Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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– ¿Cómo? -pregunta Hans Olofson.

– Cuando sea asesinada la siguiente familia blanca -contesta Peter Motombwane con tranquilidad.

Luka atraviesa la terraza, lo siguen con la mirada y ven que les lleva unos restos de carne a los perros.

– Un delator en mi granja -dice Hans Olofson-. Como es natural, ya estoy empezando a pensar quién puede ser.

– Supongamos que logras saberlo -dice Peter Motombwane-. ¿Qué ocurre entonces? Inmediatamente se designa a otro. Nadie puede negarse, también va incluido un pago. Al final vas a intentar cazar a tu propia sombra. Yo que tú, haría algo totalmente distinto.

– ¿Qué? -pregunta Hans Olofson.

– No pierdas de vista a ese hombre que en realidad dirige el trabajo en tu granja. Hay muchas cosas que no sabes. Pronto habrás estado aquí veinte años, pero desconoces lo que ocurre de verdad. Puedes vivir aquí veinte años más y seguirás sabiendo igual de poco. Crees que has repartido poder y responsabilidad designando a tus capataces, pero no sabes que tienes un hechicero en tu granja, un brujo que es el que manda en realidad. Un hombre insignificante que nunca revela la verdadera influencia que posee. Tú lo ves como uno de los muchos trabajadores que han estado durante mucho tiempo en la granja, uno de los que nunca te causarían problemas. Pero los demás trabajadores le temen.

– ¿Quién? -pregunta Hans Olofson.

– Uno de tus empleados que recoge huevos -responde Peter Motombwane-. Eisenhower Mudenda.

– No te creo -dice Hans Olofson-. Eisenhower Mudenda llegó justo después de marcharse Judith Fillington. Es lo que tú dices, nunca me ha causado problema alguno. Nunca se ha ausentado por haber bebido, nunca ha sido reacio a trabajar más tiempo cuando ha hecho falta. Cuando me topo con él, se inclina hasta llegar casi al suelo. A veces he pensado que su servilismo me irrita.

– ¿De dónde vino? -pregunta Peter Motombwane.

– Apenas me acuerdo -contesta Hans Olofson.

– En realidad no sabes nada acerca de él -dice Peter Motombwane-. Pero lo que digo es cierto. Yo que tú, no lo perdería de vista. Sobre todo demuéstrale que no tienes miedo después de lo que ha ocurrido con Ruth y Werner Masterton. Pero, por supuesto, no reveles nunca que ahora sabes que él es hechicero.

– Nos conocemos desde hace tiempo -dice Hans Olofson-. ¿Y ahora me cuentas algo que seguramente has sabido durante muchos años?

– Ahora es importante -contesta Peter Motombwane-. Además soy un hombre cauto. Soy africano. Sé lo que puede ocurrir si no me ando con mucho cuidado y revelo lo que sé, si olvido que soy africano.

– ¿Qué te ocurriría si Eisenhower Mudenda supiera lo que me has dicho? -pregunta Hans Olofson.

– Probablemente moriría -contesta Peter Motombwane-. Sería envenenado. La magia me alcanzaría.

– No existe la magia.

– Soy africano -argumenta Peter Motombwane.

De nuevo se quedan en silencio cuando pasa Luka.

– Callarse es hablar con Luka -dice Peter Motombwane-. Ha pasado dos veces y las dos veces nos hemos quedado en silencio. Por lo tanto, sabe que hablamos de algo que él no debe oír.

– ¿Tienes miedo? -pregunta Hans Olofson.

– En este momento es razonable tener miedo -responde Peter Motombwane.

– ¿Qué ocurrirá en el futuro? -dice Hans Olofson-. Mis amigos más cercanos han sido masacrados. La próxima vez, un dedo en la oscuridad puede señalar hacia mi casa. Tú eres africano, eres radical. Aunque no pueda creer que seas capaz de cortar cabezas humanas, formas parte de la oposición que, a pesar de todo, existe en este país. ¿Qué crees que va a ocurrir?

– Una vez más estás equivocado -le corrige Peter Motombwane-. Una vez más llegas a una conclusión equivocada, una conclusión blanca. En una situación concreta podría perfectamente levantar un panga y dejarlo caer sobre la cabeza de un hombre blanco.

– ¿Incluso sobre mi cabeza?

– Puede que el límite esté ahí -contesta Peter Motombwane despacio-. Sin duda, creo que le pediría a un buen amigo que te cortara la cabeza en lugar de tener que hacerlo yo mismo.

– Esto sólo es posible en África -dice Hans Olofson-. Dos amigos están sentados tomando té y café juntos, discutiendo la posibilidad de que uno de ellos, en una situación determinada, pueda cortar la cabeza del otro.

– El mundo es así -dice Peter Motombwane-. Las discrepancias son mayores que nunca. Los nuevos constructores de imperios son los traficantes internacionales de armas, que se desplazan entre las distintas guerras ofreciendo su mercancía. El poder de colonización de la gente pobre es hoy mayor que nunca. De los países ricos brotan millones de las llamadas ayudas al desarrollo, pero por cada libra que entra se devuelven dos. Vivimos en medio de una catástrofe, un mundo que arde en llamas a mil grados. La amistad todavía puede darse en los tiempos que vivimos. Pero a menudo no vemos que el suelo que ambos pisamos ya está socavado. Somos amigos, pero ambos llevamos un panga escondido detrás de nosotros.

– Vayamos un poco más allá -dice Hans Olofson-. Tienes esperanzas, sueños. Si te entiendo correctamente, ¿puede convertirse tu sueño en mi pesadilla?

Peter Motombwane asiente con la cabeza.

– Eres mi amigo -dice-, al menos en este momento. Pero naturalmente deseo que todos los blancos se vayan de este país. No soy racista, no hablo del color de la piel. Considero que la violencia es necesaria, no hay otra salida para evitar prolongar el dolor de mi gente. La revolución africana, generalmente, es un espantoso baño de sangre, la lucha política queda siempre ensombrecida por nuestro pasado y nuestras tradiciones. Es posible que podamos unirnos contra un enemigo común si nuestra desesperación es lo bastante grande. Pero luego dirigimos nuestras armas contra los hermanos que están a nuestro lado cuando no pertenecen a la misma tribu que nosotros. África es un animal gravemente herido, de nuestros cuerpos cuelgan lanzas que nos han tirado nuestros propios hermanos. Sin embargo, tengo que creer en un futuro, en otro tiempo, en un continente africano que no esté dominado por tiranos que imitan a los violentos que ha habido siempre. Mi inquietud y mis sueños son los mismos que la inquietud que percibes ahora en este país. Debes entender que esta inquietud extrema es la expresión de un sueño. ¿Pero cómo devolver a la gente los sueños que les han arrebatado la policía secreta y los dirigentes que amasan fortunas robando vacunas que pueden proteger a nuestros hijos contra las enfermedades más comunes?

– Dame un consejo -le pide Hans Olofson-. No es seguro que pueda seguirlo, pero quiero oír tus palabras.

Peter Motombwane mira hacia el jardín.

– Vete -dice-. Vete antes de que sea demasiado tarde. Tal vez estoy equivocado, tal vez pasen muchos años antes de que se ponga el sol para los mzunguz de distinto color de piel que hay en este continente. Pero si aún estás aquí en ese momento, será demasiado tarde.

Hans Olofson le sigue hasta el coche.

– Los detalles sangrientos -le recuerda.

– Ya me los has dado -dice Peter Motombwane-. Puedo imaginármelos.

– Vuelve pronto -dice Hans Olofson.

– Si no volviera, las personas de tu granja empezarían a dudar -contesta Peter Motombwane-. No quiero que duden, especialmente en momentos de intranquilidad.

– ¿Qué va a ocurrir? -se apresura a preguntar Hans Olofson.

– En un mundo en llamas puede ocurrir de todo -responde Peter Motombwane.

El coche desaparece a trompicones y con los amortiguadores gastados. Cuando Hans Olofson se da la vuelta, ve a Luka en la terraza, inmóvil, mirando en dirección al coche que se ha marchado.

Dos días después, Hans Olofson ayuda a llevar los féretros de Ruth y Werner Masterton a su tumba común, al lado de la hija que había muerto muchos años antes. Son llevados por blancos, que miran con rostros pálidos y serenos los ataúdes mientras los meten en la tierra roja. A cierta distancia están los trabajadores negros. Hans Olofson ve a Robert, inmóvil, solo, un rostro sin expresión. La tensión es latente, una rabia conjunta que fluye de los blancos que se han reunido para despedir a Ruth y a Werner Masterton. Muchos llevan armas a la vista y Hans Olofson piensa que se halla en medio de un entierro que en cualquier momento puede convertirse en una lucha armada.

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