Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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Jane asintió con pesar.

– James me hizo chantaje durante cinco años después de que regresáramos de Hong Kong. Al final, le pagué más de diez mil libras, que era todo el dinero que me había dejado mi madre. -La voz le tembló-. Cesó cuando le envié copias de los recibos de mi banco donde se veía que no me quedaba nada para darle, pero me advirtió que regresaría. -Guardó silencio durante un momento, luchando para conservar el control-. No volví a tener noticias de él ni a verlo, hasta ese horrible día en que salió de Cedar House.

Cooper estudió con compasión la inclinada cabeza. Sólo podía suponer que había tenido una aventura con James Gillespie y que Mathilda lo había descubierto, pero ¿por qué resultaba tan difícil de confesar después de tantos años?

– Todo el mundo tiene algún esqueleto en el armario, señora Marriott. Los míos aún me hacen sonrojar cuando pienso en ellos. ¿Pero de verdad cree que su esposo se los echará en cara después de treinta y pico de años?

– Oh, sí -replicó ella con sinceridad-. Verá, Paul siempre quiso tener hijos y yo no pude dárselos.

Cooper aguardó a que ella continuara pero, cuando no lo hizo, la instó con suavidad.

– ¿Qué tienen que ver los hijos con esto?

– Paul tuvo una aventura con Mathilda, y Mathilda quedó embarazada. Por eso James se marchó a Hong Kong. Dijo que era la gota que colmaba el vaso, que podría haber soportado a la incestuosa bastarda de Gerald, pero no podía soportar también al hijo del amor de Paul.

Cooper estaba muy desconcertado.

– ¿Y por eso estaba haciéndole chantaje James? -Pero, no, pensó, eso no tenía sentido. Era el esposo adúltero quien pagaba el chantaje, no la esposa engañada.

– No por la aventura -dijo Jane-. Yo estaba enterada. Paul mismo me lo contó después de dejarla. Era el agente de sir William y solía alojarse con James y Mathilda en el apartamento que tenían en Londres siempre que se le presentaban asuntos que atender en la ciudad. No creo que la aventura fuese nada más que un apasionamiento breve por parte de ambos. Ella estaba aburrida de la tediosa rutina doméstica de lavar pañales y llevar la casa y él… -suspiró-, él se sintió halagado por la atención. Tiene que intentar realmente entender lo cautivadora que podía ser Mathilda, y no se trataba sólo de la belleza, ¿sabe? Tenía algo que atraía a los hombres como un imán. Pienso que se trataba de actitud lejana, de su desagrado a ser tocada. Ellos lo veían como un reto, así que cuando ella bajó la guardia ante Paul, él se dejó engañar. -Esbozó una pequeña sonrisa triste-. Y yo lo entendí, créame. Puede que a usted le suene raro pero hubo una época, cuando éramos jóvenes, en la que estuve casi enamorada de cómo era ella. Era todo lo que yo siempre quería ser y nunca fui. -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Bueno, ya sabe lo atractiva que podía ser ella, Sarah se enamoró de ella del mismo modo que yo.

– Demuéstrame lo mucho que me amas, Jack. -La voz de Joanna, suave y ronca, era una caricia de amante.

Con lentitud, los dedos de él acariciaron la blanca columna de su cuello. ¿Cómo podía alguien tan repugnante ser tan hermosa? Ella convertía en una burla la maravilla de la creación. Alzó la otra mano hasta el pelo de oro plateado, y con un violento gesto se envolvió los mechones en torno a la palma y le echó la cabeza hacia atrás de un tirón con los dedos aún apretados sobre la garganta.

– Te amo un tanto así -dijo en voz baja.

– Estás haciéndome daño. -Esta vez, la voz de Joanna se alzó con alarma.

Él apretó la presa sobre el pelo.

– Pero yo disfruto haciéndote daño, Joanna. -Su voz resonó en el vacío del pasillo.

– No entiendo nada -gritó ella, su voz raspando contra los dedos de él en su laringe-. ¿Qué quieres? -Vio algo en los ojos de Jack que hizo saltar el miedo a los suyos-. Oh, Dios mío. Fuiste tú quien mató a mi madre. -Joanna abrió la boca para gritar, pero sólo un hilo de sonido salió por sus labios al hacerse más firme la presión sobre su garganta.

– Lo siento si estoy siendo particularmente torpe -dijo Cooper a modo de disculpa-, pero no acabo de ver qué podría tener James Gillespie contra usted como para impulsarla a pagarle diez mil libras. Si ya estaba enterada de la aventura por boca de su esposo… -se interrumpió-. Supongo que era algo que tenía que ver con el embarazo. ¿Es que no sabía nada de eso?

Ella apretó los labios en un esfuerzo por contener las lágrimas.

– Sí, lo sabía. Fue Paul quien nunca lo supo. -Volvió a respirar profundamente-. Es tan horrible… Lo he mantenido en secreto durante tanto tiempo… Quería decírselo pero nunca había un buen momento para hacerlo. Más o menos como en el caso de la mentira que le dije a su agente. ¿En qué momento sincerarse, según estaban las cosas? -Se llevó los dedos a los labios en un gesto de desesperación-. Ser padre. Es lo único que siempre ha querido. Recé y recé pidiendo que tuviéramos hijos propios pero, por supuesto, nunca los tuvimos… -La voz de ella se apagó hasta el silencio.

Cooper posó una mano grande, consoladora, sobre la de ella. Estaba por completo perplejo, pero sentía renuencia de presionarla con mayor ahínco por temor a que se cerrara.

– ¿Cómo se enteró usted del embarazo, si su esposo no lo sabía?

– Mathilda me lo contó. Me llamó por teléfono y me pidió que acudiera a Londres, dijo que si no lo hacía se aseguraría de que todo Fontwell se enterase de lo suyo con Paul. Él le había escrito algunas cartas y dijo que las haría públicas si yo no hacía lo que ella quería.

– ¿Qué quería?

Pasaron algunos momentos de silencio antes de que Jane pudiera hablar.

– Quería que la ayudara a asesinar al bebé cuando llegara.

– ¡Buen Dios! -dijo Cooper con sentimiento. Y tenía que haberlo hecho, pensó Cooper, o James Gillespie nunca habría podido tener posibilidad de hacerle chantaje.

Se oyeron sonidos de pasos en la grava de fuera, y una llamada al timbre de la puerta principal.

– ¡Joanna! -llamó la aguda y nerviosa voz de Violet-. ¡Joanna! ¿Te encuentras bien, querida? Creí haber oído algo. -Al no recibir respuesta alguna, volvió a llamar-: ¿Hay alguien contigo? Contesta, por favor. -Su voz aumentó todavía más-. ¡Duncan! ¡Duncan! -llamó-. Está pasando algo malo. Sé que es así. Tienes que llamar a la policía. Yo voy a buscar ayuda. -Sus pasos se alejaron con precipitación mientras ella corría hacia la puerta de la verja.

Jack bajó una mirada fija al rostro demacrado y obsesionado de Joanna, y luego la dejó con sorprendente suavidad en la silla más cercana.

– No te lo mereces, pero has tenido más suerte que tu madre -fue todo lo que dijo, antes de alejarse hacia la cocina y la puerta trasera.

Joanna Lascelles estaba aún gritando cuando Duncan Orloff, en un estado de pánico absoluto, usó un acotillo para romper la puerta principal y enfrentarse con lo que fuera que le aguardaba en el vestíbulo de Cedar House.

– ¿Y la ayudó usted? -preguntó Cooper con una calma que desmentía sus verdaderos sentimientos.

Ella parecía desgraciada.

– No lo sé… No sé lo que hizo ella. -Se retorció las manos con angustia-. No dijo las cosas con esas mismas palabras. Sólo me pidió que robara algunas pastillas para dormir… barbitúricos… del dispensario de mi padre. Dijo que eran para ella porque no podía dormir. Yo tuve la esperanza… pensé… que iba a suicidarse… y me alegré. A esas alturas la odiaba.

– ¿Así que le llevó las pastillas?

– Sí.

– Aunque ella no se suicidó.

– No.

– Pero acaba de decir que ella quería que usted la ayudara a matar al bebé.

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