Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– Tengo entendido que has estado ocupado -dijo Charlie Jones mientras hundía una galleta de jengibre en una taza de fuerte café con leche.

Cooper se hundió en un sillón.

– Te refieres a Hughes.

– Voy a bajar por allí dentro de media hora para hacer otro intento con él. ¿Quieres acompañarme?

– No, gracias. Ya he tenido más que suficiente de Dave Hughes y su vida de tipo rastrero, como para que me dure toda la vida. Espera hasta que los veas, Charlie. Críos, por amor de Cristo. De quince años que parece que tengan veinticinco y con una edad mental de ocho. Me asusta, de verdad que sí. Si la sociedad no hace algo para educarlos y equiparar un cerebro de hombre con un cuerpo de hombre, no tenemos ni una sola esperanza de sobrevivir. Y lo peor de todo es que no sólo se trata de nosotros. El otro día vi a un chico de diez años en la tele, empuñando una ametralladora en Somalia como parte de un ejército rebelde. He visto niños en Irlanda que arrojaban ladrillos en cualquier dirección que les indicara su fanática familia, muchachos palestinos adolescentes pavoneándose con sus armas y pasamontañas, negros surafricanos que se matan los unos a los otros poniéndose cubiertas de coche encendidas en torno al cuello porque la policía blanca piensa que es una fantástica manera de librarse de ellos, y muchachos serbios alentados a violar a las muchachas musulmanas de la forma que lo hacen sus padres. Es una completa y absoluta locura. Corrompemos a nuestros niños a costa de nuestro propio riesgo, pero por Dios que estamos haciendo un trabajillo fino de ello.

Los ojos de Charlie eran compasivos.

– No sólo ha sido una noche atareada, obviamente, sino una noche agotadora.

– Olvídate de eso de in vino veritas -dijo Cooper con acritud-. In insomnio veritas es más cierto. A veces me despierto de madrugada y veo el mundo como es de verdad. Un lugar tumultuoso, con los líderes religiosos retorciendo almas por un lado, los políticos corrompidos por el poder retorciendo mentes por el otro, y las masas ignorantes, intolerantes en medio, que aullan pidiendo sangre porque son demasiado analfabetas como para hacer cualquier otra cosa.

– Que paren el mundo que me apeo, ¿eh?

– Más o menos eso.

– ¿No hay ningún rasgo redentor, Tommy?

Cooper rió entre dientes.

– Claro, siempre y cuando nadie me haga recordar la existencia de Hughes. -Le entregó el primer fax desde el otro lado de la mesa-. Al parecer, Gillespie no salió en ningún momento del salón, y la llave es un punto muerto.

Jones parecía decepcionado.

– Necesitamos algo concreto, viejo amigo, y rápido. Me están presionando para que abandone este caso y me concentre en algo que pueda dar resultados. La opinión de consenso es que aun en el caso de que consigamos demostrar que fue un asesinato, vamos a tener un trabajo de mil demonios para procesar a alguien.

– Me pregunto dónde he oído eso antes -dijo Cooper con amargura-. Si las cosas continúan así, será mejor que hagamos las maletas y dejemos que lo intenten los anarquistas.

– ¿Qué hay de los diarios? ¿Se avanza algo por ese lado?

– La verdad es que no. El registro fue un completo fracaso, pero de todas formas ya sabía que iba a serlo. Revisé cada uno de los libros de la biblioteca la primera vez que estuvimos en Cedar House. -Frunció el entrecejo-. La pasada noche hablé con Jack y Ruth, y también ellos afirman que no sabían nada al respecto, aunque Jack recuerda que en una ocasión la señora Gillespie estaba enfadada porque dijo que estaban tocando sus libros. -Se tocó el labio inferior con un dedo-. Sé que es una hipótesis, pero digamos que esos diarios sí existían y que alguien estaba buscándolos, lo cual podría explicar por qué estaban tocándole los libros.

Charlie profirió un bufido.

– Es una hipótesis como un piano -convino-, y bastante indemostrable.

– Sí, pero quienquiera que estuviese buscándolos, los encontró, y eso podría explicar por qué se los llevaron. -Se compadeció de la expresión desconcertada de Charlie-. Porque -dijo, paciente- podrían decirnos quién la asesinó y por qué.

Charlie frunció el ceño.

– Estás aferrándote a un clavo ardiendo. Primero, convénceme de que existían.

– ¿Por qué iba a mentir James Gillespie?

– Porque está borracho -replicó Charlie-. No necesitas ninguna razón mejor que ésa.

– Entonces, ¿por qué Mathilda estaba enfadada debido a que alguien estaba tocando sus libros? Explícame eso, ¿o estás sugiriendo que Jack también miente?

Charlie acusó recibo del segundo uso de «Jack» con un suspiro interior. ¿Cuándo aprendería este necio que era su incapacidad para mantener las distancias lo que le arruinaba las oportunidades cada vez? «Poco profesional. No puede conservar la objetividad», era lo que el predecesor de Jones había escrito con respecto a la última valoración de Cooper.

– Ella tuvo que haber adivinado de quién se trataba -dijo-. El número era limitado. ¿Por qué no le regañó?

– Quizá lo hiciera. Tal vez por eso la asesinaron. -Cooper dio unos golpecitos sobre el fax con el dedo índice-. Sin embargo, la llave lo complica. Si quienquiera que haya sido estaba enterado de su existencia, podría haber entrado en la casa sin que ella lo supiera. En ese caso, el número de personas se amplía mucho más.

– Supongo que has considerado que Gillespie es nuestro hombre, y que sólo te mencionó los diarios porque pensó que todos los demás estarían enterados de su existencia.

– Sí. Pero ¿por qué iba él a llevárselos y negar todo conocimiento, si espera que los diarios demuestren que ella lo timó con el asunto de los relojes?

– Un doble farol. Los leyó, descubrió que demostraban exactamente lo contrario, así que los destruyó para mantener viva su reclamación, y luego se la cargó para tener vía libre con la señora Lascelles, que él pensaba que iba a heredar.

Cooper negó con la cabeza.

– Es una posibilidad, supongo, pero no acaba de sonarme bien. Si los robó él mismo porque sabía que destruirían cualquier probabilidad que tuviese de obtener dinero, ¿cómo podía estar seguro de que nadie más los había leído antes? Es demasiado dudoso, Charlie.

– Con franqueza, todo es demasiado dudoso -replicó el inspector con sequedad-. Si los diarios existían… si quien los buscaba sabía que existían… si había algo incriminador en ellos… si él o ella estaba enterado de dónde estaba la llave… -Guardó silencio y mojó otra vez la galleta-. Hay dos cosas que no entiendo. ¿Por qué la señora Gillespie le dejó todo su dinero a la doctora Blakeney, y por qué su asesino le puso la mordaza en la cabeza y la adornó con ortigas y margaritas silvestres? Si supiera las respuestas a esas dos preguntas, es probable que pudiera decirte quién la mató. En caso contrario, me inclino a aceptar el veredicto de suicidio.

– Creo que sé por qué le dejó su dinero a la doctora Blakeney.

– ¿Por qué?

– Conjeturo que fue un ejercicio de Poncio Pilatos. Había hecho un trabajo despreciable en la crianza de su hija y su nieta, sabía que se destruirían la una a la otra con celosas luchas internas si les dejaba el dinero a ellas, así que le pasó la carga a la única persona con la que se había llevado bien y a la que había respetado. A saber, la doctora Blakeney. Pienso que abrigaba la esperanza de que la doctora tendría éxito donde ella había fracasado.

– Disparates sentimentales -dijo el inspector con tono cordial-, y todo debido a que estás razonando hacia atrás, a partir del efecto que ves hasta la causa que imaginas que una persona normal desearía lograr. Intenta razonar hacia delante. Era una vieja puñetera, avara y maliciosa, que no sólo adquirió una fortuna mediante chantaje y creativos fraudes de seguros, sino que además aborreció y despreció a todos los que la rodeaban, durante la mayor parte de su vida. ¿Por qué, después de no haber sembrado nada más que discordia durante sesenta años, le regala de pronto una fortuna a una desconocida acomodaticia y agradable? No por el bien de la armonía, eso es seguro. -Los ojos del inspector se entrecerraron con expresión meditabunda-. Puedo aceptar la interpretación de la mordaza como una forma simbólica de atraer la atención sobre la represión definitiva de una lengua particularmente desagradable, pero no puedo aceptar que el leopardo haya cambiado de repente sus manchas cuando se trató de hacer el testamento.

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