Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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– Minucias -dijo Monroe a Barker-. Es lo que hay y ni siquiera se molestó en ponerlo bajo llave. Hay unas doscientas libras, un permiso de conducir a nombre de John Peters con una dirección en Lincolnshire, unas cuantas cartas… y lo demás carece de importancia.

– ¿Es auténtico el permiso?

– Robado o comprado. El John Peters que vive en esa dirección está repantigado en su sofá, viendo una película de James Bond… y muy cabreado por el robo de su identidad.

Era una historia bastante habitual.

– ¿Las placas del vehículo?

– Falsas.

– ¿El número del motor? ¿El del capó?

– Dados de baja.

– ¿Las huellas dactilares?

– Eso es lo único que me hace ser optimista. El volante y la palanca de las marchas están llenos de huellas. Suponiendo que esté fichado, mañana sabremos quién es.

– ¿Se sabe algo de Vixen y el Cachorro? ¿Hay algo que nos dé una pista sobre su paradero?

– Nada. Ni siquiera se puede decir que hubiera una mujer y un segundo niño viviendo aquí. Esto es un chiquero, pero no hay ropas de mujer y casi ninguna de niño. -Monroe apartó la caja y comenzó a revisar un montoncito de papeles-. ¡Dios! -dijo, disgustado-. El tipo es un bromista. Aquí hay una carta del jefe de policía asegurándole al señor Peters que la comisaría de Dorset es muy escrupulosa en el trato con los nómadas.

Barker tomó la carta y leyó la dirección.

– Utiliza un apartado de correos de Bristol.

– Entre otros. -Monroe examinó las cartas restantes-. Estas son respuestas oficiales a preguntas sobre los derechos de los nómadas, todas enviadas a varios apartados de correos de diferentes zonas.

Barker se inclinó hacia delante para echarles un vistazo.

– ¿Qué sentido tiene? ¿Acaso quería demostrar que era un auténtico nómada?

– No lo creo. Parece como si quisiera dejar un rastro de papeles. Si lo arrestan, quiere que perdamos el tiempo tratando de seguir sus desplazamientos por todo el país. Lo más seguro es que no haya estado en ninguno de esos lugares. La policía de Bristol podía haber tardado meses en rastrear su pista mientras él estaba todo ese tiempo en Manchester. -Volvió a meter las cartas en la caja-. Una cortina de humo, Martin, algo así como este puñetero autocar. Parece prometedor, pero aquí no hay nada… -negó con la cabeza-, y eso hace que me interese por los proyectos de nuestro amigo. Si se dedica a robar, ¿dónde oculta el botín?

– ¿Hay rastros de sangre? -preguntó Barker-. Bella está convencida de que él liquidó a la madre y al niño pequeño.

Monroe negó con la cabeza.

– Nada visible.

– Los forenses podrían hallar algo.

– No creo que tengan la oportunidad. Con estas pruebas -señaló hacia la caja-, lo más probable es que recibamos la demanda de un abogado. Si aparecen algunos cuerpos, entonces quién sabe… pero eso no va a ocurrir mañana.

– ¿Y los restos en el martillo?

– Si no tenemos ADN o grupos sanguíneos con los que comparar, no nos servirá de nada.

– Podemos detenerlo por agredir a la capitana Smith. Le dio una buena paliza.

– Sí, pero no dentro del vehículo… y de todos modos, lo más probable es que alegue defensa propia. -Echó un vistazo a la bolsa que contenía la navaja-. Si esa sangre es suya, entonces él podría estar en peor estado que ella. ¿Qué estaba haciendo en la mansión? ¿Alguien lo sabe? ¿Has encontrado alguna prueba de que la entrada haya sido forzada?

– No.

El sargento suspiró.

– Todo esto es muy extraño. ¿Qué relación tiene con este lugar? ¿Por qué atacó a la nieta del coronel? ¿Qué está buscando?

Barker se encogió de hombros.

– Lo mejor que podemos hacer es vigilar el autocar y esperar a que vuelva.

– Pues espéralo sentado, colega. Por el momento, no creo que haya nada aquí que le incite a volver.

Nancy bajó a Wolfie al suelo y cerró la puerta a sus espaldas. Le dio la mano.

– Pesas mucho -le dijo, a guisa de explicación-. Me crujen los huesos.

– No tiene importancia -se apresuró a decir él-. Mi mamá tampoco podía tomarme. -Miró al pasillo con nerviosismo-. ¿Nos hemos perdido?

– No. Tenemos que seguir adelante, las escaleras están al final, al doblar la esquina.

– Hay muchas puertas, Nancy.

– La casa es grande -asintió ella-. Pero estamos a salvo. Soy un soldado, no lo olvides, y los soldados siempre consiguen orientarse. -Le dio un leve apretón de mano-. Vamos, poquito a poco, ¿eh?

El niño retrocedió.

– ¿Qué pasa?

– He visto a Fox -dijo, y la luz del pasillo se apagó.

El teléfono de Mark volvió a sonar, avisándole del mensaje de Nancy. Echó un vistazo a la trascocina.

– Voy a subir -dijo a Bella-. Parece que la señora Dawson está asustando a Wolfie.

Ella dejó caer la tapa del congelador.

– Entonces voy con usted, colega -dijo, decidida-. Esa mujer empieza a caerme muy mal. Acabo de ver una puñetera rata sacando la cabeza por detrás del rodapié.

Con todos sus instintos instándola a retroceder, Nancy no se molestó en comprobar si Wolfie tenía razón. Soltó su mano y volvió a abrir la puerta que daba al dormitorio, iluminando por un momento el pasillo mientras empujaba al niño dentro. No perdió tiempo en mirar a sus espaldas, cerró la puerta y se recostó en ella con todo su peso, buscando la llave con la mano izquierda. Demasiado tarde. Fox era más fuerte y pesado que ella y lo único que logró hacer fue retirar la llave para evitar que él los encerrara, impidiendo la llegada de ayuda.

– Corramos hacia el rincón más lejano -dijo a Wolfie-. ¡Ahora!

Vera no se había movido del sitio a donde Nancy la había empujado, pero no hizo nada para obstaculizar el desplazamiento de ambos. Incluso pareció asustarse cuando Fox entró violentamente en la habitación, como si el súbito aumento de actividad la hubiera alarmado. Se volvió hacia la pared mientras el hombre caía de rodillas debido al impulso.

Hubo un instante de calma en el que no ocurrió nada, salvo que Fox cerró la puerta de un puñetazo y después levantó la vista para mirar a Nancy, respirando pesadamente mientras ella se colocaba delante de Wolfie. Fueron unos pocos segundos, muy extraños, durante los cuales pudieron verse y valorarse mutuamente por primera vez. Ella nunca sabría lo que él había visto, pero Nancy veía a un hombre con sangre en las manos que le recordaba la foto de Leo en el comedor. Fox sonrió al ver el miedo en el rostro de ella como si eso fuera lo que buscaba, y después se puso de pie.

– Dame al niño -dijo.

Ella negó enérgicamente con la cabeza, la boca demasiado seca para hablar.

– Pasa el pestillo a la puerta, mamá -ordenó a Vera-. No quiero que Wolfie se escape mientras acabo con esta zorra. -Pero Vera no se movió y él se giró hacia ella, molesto-. ¡Haz lo que te digo!

Nancy aprovechó el momento para poner la llave en la mano de Wolfie a sus espaldas, con la esperanza de que a él se le ocurriera tirarla por la ventana a la primera oportunidad, al mismo tiempo que lo empujaba en dirección a una cajonera a su derecha, sobre la que había dos pesados sujetalibros. Estaban en el lado menos conveniente para su radio de acción, tendría que darle la espalda a Fox para agarrar el más cercano, pero aun así eran lo más parecido a un arma. No se hacía ilusiones sobre su situación. Según la terminología militar estaba jodida… a no ser que ocurriera un milagro.

– ¡Vete! -gritó Vera, golpeando con los puños el aire delante de Fox-. Tú no eres mi hijo. Mi bebé está muerto.

Fox cerró sus dedos en torno a la garganta de la anciana y la aplastó contra la pared.

– Cállate, vieja estúpida. No tengo tiempo que perder. ¿Vas a hacer lo que te digo o tendré que hacerte daño?

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