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Andrew Gross: Código Azul

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Andrew Gross Código Azul

Código Azul: краткое содержание, описание и аннотация

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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«Mierda, Kate, ¿qué coño vas a hacer ahora?»

Correr. Primero sin que se note, luego más deprisa. Oigo sobre la acera el ritmo frenético de unos pasos que se aceleran… pero esta vez son los míos.

Revuelvo el bolso en busca del móvil. Tal vez debería llamar a Greg. Quiero decirle que le quiero. Pero sé la hora que es: está a mitad de turno. Sólo me saldría el contestador. Está visitando.

«Tal vez tendría que llamar al 911 o detenerme y gritar. Kate, haz algo… ¡ahora!»

Mi edificio queda sólo a media manzana. Ya lo. veo, con su toldo verde. El 445 de la calle East Seventh. Hurgo en busca de las llaves. Me tiemblan las manos. Por favor, sólo unos metros más…

En los últimos pasos me lanzo al esprint. Meto la llave en la cerradura del portal, rogando por que gire… ¡y gira! Me lanzo a abrir las pesadas puertas de cristal. Echo un último vistazo a mi espalda. El hombre que me seguía se ha detenido unos portales atrás. Oigo la puerta del edificio cerrarse a mi espalda, y por suerte la cerradura encaja.

Estoy a salvo. Siento que el corazón casi se me encoge de alivio. «Ya está, Kate. Gracias a Dios.»

Por primera vez me noto el jersey adherido al cuerpo, empapado de un sudor pegajoso. Esto tiene que acabarse. «Tienes que decírselo a alguien, Kate.» Es tanto el alivio que hasta me echo a llorar.

«Pero ¿a quién? ¿A la policía? Me han mentido desde el principio. ¿A mi mejor amiga? Está entre la vida y la muerte en el hospital Bellevue. Y eso sí que no lo he soñado. ¿A mi familia?»

«Tu familia se ha ido, Kate. Para siempre.»

Ahora ya no hay tiempo para nada de eso.

Cojo el ascensor y pulso el botón de mi planta. El siete. Se trata de uno de esos ascensores pesados de tipo industrial, que traquetea como un tren al pasar por cada planta. Sólo quiero llegar a mi piso y cerrar la puerta a cal y canto.

En el séptimo, el ascensor se detiene con un chirrido. Ya está. Estoy a salvo. Abro la rejilla de metal de un golpe, agarro las llaves y doy un empujón a la pesada puerta exterior.

Dos hombres me impiden el paso.

Intento gritar, pero ¿para qué? Nadie me oirá. Retrocedo. Se me hiela la sangre. Sólo soy capaz de mirarlos a los ojos en silencio.

Sé que están aquí para matarme.

Lo que no sé es si vienen de parte de mi padre, de los colombianos o del FBI.

PRIMERA PARTE

1

El oro subió un dos por ciento la mañana en que la vida de Benjamín Raab empezó a venirse abajo.

Estaba reclinado en el escritorio; contemplando la calle Cuarenta y siete, disfrutando de la gran comodidad de su despacho, que se elevaba muy por encima de la avenida de las Américas, con la cabeza ladeada y el teléfono sujeto entre la oreja y cuello.

– Sigo esperando, Raj…

Raab tenía en sus manos un contrato de compra al contado de dos mil libras de oro. Más de un millón de dólares. Los indios eran sus mayores clientes, uno de los principales exportadores de joyas del mundo. «Un dos por ciento.» Raab comprobó la pantalla Quotron. Eso eran treinta mil dólares. «Antes de comer.»

– Vamos, Raj -lo presionó Raab-. Mi hija se casa esta tarde y si puedo, me gustaría llegar a tiempo.

– ¿Que Katie se casa? -El indio parecía dolido-. Ben, en ningún momento me has dicho…

– Sólo es un modo de hablar, Raj. Si Katie se casara, allí estarías tú. Pero, Raj, vamos, que estamos hablando de oro, no de pastrami. No se pudre.

A eso se dedicaba Raab. Comerciaba con oro. Hacía dos décadas que tenía su propia empresa de comercio internacional, cerca del distrito de los diamantes de Nueva York. Había empezado unos años antes, comprando las mercancías almacenadas de las joyerías familiares que cerraban. Ahora suministraba oro a la mitad de los comerciantes de la calle. Y también a varios de los mayores exportadores de joyas del globo.

En el sector, todo el mundo lo conocía. No podía sentarse en un reservado y llevarse a la boca su sándwich de pavo del Gotham Deli de la esquina sin que algún fornido judío ultraortodoxo le avasallase para hablarle de no se sabe qué deslumbrante nueva piedra que vendía (aunque siempre censuraran que él, siendo sefardí, ni siquiera fuera uno de los suyos). Y cuando no era eso, era uno de los mensajeros puertorriqueños que entregaban los contratos dándole las gracias por las flores que había enviado a su boda. O los chinos, tratando de garantizarse unos dólares en algún asunto de divisas. O los australianos, tentándolo con bloques sin cortar de piedras de calidad industrial.

«He tenido suerte», decía siempre Raab. Tenía una esposa que lo adoraba, tres hijos encantadores de los que se sentía orgulloso, su casa en Larchmont -mucho más que una casa- con vistas al estrecho de Long Island y el Ferrari 585, con el que una vez había corrido en Lime Rock, aparcado en un lugar privilegiado del garaje de cinco plazas. Por no hablar del palco en el estadio de los Yankees y las entradas para ver a los Knicks: abajo, en el Garden, justo detrás del banquillo.

Betsy, su ayudante desde hacía más de veinte años, entró llevando una bandeja con una ensalada del chef y una servilleta de tela, la mejor protección frente a la propensión de Raab a mancharse de aceite las corbatas de Hermés. Betsy puso los ojos en blanco.

– ¿Raj i, todavía…?

Benjamin se encogió de hombros al tiempo que atraía la mirada de ella hacia su bloc, donde ya tenía apuntada la cifra: 648,50 dólares. Sabía que este comprador lo aceptaría. Raj siempre lo hacía; llevaban ya años representando este vodevil. Pero ¿es que siempre tenía que alargar tanto la comedia?

– De acuerdo, amigo mío -suspiró finalmente el comprador indio, rindiéndose-. Trato hecho.

– Uf, Raj -resopló Raab fingiendo alivio-. Los del Financial Times están aquí fuera, esperando la exclusiva.

El indio también se echó a reír y cerraron el trato: 648,50 dólares, tal como había escrito.

Betsy sonrió.

– Siempre dice lo mismo, ¿no? -comentó mientras cambiaba el contrato manuscrito por dos folletos de viajes, que dejó junto a la bandeja.

Raab se metió la servilleta por el cuello de su camisa a rayas de Thomas Pink.

– Quince años.

Era imposible entrar en el abarrotado despacho de Raab y no reparar en las paredes y aparadores repletos de fotografías de Sharon, su mujer; de sus hijos: Kate, la mayor, licenciada por la Universidad de Brown; Emily, de dieciséis años, que jugaba en la liga nacional de squash; y Justin, dos años menor; y todos los fabulosos viajes que habían hecho en familia a lo largo de los años.

En la villa de la Toscana. De safari en Kenia. Esquiando en Courchevel, en los Alpes franceses. Ben vestido de piloto con Richard Petty en la escuela de conducción de Porsche.

Y eso es lo que hizo durante el almuerzo: planear su próximo gran viaje, el mejor de todos. Machu Picchu, los Andes y luego una fantástica ruta a pie por la Patagonia. Pronto cumplirían veinticinco años de casados. La Patagonia siempre había sido uno de los sueños de Sharon.

– En mi próxima vida -sonrió Betsy al tiempo que cerraba la puerta del despacho-, me aseguraré de volver como uno de tus hijos.

– En mi próxima vida -respondió Raab-, yo también.

De repente se oyó un gran estrépito fuera, en la oficina. Al principio Raab creyó que se trataba de una explosión o de ladrones. Pensó en hacer sonar la alarma. Se oían voces fuertes y desconocidas que repartían órdenes a gritos.

Betsy volvió a entrar corriendo, con el pánico reflejado en el semblante. Un paso por detrás de ella, se abrieron camino dos hombres vestidos con traje y cazadora azul marino.

– ¿Benjamín Raab?

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