Andrew Gross - Código Azul

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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– ¿Quieres que entre contigo? -le preguntó Mel apretándole el brazo cuando el coche se detuvo en el camino empedrado.

– No -respondió Raab.

No era más que una casa. Lo importante era quien estaba dentro. Tanto daba lo que él hubiera tenido que hacer, su familia no había sido una mentira.

– Esto tengo que hacerlo solo -añadió.

7

Cuando la limusina negra llegó al camino, Kate estaba en la cocina con su madre y Em.

– ¡Es papá! -gritó Emily, aún vestida con la ropa de squash, y fue directa hacia la puerta.

Kate vio dudar a su madre. Era como si no pudiera moverse o le diera miedo hacerlo; como si la asustara lo que revelaría esa puerta al abrirse.

– No pasará nada, mamá. -Kate la tomó del brazo y la condujo hasta la puerta-. Sea lo que sea, sabes que papá no dejará que pase nada.

Sharon asintió.

Lo vieron descender del coche acompañado de Mel Kipstein, a quien Kate conocía del club. Emily bajó corriendo las escaleras y se arrojó en brazos de su padre.

– ¡Papá!

Raab se quedó quieto un momento, abrazándola, y miró por encima del hombro de su hija pequeña a Kate y a su esposa, de pie en el rellano. Una sombra cenicienta le teñía el semblante. Apenas era capaz de mirarlas.

– ¡Oh, Ben…! -Sharon bajó lentamente las escaleras, con lágrimas en los ojos.

Se abrazaron. Fue un abrazo que expresaba todo el dolor de la angustia y la incertidumbre, el más profundo que Kate recordaba haber presenciado en años.

– Corazón. -El rostro de su padre se iluminó cuando sus ojos se encontraron con los de Kate-. Qué bien que hayas venido.

– Pues claro que he venido, papá.

Kate corrió hasta el camino y también lo rodeó con sus brazos. Apoyó la cabeza en su hombro. No recordaba haber visto antes vergüenza en el semblante de su padre.

– Y tú también, campeón.

Raab alargó la mano en dirección a Justin, que acababa de aparecer a su espalda, y despeinó el enmarañado cabello castaño de su hijo.

– Eh, papá. -Justin se apoyó en él-. ¿Estás bien?

– Sí. -Se esforzó por sonreír-. Ahora sí.

Entraron todos juntos.

Kate nunca había sentido que aquella enorme casa de piedra a la orilla del agua fuera de verdad su hogar. Su «hogar» había sido el rancho más modesto de los años cincuenta donde se había criado, en Harrison, a un par de pueblos de allí. Con su estrecha habitación de la esquina, forrada de pósteres de U2 y Gwyneth Paltrow, el pequeño estanque pantanoso de detrás y el zumbido constante del tráfico que se alejaba por el puente de la carretera de Hutchinson.

Pero Raab había comprado esta casa cuando ella estaba en el último curso del instituto. La casa de sus sueños, con sus grandes ventanas de estilo paladino que daban al estrecho, la gigantesca cocina donde había dos de todo -dos frigoríficos, dos lavaplatos-, la ostentosa sala de cine del sótano que algún tipo de Wall Street había adornado como un palacete, el garaje de cinco plazas…

Se sentaron todos en el salón de altos techos con vigas a la vista. Kate con su madre, delante de la chimenea. Emily se dejó caer en el regazo de su padre, en el sillón de cuero de respaldo alto. Justin optó por la otomana con flecos.

Se produjo un extraño e incómodo silencio.

– De entrada, cuéntanos qué tal te ha ido el día -bromeó Kate, tratando de rebajar la tensión-, ¿o preferís que os cuente cómo me ha ido a mí?

Eso hizo sonreír a su padre.

– Primero, no quiero que ninguno de vosotros se asuste -dijo-. Vais a oír de mí cosas espantosas. Lo más importante es que entendáis que soy inocente. Mel dice que contamos con argumentos sólidos.

– Claro que sabemos que eres inocente, Ben -dijo Sharon-. Pero ¿inocente de qué?

El padre de Kate soltó un suspiro nervioso y dejó con cuidado a Emily en una silla contigua.

– Blanqueo de dinero. Conspiración para estafar. Cooperación e instigación a actividades empresariales delictivas… ¿queréis más?

– Conspiración… -Sharon se quedó boquiabierta-. ¿Conspiración con quién, Ben?

– Lo que dicen, a grandes rasgos -respondió él, entrecruzando los dedos-, es que he suministrado mercancía a personas que acabaron haciendo cosas malas con ella.

– ¿Mercancía? -repitió Emily, sin entender.

– Oro, cariño -resopló Ben.

– ¿Y qué? -Kate se encogió de hombros-. Te dedicas al comercio, ¿no? Es tu trabajo.

– Te aseguro que he tratado de decírselo, pero en este caso tal vez he cometido algunos errores.

Sharon lo miró fijamente.

– ¿A quién le vendiste ese oro, Ben? ¿De qué clase de gente hablamos?

Raab tragó saliva. Acercó un poco su silla a la de ella y le rodeó la mano con las suyas.

– Narcotraficantes, Sharon. Colombianos.

Sharon soltó un grito ahogado, debatiéndose entre la risa y la incredulidad.

– Será una broma, Ben.

– Escucha, no sabía quiénes eran, y lo único que hice fue suministrarles el oro, Sharon, tienes que creerme. Pero hay más. Les presenté a alguien, alguien que transformaba ilegalmente lo que les vendía en cosas como herramientas, sujetalibros, adornos de escritorio… y las pintaba. Para poder mandarlas de vuelta a casa.

– ¿A casa? -Sharon entrecerró los ojos y miró a Kate-. No lo entiendo.

– Fuera del país, Sharon. De vuelta a Colombia.

Sharon Raab se llevó la mano a la mejilla.

– Oh, Dios mío, Ben, ¿qué es lo que has hecho?

– Mira, esta gente vino a verme. -Raab le apretó la mano con la suya-. No sabía quiénes eran ni a qué se dedicaban. Era una empresa exportadora. Hice lo de siempre: les vendí oro…

– Pues no lo entiendo -le interrumpió Kate-. ¿Cómo pueden detenerte por eso?

– Por desgracia, es un poco más complicado, corazón -respondió su padre, volviéndose hacia ella-. Los puse en contacto con alguien que les proporcionaría lo que querían, y también recibí pagos, lo que hace que parezca que estaba metido en el ajo.

– ¿Lo estabas?

– ¿Si estaba qué, Sharon?

– ¿Estabas metido en el ajo?

– Claro que no, Sharon. Yo sólo…

– ¿Y a quién diablos les presentaste, Ben? -Sharon alzó la voz, tensa e inquieta.

Raab se aclaró la garganta y bajó la mirada.

– A Harold Kornreich. A él también lo han detenido.

– Por el amor de Dios, Ben, ¿qué habéis hecho?

Kate sintió que se le hacía un nudo en la boca del estómago. Harold Kornreich era uno de los amigos de su padre: se dedicaban a los mismos negocios, iban juntos a ferias. Él y Audrey habían ido a su bar mitzvah. Parecían el típico caso de dos pardillos metidos en un chanchullo sin comerlo ni beberlo. Sólo que su padre no era precisamente un pardillo. Y había aceptado dinero… de delincuentes. Narcotraficantes. No hacía falta ser ningún experto en la Constitución para darse cuenta de que aquello no se resolvería así como así.

– A ver… no hay nada que demuestre que supiera exactamente lo que se cocía -dijo su padre-. Ni siquiera estoy seguro de que de verdad quieran ir a por mí.

– Entonces ¿qué quieren? -preguntó Sharon, con los ojos muy abiertos y expresión preocupada.

– Lo que quieren es que cante.

– ¿Que cantes?

– Que testifique, Sharon. Contra Harold. Y también contra los colombianos.

– ¿En un juicio?

– Sí -respondió, y tragó saliva, resignado-. En un juicio.

– ¡No! -Sharon se levantó. Lágrimas de ira y perplejidad brillaban en sus ojos-. ¿Así es como vamos a seguir con nuestra vida como hasta ahora? ¿Incriminando a uno de tus mejores amigos? No lo harás, ¿verdad, Ben? Sería como admitir que eres culpable. Harold y Audrey son amigos nuestros. Vendiste oro a esa gente; lo que hicieran con él es cosa suya. Vamos a luchar, ¿verdad, Ben? ¿Sí o no?

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