Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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Un hombre de avanzada edad se para de repente frente a ellos. Hans Olofson ve que el hombre va descalzo.

– Louis se encargará de ti mientras estés aquí -dice Ruth-. Cuando te vayas puedes darle algo de dinero. Pero no demasiado. No le estropees.

Hans Olofson se preocupa porque el hombre lleva la ropa rota. Los pantalones tienen dos grandes agujeros en las rodillas, como si se hubiera pasado la vida arrastrándose. La descolorida camisa está deshilachada y llena de remiendos.

Hans Olofson mira por una ventana y ve un extenso parque. Sillones blancos de mimbre trenzado, una mecedora de madera del mismo color. De pronto se oye afuera, en alguna parte, la voz indignada de Ruth, una puerta que se cierra. Se oye correr el agua del cuarto de baño.

– La bañera está preparada, Bwana -dice Louis, que está detrás de él-. Las toallas están encima de la cama.

Hans Olofson siente indignación ante esas palabras.

«Tengo que decir algo», piensa. «Quiero que entienda que yo no soy uno de ellos, sino un visitante casual que no tiene costumbre de compartir sirvientes.»

– ¿Llevas mucho tiempo aquí? -pregunta.

– Desde que nací, Bwana -responde Louis.

Después sale de la habitación y Hans Olofson se arrepiente de haberle hecho esa pregunta. «Es la pregunta de un señor a un servidor», piensa. «A pesar de que la hago con la mejor intención, me convierto en falso y mezquino.»

Se sumerge en la bañera y se pregunta qué posibilidades le quedan de huir.

Se ve a sí mismo como un tramposo cansado de intentar que no lo descubran.

«Me ofrecen ayuda para llevar a cabo una misión absurda», piensa. «Están dispuestos a llevarme a Kalulushi y a ayudarme después a encontrar el último medio de transporte que vaya a la misión en las regiones salvajes. Se molestan en hacer algo que es sólo un impulso egocéntrico, un viaje de turismo motivado por un sueño artificial.

»E1 sueño de Mutshatsha murió con Janine. ¿Saqueo su cadáver al llevar a cabo esta huida a un mundo con el que no tengo nada en común? ¿Se puede estar celoso de alguien que ha muerto? ¿Celoso de su voluntad, de sus sueños bien definidos a los que se aferraba a pesar de que nunca podría convertirlos en realidad?

»¿Cómo puede un ateo, alguien que no es creyente, hacerse cargo repentinamente del sueño de ser misionero, de ayudar a la gente humillada y pobre, con una razón religiosa como fuente principal de energía?»

En la bañera toma la decisión de volver, de pedir que lo lleven de nuevo a Kitwe dando cualquier explicación creíble como motivo para cambiar sus planes.

Se viste y sale al gran parque. Bajo un alto árbol que despliega su amplia sombra hay un banco que está hecho de un solo bloque de piedra. Apenas le da tiempo a sentarse cuando llega el sirviente con una taza de té. De repente ve a Werner Masterton de pie frente a él, vestido con un desgastado mono de trabajo.

– ¿Quieres ver la granja? -pregunta.

Se sientan en el jeep, que está recién limpiado. Werner apoya sus grandes manos sobre el volante después de ajustarse a la cabeza un sombrero raído. Pasan por delante de largas filas de gallineros y pastizales. De vez en cuando frena el coche e inmediatamente llega el empleado negro corriendo. Reparte órdenes en una mezcla de inglés y otro idioma que Hans Olofson no conoce.

Hans Olofson tiene todo el rato la sensación de que Werner hace equilibrios en un lugar resbaladizo donde puede ser atacado en cualquier momento.

– Es una granja grande -dice cuando continúan.

– No especialmente -responde Werner-. En otros tiempos seguro que habría ampliado la superficie. Ahora ya no se sabe nada. Puede que confisquen las granjas de los blancos. Por envidia, descontentos de que seamos muchísimo más capaces que los granjeros negros que empezaron después de la independencia. Nos odian por nuestra capacidad, por nuestra habilidad para organizar y hacer que las cosas funcionen. Nos odian porque ganamos dinero, porque tenemos mejor salud y vivimos más tiempo. La envidia forma parte de la herencia africana. Pero sobre todo nos odian porque no nos afecta la magia negra.

Pasan por delante de un pavo real que despliega su colorido plumaje.

– ¿La magia negra? -pregunta Hans Olofson.

– Un africano que triunfa se expone siempre a la magia negra -dice Werner-. Las brujerías que se practican pueden ser sumamente eficaces. Si hay algo que los africanos conocen bien, es cómo mezclar venenos mortales. Ungüentos que se untan en un cuerpo, hierbas que se camuflan como verduras comunes. Un africano dedica más tiempo a cultivar su odio que a cultivar su tierra.

– Hay muchas cosas que desconozco -afirma Hans Olofson.

– En África uno no aumenta sus conocimientos -responde Werner-. Disminuyen cuando crees que vas entendiendo.

Inesperadamente, Werner interrumpe la conversación y frena enfurecido.

Hay un trozo de cerca rota en el suelo y, cuando llega un africano corriendo, Hans Olofson ve asombrado que Werner lo coge de la oreja. Es un hombre adulto de unos cincuenta años, pero su oreja está colgando en la terrible mano de Werner.

– ¿Por qué no se ha arreglado? -ruge-. ¿Cuánto tiempo lleva rota? ¿Quién la ha roto? ¿Dónde está Nkuba? ¿Está borracho de nuevo? ¿Realmente quién puede responder? Dentro de una hora tiene que estar arreglada. Dentro de una hora estará aquí Nkuba.

Werner empuja al hombre hacia un lado y regresa al jeep.

– Sólo puedo estar fuera dos semanas -dice-. Después de dos semanas se viene abajo toda la granja, no sólo el trozo de una cerca.

Paran al lado de una pequeña colina, frente a un amplio pastizal en el que vacas encorvadas se desplazan en lentas manadas. En lo alto de la colina hay una tumba.

JOHN MCGREGOR, KILLED BY BANDITS 1967, lee Hans Olofson en la lápida que hay en el suelo.

Werner está en cuclillas fumando su pipa.

– Lo primero que uno piensa cuando cae en una granja es en elegir el sitio de su sepultura -dice-. Si no me expulsan del país, yo también estaré enterrado aquí algún día, igual que Ruth. John McGregor era un joven irlandés que trabajaba conmigo. Murió con veinticuatro años. Fuera de Kitwe habían puesto un control falso. Cuando se dio cuenta de que había sido detenido por bandidos y no por policías, trató de salir de allí con el coche. Le dispararon con una ametralladora. Si hubiera parado, solamente le habrían quitado el coche y la ropa. Sin duda olvidó que estaba en África, que aquí no se defiende el coche.

– ¿Bandidos? -pregunta Hans Olofson.

Werner se encoge de hombros.

– Vino la policía y dijeron que habían disparado a unos sospechosos durante un intento de fuga. ¿Quién puede saber si eran ellos? Lo importante para la policía era poder justificar a alguien como culpable.

Sobre la tumba hay un lagarto inmóvil. Hans Olofson ve a lo lejos a una mujer negra andando muy despacio por un camino de gravilla. Es como si se dirigiera directamente al sol.

– En África la muerte siempre está presente -dice Werner-. Desconozco el motivo. El calor, todo lo que se pudre, los africanos con su rabia totalmente a flor de piel. No se necesita mucho para excitar a la muchedumbre. Luego matan a cualquiera con un mazo o una piedra.

– Sin embargo vivís aquí -dice Hans Olofson.

– Puede que nos mudemos a Rodesia del Sur -responde Werner-. Pero yo tengo sesenta y cuatro años. Estoy cansado, tengo dificultad para orinar y para dormir. Pero quizá nos vayamos.

– ¿Y quién comprará la granja?

– Tal vez le prenda fuego.

Regresan a la casa blanca y de algún sitio llega un papagayo y se posa sobre el hombro de Hans Olofson.

En vez de comunicarle que ya no es necesario continuar el viaje a Mutshatsha se queda mirando el papagayo, que pellizca la tirilla de su camisa.

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