultar.

– Eso es bueno, señor Raab -le respondió Ruiz con un guiño afable-. Cuando la gente no tiene nada que ocultar, este tipo de cosas suele salir mejor.

El agente sacó un montón de papeles del expediente y los ordenó de un modo determinado encima de la mesa.

– ¿Ha oído hablar de Paz Export Enterprises, señor Raab? -empezó volviendo la primera página.

– Claro -confirmó Raab-. Es una de mis mayores cuentas.

– ¿Y qué servicio les presta exactamente? -preguntó el agente del FBI.

– Compro oro para ellos; en el mercado abierto. Pertenecen al sector de los artículos de regalo o algo así. Lo envío a un intermediario en nombre suyo.

– ¿Argot Manufacturing? -terció Ruiz volviendo una página de sus notas.

– Sí, Argot. Mire, si se trata de eso…

– Y Argot ¿qué hace con todo el oro que usted les compra? -lo volvió a interrumpir Ruiz.

– No sé. Son fabricantes. Lo transforman en chapado de oro, o lo que les pida Paz.

– Artículos de regalo -dijo Ruiz con cinismo al tiempo que levantaba la vista de sus notas.

Raab le devolvió la mirada.

– Lo que hagan con él es asunto suyo. Yo me limito a comprar el oro para ellos.

– ¿Y cuánto hace que suministra oro a Argot en nombre de Paz? -preguntó el agente especial Booth tomando las riendas del interrogatorio.

– No estoy seguro. Tendría que consultarlo. Puede que seis, ocho años…

– Entre seis y ocho años. -Los agentes se miraron-. Y después de todo ese tiempo, señor Raab, ¿no tiene usted ni idea de qué productos fabrican con el oro que les envía?

Sonaba a pregunta retórica; pero parecían esperar una respuesta.

– Fabrican muchas cosas. -Raab se encogió de hombros-. Para distintos clientes. Joyas. Cosas chapadas en oro, adornos de escritorio, pisapapeles…

– Pues consumen bastante oro -dijo Booth, recorriendo con la mirada una columna de números- para hacer un puñado de adornos de escritorio y pisapapeles, ¿no le parece? El año pasado más de una tonelada. A unos seiscientos cuarenta dólares la onza, eso son más de treinta y un millones de dólares, señor Raab.

La cifra cogió por sorpresa a Raab. Sintió que una gota de sudor le recorría la sien. Se humedeció los labios.

– Ya le he dicho que yo me dedico a las transacciones. Firmamos un contrato y yo lo único que hago es suministrar el oro. Mire, tal vez si me dijeran de qué va todo esto…

Booth le devolvió la mirada como desconcertado, con una sonrisa cínica que a Raab le pareció que ocultaba algo. Ruiz abrió su carpeta y sacó más hojas. Fotografías; en blanco y negro, de veinte por veinticinco. Todo eran imágenes de objetos cotidianos como sujetalibros y pisapapeles y varias herramientas básicas: martillos, destornilladores, azadas…

– ¿Reconoce alguno de estos objetos, señor Raab?

Por primera vez, Raab sintió que el corazón empezaba a disparársele. Negó con la cabeza recelosamente.

– Recibe pagos de Argot, ¿verdad, señor Raab? -Ruiz lo cogió desprevenido-. Sobornos.

– Comisiones -lo corrigió Raab, irritado por el tono de voz del agente.

– Además de sus comisiones. -Ruiz, sin apartar los ojos de él, deslizó otra hoja sobre la mesa-. Las comisiones en el mercado de materias primas rondan el uno y medio, como mucho el dos por ciento, ¿no? Las suyas llegan hasta el seis, incluso el ocho, señor Raab, ¿no es así?

Ruiz no dejaba de observarlo. De pronto, a Raab se le secó la garganta. Se dio cuenta de que estaba jugueteando con los gemelos de oro de Cartier que Sharon le había regalado cuando cumplió los cincuenta y paró en seco. Su mirada iba y venía de uno a otro agente, tratando de adivinar lo que tenían en mente.

– Como ha dicho, usan bastante oro -respondió-. Pero lo que hagan con él no es asunto mío. Yo me limito a suministrárselo.

– Lo que hacen con él -la voz del agente Booth se volvió firme, estaba perdiendo la paciencia- es exportarlo, señor Raab. Esos artículos de regalo, como usted los llama, no están hechos de acero o latón ni chapados en oro. Son sólidos lingotes de oro, señor Raab. Están pintados y tratados para que parezcan objetos cotidianos, como sospecho que sabrá. ¿Tiene idea de dónde acaban estos artículos, señor Raab?

– En algún lugar de Sudamérica, creo. -Raab trató de recobrar la voz, agarrotada en lo más profundo de su garganta-. Ya se lo he dicho, me limito a comprar el oro para ellos. No sé si acabo de entender lo que pasa.

– Pasa, señor Raab -Booth le miró a los ojos- que ya tiene un pie metido en un buen montón de mierda y nos gustaría saber si también tiene el otro. Dice que lleva trabajando con Argot entre seis y ocho años. ¿Sabe de quién es la empresa?

– De Harold Kornreich -respondió Raab, más convencido-. Conozco bien a Harold.

– Entendido. ¿Y qué hay de Paz? ¿Sabe quién está al frente?

– Creo que se llama Spessa o algo así. Victor. Nos hemos visto unas cuantas veces.

– Pues Victor Spessa, cuyo verdadero nombre es Victor Concerga -Ruiz le acercó una de las fotos-, no es más que socio ejecutivo de Paz. Los estatutos, que el agente Ruiz le está mostrando ahora mismo, son de una sociedad de las Islas Caimán, la BKA Investments, Limited. -Ruiz esparció unas cuantas fotos más sobre la mesa. Fotos de vigilancia de hombres con inconfundible aspecto hispano-. ¿Le suena alguna de estas caras, señor Raab?

Entonces Raab empezó a preocuparse de verdad. Una gota de sudor frío le recorrió lentamente la espalda. Cogió las fotos, las miró de cerca, una por una. Negó con la cabeza, temblando.

– No.

– Victor Concerga. Ramón Ramírez. Luis Trujillo -fue enumerando el agente del FBI que llevaba la batuta-. Estos individuos constan como los principales directivos de BKA, consignataria de los objetos cotidianos en que se convierte su oro. Trujillo -agregó Ruiz empujando hacia Raab una foto donde aparecía un hombre bajo y fornido con traje subiendo a un Mercedes- es uno de los gestores más importantes de la familia Mercado, del cártel colombiano.

– ¡Colombia! -repitió Raab, con los ojos saliéndosele de las órbitas.

– Y vamos a hablar claro, señor Raab. -El agente Ruiz le guiñó el ojo-. No se trata precisamente de aficionados.

Raab lo miraba fijamente, boquiabierto.

– El oro que usted, señor Raab, compra para Paz, se funde y moldea en objetos caseros de uso común, luego se enchapa o se pinta y se devuelve a Colombia, donde se convierte de nuevo en lingotes. Paz no es más que una tapadera; pertenece en su totalidad al cártel de Mercado. El dinero que le pagan a usted por sus… «transacciones», como usted las llama, procede del negocio del tráfico de estupefacientes. El oro que usted suministra -continuó el agente, abriendo más los ojos- es el modo en que lo envían a su país.

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