Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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Mark volvió a ocupar su asiento, poniendo distancia entre ambos.

– Sí, en la medida en que mi predecesor seguía las instrucciones de James -explicó-. Yo lo reemplacé cuando James quiso cambiar las instrucciones sin que Leo fuera informado de ello.

– ¿Y cómo reaccionó Leo?

El abogado miró pensativo al horizonte.

– Ésa es la pregunta del millón de dólares -respondió con lentitud.

Ella lo miró, curiosa.

– Quiero decir, ¿cómo reaccionó con usted?

– Oh, me invitó a beber y a comer hasta que se dio cuenta de que yo no iba a traicionar la confianza de sus padres, y entonces se vengó.

– ¿Cómo?

Mark negó con la cabeza.

– Nada importante. Algo puramente personal. Cuando quiere, puede ser muy carismático. La gente se enamora de él.

En su voz había un dejo de amargura y Nancy sospechó que aquello «puramente personal» había sido muy importante. Se echó hacia delante para apoyar los codos en las rodillas. Tradujo «la gente» como «las mujeres», y «él» por «Leo». Las mujeres se enamoran de Leo… ¿Una mujer? ¿Qué mujer? ¿La mujer de Mark?

– ¿A qué se dedica Leo? ¿Dónde vive?

Para ser una persona que no había querido saber nada de su familia biológica, se sintió extremadamente curiosa con respecto a ellos.

– Es un playboy ludópata, y vive en un chalé en Knightsbridge que pertenece a su padre. -La expresión de desaprobación que apareció en el rostro de Nancy lo divirtió-. Más exactamente, es un parado que no puede hallar empleo porque robó en el banco donde trabajaba, y si pudo evitar la cárcel y la bancarrota fue porque su padre cubrió la deuda. Tampoco se trataba de la primera vez. Ailsa lo había librado un par de veces antes, porque él no podía dejar de jugar.

– ¡Dios mío! -Nancy estaba verdaderamente horrorizada-. ¿Cuántos años tiene?

– Cuarenta y ocho. Pasa todas las noches en los casinos, lleva haciéndolo muchos años… incluso cuando trabajaba. Es un artista del timo, pura y simplemente. La gente cae siempre en sus redes porque sabe venderse muy bien a sí mismo. No sé cuál es su situación en este momento, hace meses que no hablo con él, pero desde que se hizo público el testamento de Ailsa no debe de irle muy bien. Utilizaba su futura herencia como garantía de préstamos privados.

Nancy pensó que eso explicaba muchas cosas.

– No me sorprende que sus padres cambiaran el testamento -dijo con brusquedad-. Si hereda este lugar, lo más seguro es que lo venda o lo pierda jugando a la ruleta.

– Umm…

– ¡Menudo gilipollas! -exclamó ella con desprecio.

– Si se lo presentaran probablemente le encantaría -le avisó Mark-. A todo el mundo le ocurre lo mismo.

– Ni por asomo -dijo Nancy con firmeza-. Conocí a un hombre así y no voy a permitir que ningún otro me engañe de nuevo. Trabajaba como temporero en la granja cuando yo tenía trece años. Todo el mundo pensaba que el sol salía por su trasero, incluyéndome a mí, hasta que me tiró sobre la paja en una de las caballerizas y se sacó la polla. No llegó muy lejos. Me imagino que pensó que era mucho más fuerte que yo y que no iba a resistirme, así que en el momento en que aflojó las manos me escabullí y lo ataqué con una horca. Quizá debí huir, pero pensé en lo farsante que era… Fingiendo ser lo que no era. Siempre he odiado a la gente como ésa.

– ¿Qué le ocurrió a él?

– Cuatro años por agredir sexualmente a una menor -dijo Nancy, mirando la hierba-. Era un mierdecilla… Dijo que yo lo había atacado por orinar contra la pared de la caballeriza, pero grité tanto que otros dos trabajadores llegaron corriendo y lo encontraron hecho un ovillo en el suelo con los pantalones por los tobillos. De no ser por eso creo que habría ganado el juicio. Era su palabra contra la mía y mi madre decía que resultaba muy convincente en el estrado. Al final, el jurado aceptó que un hombre no tiene que bajarse los pantalones para orinar contra una pared, sobre todo cuando la letrina estaba a quince metros.

– ¿Tuvo usted que ir a juicio?

– No. Dijeron que era demasiado joven para ser interrogada. Mi declaración fue presentada por escrito.

– ¿Qué alegó él en su defensa?

Nancy miró al abogado.

– Que yo lo había agredido sin provocación y él no se había defendido porque temía hacerme daño. Su abogado argumentó eso porque había salido peor parado que yo y porque una niña de trece años no podía haber infligido esas heridas a un hombre adulto a no ser que él se lo permitiera, por lo que yo debía ser la agresora. Cuando leí las actas del proceso me puse furiosa. Él me describía como una niña rica y malcriada con mal carácter, que no se lo pensaba dos veces a la hora de maltratar al personal contratado. Cuando pasan cosas como ésa uno termina sintiéndose como en el banquillo de los acusados.

– ¿Le hizo mucho daño?

– No el suficiente. Diez puntos en un tajo en el trasero y visión borrosa por una herida en el borde del ojo. Fue un golpe de suerte… no podía ver bien y por esa razón no se defendió. Si hubiera sido capaz de ver la horca, me la habría quitado y hubiera sido yo la que habría terminado en el hospital. -Su expresión se endureció-. O muerta, como Ailsa.

Diez

Bella subió los escalones de su autocar, se quitó el pasamontañas y se metió los gruesos dedos entre el cabello, donde la piel comenzaba a picarle. El día antes en la reunión, Fox había repartido los abrigos, pasamontañas y bufandas provenientes de los sobrantes del ejército, con instrucciones de utilizarlos cada vez que salieran fuera. En aquel momento no hubiera valido la pena discutir, el frío imperante bastaba para que todos se sintieran agradecidos por la ropa de abrigo, aunque Bella sentía curiosidad por saber para qué necesitaban ocultar sus identidades. Creía que Fox conocía demasiado bien aquel lugar.

Un sonido proveniente de la cocina, separada del resto por cortinas, le llamó la atención. Supuso que se trataba de una de sus hijas, así que estiró la mano para apartar las cortinas.

– ¿Qué ocurre, cariño? Creía que estabas con los chicos de Zadie…

Pero no se trataba de una de sus hijas. Era un niñito flacucho con el cabello rubio hasta los hombros, y ella lo reconoció de inmediato como uno de los «sobrantes» que estaban en el autocar de Fox en Barton Edge.

– ¿Qué coño estás haciendo? -preguntó, sorprendida.

– No fui yo -susurró Wolfie, encogiéndose temeroso de recibir un bofetón.

Bella lo miró por un instante antes de dejarse caer en la banqueta junto a la mesa y sacar una lata de tabaco del bolsillo de su chaqueta.

– ¿Que no fuiste tú? -preguntó mientras abría la lata y sacaba un paquete de papel de fumar Rizla.

– No he cogido nada.

De reojo vio cómo apretaba un trozo de pan en el puño.

– Entonces, ¿quién ha sido?

– No lo sé -dijo, imitando la forma culta de hablar de Fox-, pero no fui yo.

Bella lo miró con curiosidad, preguntándose dónde estaba su madre y por qué el niño no estaba con ella.

– Entonces, ¿qué haces aquí?

– Nada.

Bella colocó el papel de fumar sobre la mesa y extendió el tabaco en el centro en una fina línea.

– ¿Tienes hambre, niño?

– No.

– Pues lo parece. ¿Tu madre no te alimenta bien?

El niño no respondió.

– El pan es gratis -le anunció ella-. Puedes coger todo el que quieras. Lo único que tienes que hacer es decir por favor. -Enrolló el papel de fumar y le pasó la lengua por el borde-. ¿Quieres comer conmigo y con mis niñas? ¿Quieres que le pregunte a Fox si está de acuerdo?

El niño la miró como si fuera una arpía, después salió corriendo y saltó del autocar.

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