– ¡Tina!
Los ojos de Tina seguían cerrados, los monitores pitaban cadenciosamente. El tubo de la boca no se movió. Sólo había sido uno de esos reflejos involuntarios; Kate ya los había visto antes. Les daban falsas esperanzas. Puede que hubiera apretado demasiado la mano de Tina.
– Venga, Tin… Sé que puedes oírme. Soy yo, Kate. Estoy aquí. Te echo de menos, Tin. Necesito que te pongas bien. Por favor, Tina, necesito que vuelvas conmigo.
Nada.
Kate soltó la mano de su amiga.
¿Cómo podía reprimir su instinto como si nada?, pensó Kate. ¿ Cómo podía fingir que no había nada horrible detrás de lo que había pasado? Seguir con su vida como si nada. Dejarles ganar; no llegar nunca a saberlo. Todo se reducía siempre a la misma pregunta, y ahora esa pregunta tenía que responderse.
¿Quién había denunciado a su padre? ¿Cómo había empezado el FBI a fijarse en él?
Quedaba una persona que aún lo sabía.
– Todos dicen que debería dejarlo correr -dijo Kate-, pero si fueras tú, querrías saberlo, ¿verdad, Teen?
Kate acarició el cabello de su amiga. El respirador zumbó. El monitor cerebral pitó.
«No, no van a ganar.»
Kate llamó a la puerta de la lúgubre casa de los años setenta de Huntington, Long Island. El inmueble estaba pidiendo a gritos una capa de pintura. El hombre fornido de gruesas gafas abrió la puerta. En cuanto la vio, dirigió la mirada hacia la calle, por detrás de ella.
– No tendrías que estar aquí, Kate.
– Howard, es importante, por favor…
Howard Kurtzman miró el brazo en cabestrillo de Kate, y su mirada se volvió más dócil. Abrió la mosquitera y la dejó pasar. La llevó hasta la sala de estar, un espacio poco iluminado de techo bajo, con muebles de madera oscura y tapicería descolorida que parecía llevar años sin cambiarse.
– Ya te lo dije en Nueva York, no puedo ayudarte, Kate. Que estés aquí no es bueno para ninguno de los dos. Te voy a dar un minuto, quieras lo que quieras. Luego puedes salir por la puerta del garaje.
– Howard, sé que sabes lo que pasó. Tienes que contármelo.
– Howard, ¿hay alguien?
Su mujer, Pat, salió de la cocina. Al ver a Kate, se quedó de piedra.
A lo largo de los años, Kate había coincidido con ella varias veces en fiestas de la oficina.
– Kate… -dijo mirando el cabestrillo y luego a Howard.
– Los dos lo sentimos cuando nos enteramos de lo de Sharon -dijo Howard. Le hizo señas a Kate para que se sentara, pero ella se quedó apoyada en el brazo acolchado del sofá-. Le tenía mucho cariño a tu madre. Siempre se mostraba agradable conmigo. Pero ahora ya te has dado cuenta, ¿no? Son mala gente, Kate.
– ¿Crees que van a olvidarse de ti sin más, Howard? ¿Crees que van a dejar que te vayas, que se va a acabar sólo porque mires a ambos lados de la calle antes de abrir la puerta? Mi madre está muerta, Howard. Mi padre… no tengo ni idea de dónde está, ni siquiera de si está vivo. Para él no se acabó. -Kate cogió una foto enmarcada de la familia de Howard: hijos mayores, nietos sonrientes-. Ésta es tu familia. ¿Crees que eres libre? Mírame. -Le mostró el cabestrillo-. Sabes algo, Howard. Lo sé: alguien te presionó para que lo denunciaras.
Howard se ajustó las gafas.
– No.
– Entonces te pagaron. Por favor, Howard, me importa un bledo lo que hiciste; no estoy aquí por eso. Sólo necesito saber cosas de mi padre.
– Kate, no tienes ni idea de dónde te estás metiendo -respondió él-. Ahora estás casada. Múdate; rehaz tu vida. Forma una familia.
– Howard -insistió Kate cogiendo su mano fofa y fría-. No lo entiendes. ¡A quienquiera que estés protegiendo, también intentó matarme!
– A quienquiera que esté protegiendo… -Howard miró a su mujer y luego cerró los ojos.
– Justo después de que me encontrara contigo -dijo Kate-, en el río Harlem, donde voy a remar. ¿Nos observaba alguien, Howard? ¿Sabía alguien que preguntaba por él? Sé cosas de mi padre. Sé que no era exactamente quien yo creía que era. Pero, por favor… mi madre trataba de decirme algo cuando la mataron. ¿Por qué me ocultas cosas?
– ¡Porque es mejor que no lo sepas, Kate! -El contable la miró-. Porque nunca existió ningún puñado de pisapapeles chapados en oro ni Paz Exports. Siempre les vendimos el oro. No lo entiendes… ¡a eso se dedicaba tu padre!
Kate le devolvió la mirada.
– ¿Qué…?
Howard se quitó las gafas. Se tocó la frente; tenía la tez de un blanco lechoso.
– Debes creerme -dijo-. En ningún momento, jamás pensé que esto pudiera hacer daño a nadie. Y menos a Sharon. -Se dejó caer en una silla-. Ni, que Dios me perdone, a ti.
– Alguien te presionó, ¿verdad, Howard? -Kate se le acercó y se arrodilló delante de él-. Te prometo que nunca volverás a saber de mí. Pero, por favor, tienes que decirme la verdad.
– La verdad -replicó el contable sonriendo débilmente- no es para nada la que tú crees, Kate.
– Pues dímela. Acabo de enterrar a mi madre, Howard. -Kate nunca había estado tan decidida-. Esto tiene que acabarse, ahora.
– Te dije que no te metieras, ¿verdad? Te dije que era algo que no te convenía saber. ¡A eso nos dedicábamos! Manejábamos dinero para los colombianos, Kate, los amigos de tu padre. Así es como pagasteis la casa, los coches de lujo. ¿Crees que fui desleal? Quería a tu padre, Kate. Hubiera hecho cualquier cosa por él. -Apretó los labios y asintió-. Y lo hice.
– ¿Qué quieres decir con que lo hiciste, Howard? ¿Quién te pagó para que lo delataras? Tienes que decírmelo, Howard. ¿Quién?
Cuando contestó, fue como si se le estrellara encima un meteoro a velocidad inimaginable, un mundo que acababa con un destello y otro que se erguía en medio de la desolación, estallando ante sus ojos.
– Ben. -El contable levantó la mirada, con los ojos llorosos y muy abiertos-. Ben me ordenó que fuera al FBI. Sí que me pagaron: tu padre, Kate.
Kate recordó la escena en el largo viaje que la llevó de vuelta a la ciudad. En medio del traqueteo del vagón de la línea de ferrocarriles de Long Island y la masa de pasajeros anónimos, las palabras de Howard le ardían en la cabeza como restos de un naufragio en llamas.
«Sí que me pagaron: tu padre, Kate.»
Le pagó para que filtrara información al FBI, para que lo denunciara. ¿Por qué? ¿Por qué iba a querer su padre destrozar su propia vida, las vidas de quienes quería? ¿Por qué iba a querer que lo encarcelaran, testificar, tener que esconderse? ¿Cómo podía Kate desenterrar quién era él, por qué había hecho eso, de qué era capaz, a partir de todo aquel confuso rompecabezas en que se había convertido su propia vida?
La voz le llegó desde el fondo de la memoria. Una escena lejana a la que no había vuelto desde que era niña. La voz de su madre, desesperada y confusa, por encima del traqueteo del tren, hizo estremecer y temblar a Kate, incluso ahora.
– Tienes que elegir, Ben. ¡Ya!
¿Por qué recuperaba eso ahora? Lo único que quería era encontrar un sentido a lo que Howard le había dicho.
¿Por qué ahora?
Se vio a sí misma en el recuerdo. Tendría cuatro o cinco años. Era en la vieja casa de Harrison. Se había despertado en mitad de la noche. Había oído voces. Voces enfadadas. Salió de la cama a hurtadillas y fue hasta el rellano donde acababan las escaleras.
Eran sus padres. Estaban discutiendo, y cada palabra la sobresaltaba. Estaba algo asustada. Sus padres nunca discutían. ¿Por qué estaban tan enfadados?
Kate se sentó. Ahora podía distinguir sus voces perfectamente. Envuelto en la neblina de los años, le vino todo a la memoria. Sus padres estaban en la sala de estar. Su madre estaba disgustada, contenía las lágrimas. Su padre gritaba. Nunca antes lo había oído hablar así. Se acercó más al pasamanos. Ahora lo oía claramente, en el tren.
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