Tras las oraciones, el rabino pronunció unas palabras. Cuando acabó, Kate subió a la bimah. Y miró hacia los bancos repletos pero silenciosos. Greg sonrió, animándola. Estar ahí le suponía un esfuerzo sobrehumano, pero alguien tenía que hablar por su madre. Contempló los semblantes conocidos llenos de lágrimas. La abuela Ruth. La tía Abbie, la hermana de mamá.
– Estoy aquí para contaros algunas cosas sobre mi madre -dijo Kate-, Sharon Raab.
Era agradable decirlo en voz alta. Proclamarlo. Kate reprimió un torrente de lágrimas y sonrió.
– Seguro que ninguno de vosotros supo nunca lo mucho que a mamá le gustaba bailar.
Les contó lo de West Side Story, y lo mucho que a Sharon le gustaba ver reposiciones de Todo el mundo ama a Raymond después de las noticias de la noche, aunque a veces tuviera que escabullirse a la sala de estar para no molestar a su padre. Y lo de cuando consiguió por primera vez sostenerse sobre la cabeza haciendo yoga, ella sola, y los llamó a todos a grito pelado para que bajaran al sótano a verlo.
– Y allí estaba mamá, cabeza abajo, sin dejar de repetir: «¡Mirad! ¡Mirad!». -Los dolientes se echaron a reír-. ¡Todos pensamos que se estaba quemando la casa!
Kate les explicó lo mucho que la había cuidado su madre cuando enfermó, cómo había hecho tablas y horarios para que se controlara la insulina. Y que cuando su vida cambió repentinamente, dando «este giro surrealista e inesperado», ella también había cambiado.
Pero jamás había perdido el orgullo.
– Mantenía unida a la familia. Era la única capaz de hacerlo. Gracias, mamá -dijo Kate, y añadió-: Sé que nunca te pareció haber hecho lo suficiente, pero lo que no sabías es que bastaba con estar a nuestro lado. Voy a echar de menos esa sonrisa y el brillo de tu mirada. Pero sé que con sólo cerrar los ojos estarás justo ahí, a mi lado…, siempre. Oiré esa dulce voz diciéndome que me quieres y que todo saldrá bien. Como siempre. Doy gracias por haber disfrutado de tu presencia en mi vida, mamá. De verdad que ha sido increíble tener a una persona así como guía.
Al final, un violonchelista interpretó Somewhere de West Side Story. Kate, Justin y Em siguieron el ataúd de Sharon hasta el final del pasillo. Se detuvieron y rodearon con los brazos a personas con los semblantes llenos de lágrimas. Gente a quien tal vez no volvería ver. Kate se detuvo en la puerta. Disfrutó de un momento de paz absoluta. «Mira, mamá, saben quién eres.»
Luego el coche fúnebre encabezó la procesión hasta el cementerio de Westchester, donde la familia tenía un nicho familiar. Siguieron a pie el ataúd hasta un pequeño montículo que daba a la puerta del cementerio. Bajo un toldo de piceas había un gran agujero en el suelo. Su abuelo, el padre de Sharon, estaba enterrado allí, y ahora su madre. Había un espacio vacío al lado para su padre, Ben Raab. Sólo asistió la familia. Justin recostó la cabeza sobre el hombro de la tía Abbie y empezó a sollozar. Se había derrumbado de pronto. Kate rodeó a Emily con el brazo. El rabino recitó una plegaria final.
Bajaron a su madre a la tumba.
El rabino les dio lilas blancas. Uno por uno, cada uno de los asistentes se acercó y arrojó una flor sobre el ataúd. La abuela Ruth, que tenía ochenta y ocho años. La tía Abbie y su marido, Dave. Los primos de Kate, Matt y Jill, que habían venido desde la universidad. Todos arrojaron una flor, hasta que no se distinguieron los pétalos y quedó como una colcha blanca.
Kate fue la última. Ella y Greg permanecieron en silencio, con el ataúd a sus pies. Él le apretó la mano. Kate levantó los ojos un momento y a lo lejos, en la carretera, vio a Phil Cavetti y a dos agentes esperando en los coches. Se le heló la sangre.
«No pienso abandonar -prometió-. Pienso averiguar quién hizo esto, mamá.»
Arrojó la última flor.
«Pienso averiguar lo que querías decirme. Voy a atrapar a esos hijos de puta. Cuenta con ello, mamá. Te quiero. No pienso olvidarte ni un segundo. Adiós.»
Pasaron dos semanas. El brazo de Kate se iba curando poco a poco, pero no estaba lista para volver al laboratorio. Aún sentía demasiada ira; las heridas internas estaban demasiado tiernas. Le parecía que era ayer cuando había visto morir a su madre en sus brazos.
Kate seguía sin tener ni idea de si su padre estaba vivo o muerto. Lo único que sabía era que un mundo nuevo le había estallado en la cara; un mundo que odiaba. Ya había pasado un año desde que su familia se había escondido. Su madre estaba muerta, su padre había desaparecido. Todas las verdades habían resultado ser mentiras.
Cuando se sintió lo bastante fuerte, Kate fue a Bellevue a ver a Tina.
Su amiga seguía en coma profundo, entre 9 y 10 según la escala de coma de Glasgow. Ahora estaba ingresada en una planta de traumatología de larga duración. Aún estaba conectada a un respirador y le estaban poniendo Manitol vía intravenosa para reducir la inflamación cerebral.
Sin embargo, había momentos de esperanza: la actividad cerebral de Tina había aumentado y sus pupilas mostraban indicios de atención. A veces hasta se movía. Aun así, los médicos afirmaban que no había más de un cincuenta y cinco por ciento de posibilidades de que se recuperara o volviera a ser la misma que antes de que le dispararan.
El hemisferio cerebral izquierdo, el que controla el habla y la cognición, había sufrido daños. No sabían qué pasaría.
Sin embargo, había una buena noticia: habían encontrado al atacante de Tina.
Milagrosamente, resultó que al final sí era un asunto de bandas, un rito de iniciación aleatorio, como había dicho la policía. No tenía nada que ver con la situación de Kate. Tenían bajo custodia al chaval de diecisiete años que lo había hecho. Un miembro renegado de la banda lo había delatado. Las pruebas eran aplastantes. Le podría haber tocado a cualquiera que pasara por esa calle aquella misma noche.
Aquello alivió bastante la presión mental de Kate.
Hoy se quedaría con Tina en la estrecha habitación individual mientras Tom y Ellen iban a comer. Los monitores emitían sus constantes pitidos tranquilizadores; su amiga tenía puesto un gotero para mantener a raya la inflamación y otro para alimentarla e hidratarla. Un grueso tubo respiratorio comunicaba la boca con los pulmones. Había unas cuantas fotos pegadas en las paredes y la mesa de la cama, fotos felices: viajes en familia, la graduación de Tina, una de ella y Kate en la playa, en Fire Island. El respirador marcaba el tiempo con un zumbido continuo.
Aún le dolía mucho verla así. Tina parecía tan frágil y pálida… Kate envolvió con los dedos el puño cerrado e inerte de su amiga y le contó lo que había pasado: que había tenido que marcharse una temporada, cómo se había librado por los pelos en el río Harlem y luego lo de Sharon.
– Ya ves, Teen, ¿qué te parece? Nos han disparado a las dos. Sólo que…
Le falló la voz, incapaz de acabar la frase. «Sólo que mi herida se curará.»
– Venga, Tina, necesito que te mejores. Por favor.. Sentada a su lado, oyendo pitar los monitores y el respirador contrayéndose y expandiéndose, la mente de Kate retrocedió en el tiempo. ¿Qué era lo que su madre necesitaba decirle? Ahora nunca lo sabría. La foto… Kate empezaba a pensar que Cavetti bien podía tener razón. Tal vez su padre sí había matado a aquella agente. Tal vez seguía con vida. Su madre ya no estaba; esa respuesta había muerto con ella. ¿Qué hacía él en esa foto?
¿Hasta qué punto estaba su padre relacionado con Mercado? ¿Cuántos años…?
Kate oyó un leve gemido. De repente, sintió que le tiraban del dedo. Casi se le salió el corazón del pecho. Se volvió.
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