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Minette Walters: Las fuerzas del mal

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Minette Walters Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth. En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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Sally Macey, de cuarenta y ocho años, funcionaría de la administración local e intermediaria con los nómadas, dijo anoche que a éstos se les ha entregado la orden oficial de desalojo. Estuvo de acuerdo en que la entrega de esas órdenes no servía de nada. «La duración habitual de la estancia de los nómadas es de siete días -dijo-. Por lo general se marchan antes de que la orden pueda aplicarse. Mientras tanto, les pedimos que eviten tener un comportamiento intimidatorio y que se aseguren de depositar sus desechos en los lugares previamente acordados.»

Pero esto no satisface al señor Harris, quien nos mostró las bolsas de basura tiradas a la entrada de su granja. «Eso estará mañana desparramado por todas partes cuando los zorros comiencen a destrozar las bolsas. ¿Quién va a pagar la limpieza? Un granjero en Devon tuvo que gastarse diez mil libras para limpiar sus tierras después de que se instalara en ellas un campamento la mitad de numeroso que éste.»

Bella Preston se mostró comprensiva. «Si yo viviera aquí tampoco me gustaría. La última vez que celebramos un festival de esta magnitud vinieron dos mil jóvenes de los pueblos cercanos para participar. Estoy segura de que volverá a ocurrir. El espectáculo dura toda la noche y el volumen de la música es ensordecedor.»

Un portavoz de la policía coincidió con su apreciación. «Estamos advirtiendo a los habitantes locales que las molestias provocadas por el raido durarán todo el fin de semana. Por desgracia, es muy poco lo que podemos hacer en este tipo de situaciones. Nuestra prioridad es evitar confrontaciones innecesarias.» Confirmó que era probable la llegada de grupos de jóvenes desde Bournemouth y Weymouth. «Un festival musical gratuito al aire libre es algo muy atractivo; la policía estará allí, pero esperemos que todo transcurra de manera pacífica.»

El señor Harris es menos optimista. «Si no es así, mi granja quedará en medio de una zona de guerra -dijo-. En Dorset no hay suficientes agentes de policía para expulsar a toda esa gente. Tendrán que traer al ejército.»

Bank Holiday [1]

Dos

Barton Edge. Bank Holiday de agosto, 2001

Wolfie, de diez años, hizo acopio de todo su coraje para enfrentarse a su padre. Su madre había visto que otros se marchaban y tenía miedo de atraer una atención indeseada.

– Si nos quedamos demasiado tiempo -dijo al niño, abrazándolo por los hombros con sus brazos flacos y pegando su mejilla a la de él-, los metomentodo vendrán a ver si te han hecho daño, y cuando encuentren los moretones te apartarán de mi lado.

Años atrás, le habían quitado la custodia de su primogénito, y había inculcado en los dos hijos menores un terror cerval a la policía y los agentes sociales. En comparación, los moretones eran un mal menor.

Wolfie trepó al parachoques delantero de la caravana y miró a través del parabrisas. Si Fox dormía, él no entraría por nada del mundo. El hombre se enfurecía cuando lo despertaban. En una ocasión en que Wolfie le había tocado el hombro sin querer, le había hecho un corte en la mano con la afilada navaja que escondía bajo la almohada. La mayor parte del tiempo él y el Cachorro, su hermano pequeño, permanecían sentados debajo de la caravana mientras su padre dormía y su madre lloraba. Aun cuando hacía frío y llovía, ninguno de los dos se atrevía a entrar hasta que Fox no salía.

Wolfie pensó que Fox [2]era un nombre adecuado para su padre. Cazaba de noche, protegido por la oscuridad, deslizándose sin ser visto de una sombra a otra. A veces, la madre mandaba a Wolfie a buscar a Fox, para saber qué estaba haciendo, pero el niño tenía demasiado miedo a la navaja y no se atrevía a alejarse mucho. Había visto a Fox utilizarla con animales, había escuchado el balido trémulo de un venado mientras el hombre le seccionaba lentamente la garganta, y el gemido gorgoteante de un conejo. Fox nunca mataba con celeridad. Wolfie no sabía por qué, pero el instinto le decía que Fox disfrutaba con el miedo.

El instinto le decía muchísimas cosas sobre su padre, pero él lo mantenía todo a buen recaudo dentro de su cabeza junto con extraños recuerdos vagos de otros hombres y otras épocas en las que Fox no había estado. Ninguno de ellos tenía la suficiente consistencia para persuadirlo de que eran verdaderos. Para Wolfie, la verdad era la horripilante realidad de Fox y los dolorosos retortijones de hambre permanente que sólo se calmaban durante el sueño. No importa cuáles fueran los pensamientos que pudiera tener en su cabeza, él había aprendido a mantener la lengua quieta. Si rompías alguna de las reglas de Fox probabas la navaja, y la regla más rígida de todas era «nunca hables a nadie sobre la familia».

Su padre no estaba en la cama, por lo que Wolfie, con el corazón latiéndole salvajemente, hizo acopio de fuerzas y subió al autocar por la puerta de delante, que estaba abierta. A lo largo del tiempo había aprendido que la mejor manera de aproximarse a aquel hombre era actuando como un igual -«nunca muestres cuánto miedo tienes», le decía siempre su madre-, por lo que asumió una postura propia de John Wayne y avanzó a paso lento por lo que alguna vez fuera el pasillo entre las filas de asientos. Podía oír cómo salpicaba el agua y supuso que su padre estaba tras la cortina que proporcionaba cierta intimidad al área de aseo.

– Hey, Fox, socio, ¿qué estás haciendo? -dijo, de pie al otro lado de la cortina.

El sonido del agua cesó de inmediato.

– ¿Por qué lo preguntas?

– No tiene impotancia.

La cortina se desplazó a un lado, mostrando a su padre desnudo de cintura para arriba. Las gotas de agua se deslizaban por los velludos brazos que acababa de sacar de la vieja palangana de hojalata, que hacía las veces de bañera y lavabo.

– ¡Importancia! -dijo, con brusquedad-. No tiene importancia. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

El niño retrocedió pero se mantuvo en su sitio. La mayor parte de su confusión con respecto a la vida provenía de la ilógica disparidad entre el comportamiento de su padre y su manera de hablar. Para el oído de Wolfie, Fox hablaba como un actor que sabía cosas que los demás desconocían, pero la ira que lo movía era algo que el niño nunca había visto en el cine. Excepto, quizá, en Cómodo en Gladiator , o el sacerdote de los ojos húmedos en Indiana Jones y el templo maldito, que le arrancaba el corazón a la gente. En los sueños de Wolfie, Fox siempre era uno o el otro, y por esa razón su apellido era Evil [3].

– No tiene importancia -repetía con solemnidad.

Fox echó mano a su navaja.

– Entonces, ¿por qué preguntas qué estoy haciendo si no te interesa la respuesta?

– Es sólo una manera de decir hola. Como en el cine. Hey, socio, ¿qué pasa, qué haces? -Levantó la mano para que se reflejara en el espejo junto al hombro de Fox, mostrando la palma y los dedos separados-. Entonces, se chocan los cinco.

– Ves demasiadas películas de mierda. Comienzas a hablar como un yanqui. ¿Dónde las ves?

Wolfie eligió la explicación menos alarmante.

– Ese chico del que el Cachorro y yo nos hicimos amigos, en el último sitio. Vivía en una casa… Nos dejaba ver el vídeo de su madre cuando ella estaba en el trabajo.

Aquello era verdad… hasta cierto punto. El niño los llevó a su casa hasta que la madre se enteró y los echó de allí. La mayor parte del tiempo, Wolfie hurtaba dinero de la caja de hojalata escondida bajo la cama de sus padres cuando Fox salía, y lo usaba para comprar entradas de cine cuando se hallaban cerca de una ciudad. Wolfie no sabía de dónde salía ese dinero o por qué había tanto, pero Fox nunca pareció notar que faltaba algo.

Fox soltó un gruñido de desaprobación mientras usaba la punta de la navaja para rascarse las zonas afeitadas de su tupida cabellera.

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