Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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Hans Olofson aprende de los granjeros que han vivido muchos años en el país que en realidad nunca muere nada. No es raro que reaparezca un movimiento político y religioso desaparecido hace mucho tiempo, cosa que aumenta la veracidad de las palabras de Luka.

Hans Olofson descarta aceptar voluntarios como refuerzo en su propia casa. Al atardecer se refugia tras sus barreras y cena en soledad, después de decirle a Luka que se marche.

Aguarda a que ocurra algo. El cansancio lo consume, el miedo corroe su espíritu. Sin embargo, está firmemente decidido a quedarse. Piensa en Joyce y sus hijas. Personas que viven apartadas de todos los movimientos clandestinos, personas que tienen que luchar a diario por su propia supervivencia.

La lluvia cae con violencia y retumba sobre las chapas de su tejado durante las largas y solitarias noches.

Una mañana se encuentra a un hombre blanco en la puerta de su casa. Alguien a quien nunca ha visto. Para su sorpresa, se dirige a él en sueco.

– Estaba preparado para esto -dice el desconocido riendo-. Sé que eres sueco. Te llamas Hans Olofson.

Se presenta como Lars Häkansson. Trabaja como experto de Cooperación para el Desarrollo, según le explica. Ha sido enviado por ASDI para supervisar la ampliación de estaciones de enlace para telecomunicaciones, con fondos suecos de Cooperación para el Desarrollo. Su encargo consiste en algo más que ir a visitar a un sueco que casualmente vive en Kalulushi. Hay una zona elevada, propiedad de Hans Olofson, adecuada para colocar una de las estaciones de enlace. Una torre de acero con un repetidor en el extremo superior. Un cercado, un camino transitable. Una extensión total de cuatrocientos metros cuadrados.

– Naturalmente se te pagará si no estás dispuesto a prescindir de tu terreno -dice Lars Häkansson-. Seguro que seremos capaces de arreglarlo de modo que puedas recibir el dinero en una moneda conveniente, en dólares, libras o en marcos alemanes.

A Hans Olofson no se le ocurre ningún motivo para negarse.

– Telecomunicaciones -dice-. ¿Líneas telefónicas o televisión?

– Ambas cosas -responde Lars Häkansson-. Los repetidores envían y reciben las ondas electromagnéticas que la persona decida. Las señales de televisión se recogen de un receptor de televisión, los impulsos telefónicos se lanzan a un satélite situado por encima del meridiano cero, que seguidamente transmite las señales hasta cada teléfono que pueda haber en todo el mundo. África se incorpora a una realidad.

Hans Olofson invita a Lars Häkansson a tomar café.

– Aquí vives bien -dice Lars Häkansson.

– El país está intranquilo -contesta Hans Olofson-. Ya no estoy tan seguro de que sea bueno vivir aquí.

– He estado diez años fuera -dice Lars Häkansson-. He trazado los enlaces de comunicación en Guinea Bissau, Kenia y Tanzania. Por todos lados hay intranquilidad. Como experto de Cooperación para el Desarrollo no lo percibo demasiado. Eres un santo porque repartes cantidades millonadas que salen de las mangas de tu camisa. Los políticos te hacen reverencias, militares y policías te saludan al llegar.

– ¿Militares y policías? -pregunta Hans Olofson.

Lars Häkansson se encoge de hombros y hace muecas.

– Enlaces y repetidores -continúa-. Cualquier tipo de mensaje se puede enviar a través de la nueva tecnología. Policías y militares pueden controlar mejor lo que ocurre en las alejadas zonas periféricas. En una situación de crisis, los hombres que tienen las llaves pueden interrumpir una retransmisión alborotadora. El parlamento sueco prohíbe a Cooperación para el Desarrollo que colabore con cualquier tipo de objetivo que no sea civil. ¿Pero quién va a controlar para qué se utilizan las estaciones de enlace? Los políticos suecos no han entendido nunca la verdadera realidad del mundo. Los hombres de negocios suecos la han entendido mucho mejor. Por eso los hombres de negocios nunca se meten en política.

Lars Häkansson es fuerte y decidido. Hans Olofson envidia la seguridad que muestra.

«Aquí estoy sentado entre huevos», piensa. «Mis uñas están llenas de mierda de gallina.» Mira las manos limpias de Lars Häkansson, su chaqueta caqui bien confeccionada. Se imagina que Lars Häkansson es un hombre feliz de unos cincuenta años de edad.

– Voy a quedarme aquí dos años -dice-. Tengo mi base en Lusaka, una casa magnífica en la Independence Avenue. Es una garantía vivir en un lugar donde casi a diario puedes ver pasar al presidente con su escolta. Supongo que antes o después me invitará al State House para presentar este maravilloso regalo sueco. Ser sueco en África hoy en día es mejor que ser sueco en Suecia. Nuestro afán de ayudar al desarrollo nos abre puertas y accesos a palacios.

Hans Olofson le refiere algunos pasajes escogidos de su vida en África.

– Enséñame la granja -dice-. He leído algo en los periódicos acerca de un atraco con varios asesinatos en una granja por esta zona. ¿Ocurrió cerca de aquí?

– No -responde Hans Olofson-. Ocurrió bastante lejos de aquí.

– En Småland también los agricultores pueden ser asesinados -dice Lars Häkansson.

Suben a su todoterreno, que está casi sin usar. Dan una vuelta por la granja, van a ver uno de los gallineros. Hans Olofson le enseña su escuela.

– ¿Todavía os acostáis con las hijas antes de que se casen, como los terratenientes de antaño? ¿O lo habéis dejado, ahora que toda África tiene sida?

– Nunca lo he hecho -responde Hans Olofson en tono indignado.

Fuera de la casa de Joyce Lufuma, dos de las hijas mayores lo saludan. Una tiene dieciséis años y la otra quince.

– Una familia a la que cuido especialmente -le cuenta Hans Olofson-. Quisiera mandar a esas dos chicas a estudiar en Lusaka. Lo que pasa es que no sé cómo hacerlo.

– ¿Qué problema tienes? -pregunta Lars Häkansson.

– En realidad todos -contesta Hans Olofson-. Han crecido en una granja aislada, el padre murió en un accidente. Apenas han visitado Chingola o Kitwe. ¿Cómo van a poder acostumbrarse a vivir en una ciudad como Lusaka? No tienen parientes cercanos allí, ya lo he averiguado. Como chicas, están desprotegidas, careciendo además de una familia que las defienda del entorno. Lo mejor habría sido que hubiera podido enviar a toda la familia, a la madre y sus cuatro hijas. Pero ella no quiso.

– ¿Qué habrían estudiado? ¿Para ser profesoras o para ser enfermeras?

Hans Olofson asiente con la cabeza.

– Enfermería -dice-. Seguramente lo harían muy bien. El país necesita enfermeras, ambas cosas son necesarias.

– Para un experto en cooperación no hay nada imposible -dice Lars Häkansson rápidamente-. Puedo arreglarte las cosas. Hay dos habitaciones de servicio en mi casa de Lusaka, de las cuales sólo se usa una. Pueden vivir allí. Yo cuidaré de ellas.

– No me atrevo a pedirte algo así -se excusa Hans Olofson.

– En el mundo de la cooperación hablamos de mutual benefit -argumenta Lars Häkansson-. Tú cedes tu colina a ASDI y a los nativos de Zambia a cambio de una compensación razonable. Yo dispongo de un apartamento de servicio sin utilizar para dos chicas ávidas por estudiar. Eso también es un aporte al desarrollo de Zambia. Puedes estar seguro. Yo también tengo hijas, mayores, por supuesto, pero recuerdo cuando tenían esa edad. Pertenezco a una generación de hombres que velan por sus hijas.

– Naturalmente, yo respondería de ellas -dice Hans Olofson.

– Ya lo sé -contesta Lars Häkansson.

Otra vez, Hans Olofson no encuentra ninguna excusa para rechazar una invitación de Lars Häkansson.

Hay algo que le preocupa, aunque no sabe qué es. «En África no hay soluciones sencillas», piensa. «La efectividad sueca aquí no es normal. Pero Lars Häkansson es convincente, su ofrecimiento es idealista.»

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