Andrew Gross - Código Azul

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El FBI lo llama código azul: cuando se sospecha que la identidad del testigo ha sido descubierta, cuando ha dejado la seguridad del programa, cuando no se sabe si está muerto o vivo… La vida de Kate se convierte en una pesadilla cuando descubre que su padre está involucrado en el caso judicial contra un poderoso cartel de narcos. Todos los miembros de su familia se convierten en testigos protegidos: han de dejar atrás su casa, su ciudad, sus trabajos, sus amigos… toda su vida. Kate se niega a entrar en el programa, aunque eso signifique separarse de los que más quiere. Una vez sola, comienza a descubrir que el FBI y su propio padre le están ocultando algo. Y que a veces, los que tenemos más cerca son los que más hemos de temer. Andrew Gross nos sumerge en el oscuro y peligroso mundo de los testigos protegidos, donde el engaño impregna todos los aspectos de la vida y cualquier paso en falso puede ser el último.

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– Llevas el colgante.

– Nunca me lo quito -respondió Kate.

Se abrazaron por última vez. Entonces Kate saltó del embarcadero y se deslizó por el terraplén hasta el lago.

– Mañana te contaré algo sobre él -dijo su madre.

52

El día siguiente amaneció claro y radiante. Desde la habitación de su hotel junto al centro, Kate veía el estrecho de Puget y el sol reflejándose en los rascacielos de paredes de cristal. Abrió la ventana y el graznido de las gaviotas penetró en la habitación junto con una ráfaga de fresco aire de mar.

Hacía mucho que Kate no se levantaba con tanta expectación.

Sharon llamó sobre las nueve y le dijo que se reuniera con ella a mediodía en un restaurante llamado Ernie's, en el Pike Place Market, el lugar más concurrido que conocía. Kate intentó decidir cómo llenaría las siguientes tres horas. Se puso las mallas de lycra y salió a hacer footing por la avenida Western, deteniéndose de vez en cuando para mirar los coloridos veleros que salpicaban el estrecho, la deslumbrante imagen de los rascacielos perfilándose en el horizonte sobre ella y la punta de la famosa torre que llamaban la «Aguja Espacial». Luego paró a tomar un café y un bollo en un Starbucks que presumía de ser uno de los tres primeros que se habían inaugurado. A eso de las once regresó al hotel, se cambió y se puso una chaqueta acolchada verde y unos vaqueros.

Del hotel a Pike Place Market sólo había un paseo. Kate llegó algo antes de la hora y dio una vuelta por el muelle y las tiendas abarrotadas. Ernie's era un café grande y bullicioso con terraza, justo en el centro del alegre mercado. La plaza estaba llena de jóvenes familias y turistas; los tenderetes pregonaban sus objetos de artesanía, los patinadores se deslizaban entre la bulliciosa multitud, había artistas callejeros, malabaristas, mimos…

Kate se detuvo en un puesto de baratijas y compró un colgante con un pequeño corazón de plata pulida para su madre. Lo que llevaba grabado le pareció divertido.

«Chica de azúcar.»

Mientras esperaba mirando el reloj, el mar y la alegre escena, le vino a la cabeza un viejo recuerdo enterrado en los recovecos de su mente desde hacía mucho.

Estaba en la antigua casa. Tendría ocho o diez años, y ese día no había ido al colegio porque estaba enferma, y ante la poco halagüeña perspectiva de quedarse todo el día en casa recuperándose, le había insistido a su madre para que saliera a alquilarle una película.

– ¿Y si te enseño yo una película? -Su madre sonrió.

Kate no sabía a qué se refería.

Pasaron las horas que siguieron en el suelo del cuarto de estar, Kate en pijama. De una caja de cartón con cosas viejas, Sharon sacó un número manoseado y con pinta de antiguo de Playbill, la revista de teatro, con las esquinas de algunas páginas dobladas.

El original de West Side Story.

– Cuando tenía tu edad, era lo que más me gustaba -dijo su madre-. Mi madre me llevó a verla al teatro Winter Garden de Nueva York. ¿Qué te parece si te llevo?

Kate sonrió.

– Vale.

Entonces su madre metió una casete en el vídeo y encendió el televisor. Las dos, acurrucadas en el sofá, vieron la historia de Romeo y Julieta y sus familias, ahora en la piel de Tony y María, los Sharks y los Jets. A veces su madre cantaba, y se sabía toda la letra -«When you're a Jet, you're a Jet all the way, from your first cigarrette to your last dying day»- y cuando interpretaron el gran número de baile del gimnasio -I like to be in America!-, Sharon se levantó de un salto e imitó los pasos a la perfección, emocionada, bailando en perfecta sincronía con el personaje de Anita, levantando las manos y taconeando. Kate recordaba muy bien cómo la había hecho reír.

– Todas querían ser María -dijo su madre-, porque era la más guapa. Pero yo quería ser Anita por cómo bailaba.

– No sabía que supieras bailar así, mamá -dijo Kate, pasmada.

– ¿A que no? -Su madre volvió a dejarse caer en el sofá con un suspiro de cansancio-. Créeme, hay montones de cosas que no sabes de mí, cariño.

Vieron el resto de la película, y Kate recordaba haber llorado cuando su madre cantó There's a place for us con los fatalmente predestinados Tony y María. Kate recordaba lo cerca que se había sentido de su madre, cómo aquel episodio se convirtió en algo que siempre recordaba con cariño. A lo mejor algún día tendría oportunidad de compartirlo con su propia hija.

Sonrió dulcemente. «Hay montones de cosas que no sabes de mí.»

– ¿Cari…?

Kate se volvió. Sharon estaba de pie ante ella. Llevaba un jersey naranja de cuello alto, gafas de sol de concha y su frondosa melena recogida con un pasador.

– ¡Mamá!

Se abrazaron las dos. Se miraron la una a la otra, ahora a la luz del día. Su madre estaba guapísima. Era estupendo estar allí.

– Si te digo en qué pensaba justo ahora, no te lo vas a creer -le confió Kate algo avergonzada, protegiéndose los ojos del sol.

– Cuéntame… -Sharon sonrió y cogió a Kate por el brazo-. Vamos, tenemos que ponernos al día de muchas cosas.

53

Hablaron de un millón de cosas. De Justin y Emily, de cómo les iba. De cómo estaba Tina. De la diabetes de Kate. De Greg. De que estaba acabando la residencia y había enviado currículos, pero ahora mismo no sabían dónde acabarían el año que viene.

– Igual nos toca venir aquí a vivir con vosotros -dijo Kate con una sonrisa.

– Estaría bien, ¿no?

Hablaron mucho sobre su padre.

Pidieron la comida a un guapo camarero de aspecto atlético, bronceado como un profesor de snowboard. Kate tomó la ensalada de pollo vietnamita y Sharon la ensalada Niçoise. Cada poco se levantaba viento y Kate se apartaba el pelo de los ojos.

Por fin, el viento les concedió una tregua y Sharon se levantó las gafas. Tomó la mano de Kate y, con expresión algo preocupada, le recorrió la línea de la vida en la palma.

– Cariño, creo que deberías decirme por qué estás aquí.

Kate asintió.

– La semana pasada pasó algo, mamá, en el río…

Le contó a su madre lo de la embarcación que casi la había atropellado y que había partido su bote en dos.

– Oh, Dios mío, Kate… -Sharon cerró los ojos sin soltarle la mano. Cuando volvió a abrirlos, los teñía llenos de lágrimas-. No sabes cuánto siento que estés metida en esto.

– Me parece que ya es tarde para eso, mamá. Creo que siempre ha sido tarde -dijo Kate mientras buscaba la cartera en el bolso-. Tengo algo que enseñarte, mamá.

Sacó la vieja fotografía de su padre que había encontrado en la casa y se la pasó por encima de la mesa.

Sharon la cogió. Kate no tenía claro si la había visto antes; sin embargo, no parecía importar. Sharon levantó la mirada. Sabía lo que era. Sabía lo que significaba. Se veía perfectamente, escrito en las arrugas de su rostro con una mezcla de pesar.

– La has encontrado -dijo Sharon, sin asomo de sorpresa.

– ¿Sabes de qué va? -preguntó Kate-. ¿Qué coño pinta papá ahí, mamá? Está en Colombia, no en España. Mira lo que pone en la puerta, detrás de él. -Su voz empezó a transmitir lo nerviosa que estaba-. ¿Puedes leerlo, mamá?

– Ya sé lo que pone -respondió Sharon, apartando los ojos-. La dejé para ti, Kate.

Kate se quedó mirándola, pasmada.

– Te he escrito casi cada día -dijo su madre, volviendo a dejar la foto en la mesa y alargando la mano para coger la de Kate-. Tienes que creerme. He tratado de explicártelo cien veces… pero nunca fui capaz de pulsar la tecla de «Enviar». Ha pasado tanto tiempo que casi lo había olvidado. Pero no sirve de nada; no desaparece.

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