Lentamente, me puse de rodillas, me senté en la rama, me apoyé en el tronco y recapacité. Hasta aquel momento, no había tenido ocasión de reflexionar sobre lo que iba a hacer, preocupado como estaba por la ejecución del acto en sí. Pero ahora, antes del instante decisivo, volvían a arremolinarse los pensamientos y yo, tras maldecir una vez más el mundo cruel y a todos sus habitantes, me puse a pensar en el entrañable acto de mi entierro. ¡Oh, sería un entierro precioso! Repicarían las campanas, sonaría el órgano, el cementerio de Obernsee no podría acoger a tanta gente. Yo estaría en un lecho de flores, en un ataúd de cristal tirado por un caballo negro, y a mi alrededor todo sería llanto. Llorarían mis padres, llorarían mis hermanos, llorarían los niños de la clase, llorarían la señora Hartlaub y la señorita Funkel, parientes y amigos habrían venido de lejos para llorar y todos se darían golpes en el pecho y lanzarían gritos plañideros: «¡Ay, nosotros tenemos la culpa de que este ser querido e incomparable ya no esté con nosotros! ¡Ay! ¡Si le hubiéramos tratado mejor, si no hubiéramos sido tan malos e injustos con él, todavía viviría, este ser tan bueno y tan dulce, este ser único y querido!» Y, al borde de mi tumba, estaría Carolina Kückelmann, que me lanzaría un ramo de flores y una última mirada y diría llorando con su voz ronca y dolorida: «¡Ay, querido mío! ¡Ser incomparable! ¡Si aquel lunes hubiera ido contigo!»
¡Maravillosas fantasías! Yo me abandonaba a ellas, e introducía variaciones en el entierro, desde la capilla ardiente hasta el banquete fúnebre, en el que se me haría un fabuloso panegírico, y yo mismo me emocioné de tal modo que, aunque no llegué a llorar, se me humedecieron los ojos. Sería el entierro más hermoso que se hubiera visto en nuestra región y, al cabo de los años, todavía se hablaría de él con admiración… Lástima que yo no pudiera tomar parte en él, porque estaría muerto. Desgraciadamente, esto era seguro. En mi entierro tenía que estar muerto. No podía conseguir las dos cosas: vengarme del mundo y seguir en el mundo. ¡Pues la venganza!
Me separé del tronco del abeto. Lentamente, centímetro a centímetro, me fui hacia fuera, apoyándome en el tronco y dándome impulso al mismo tiempo con la mano derecha y asiendo con la izquierda la rama en la que estaba sentado. Llegó el momento en el que ya no tocaba el tronco más que con la yema de los dedos… y, luego, ni eso… y entonces me quedé sentado sin apoyo lateral, agarrado a la rama con las dos manos, libre como un pájaro y con el vacío a mis pies. Miré abajo con precaución, calculé que la distancia hasta el suelo era como de tres veces la altura del tejado de nuestra casa, y el tejado de nuestra casa estaba a diez metros. Es decir, treinta metros. Según las leyes de Galileo Galilei, ello significaba que el tiempo de la caída sería exactamente de 2,4730986 segundos, *** por lo que chocaría contra el suelo a una velocidad de 87,34 kilómetros por hora. ****
Estuve mucho rato mirando hacia abajo. El vacío atraía. Era una tentación. Parecía decir «¡ven, ven!». Era como si tirara de unos hilos invisibles, «¡ven, ven!». Y era fácil. Facilísimo. Sólo con inclinar un poco el cuerpo hacia delante, perdería el equilibrio y ya estaría… «¡Ven, ven!»
¡Sí! ¡Allá voy! ¡Es que todavía no puedo decidir cuándo! ¡No sé el momento! No puedo decir: «¡Ahora! ¡Ahora salto!»
Decidí contar hasta tres, como cuando hacíamos carreras o nos zambullíamos en el agua y, al decir «tres», dejarme caer. Aspiré y conté:
– Uno… dos… -Entonces me interrumpí otra vez porque no sabía si saltar con los ojos abiertos o cerrados. Después de pensarlo un poco, decidí contar con los ojos cerrados, soltarme al decir «tres» y no abrirlos hasta que empezara la caída. Cerré los ojos y conté: «Uno… dos…»
Entonces oí unos golpes. Venían de la carretera. Eran unos golpes secos, acompasados, «tac-tac-tac-tac», que sonaban a un ritmo dos veces más rápido que mi cuenta: un «tac» con el «uno», otro «tac» entre el «uno» y el «dos», otro con el «dos», otro entre el «dos» y el inminente «tres» -lo mismo que el metrónomo de la señorita Funkel: «Tac-tac-tac-tac.» Era como si aquellos golpes se burlaran de mi cuenta. Abrí los ojos, y al instante cesaron los golpes. En su lugar sólo se oyó un roce, un crepitar de ramas, un jadeo fuerte, como de un animal; y, de pronto, debajo de mí apareció el señor Sommer, treinta metros más abajo, en la vertical, de manera que, al saltar, no me hubiera matado yo solo, sino también a él. Me así con fuerza a mi rama y me quedé quieto.
El señor Sommer estaba inmóvil, jadeando. Cuando su respiración se sosegó un poco, la contuvo bruscamente y movió la cabeza espasmódicamente hacia todos los lados, sin duda, para escuchar. Luego, se agachó y miró hacia la izquierda por debajo de los arbustos, hacia la derecha, por entre los troncos, se deslizó como un indio alrededor del árbol y volvió a quedarse en el mismo sitio, miró y escuchó una vez más en derredor (¡pero no hacia arriba!), y cuando se hubo cerciorado de que nadie le seguía y de que no había nadie cerca de allí, con tres rápidos movimientos soltó el bastón, se quitó el sombrero de paja y la mochila y se tendió entre las raíces, en el suelo del bosque, como en una cama. Pero en aquella cama no descansaba. Apenas se echó, lanzó un suspiro largo y estremecedor. No; no era un suspiro, porque en un suspiro se aprecia el alivio, era más bien un gemido, un sonido profundo, quejumbroso, en el que se mezclaban la desesperación y el ansia de consuelo. Otra vez, el mismo sonido escalofriante, aquel quejido suplicante, como el de un enfermo atormentado por el dolor, y tampoco ahora hubo alivio, ni sosiego, ni un segundo de paz, sino que ya volvía a levantarse, cogía la mochila, sacaba bruscamente el bocadillo y una cantimplora, empezaba a comer, a devorar, a engullir el pan, y a cada bocado miraba en derredor con desconfianza, como si en el bosque acecharan enemigos, como si tras él viniera un temible perseguidor al que sólo había sacado una ventaja efímera y que, en cualquier momento, podía aparecer allí, en aquel lugar. A los pocos instantes se había comido el bocadillo, bebió un trago y, siempre con aquella prisa frenética, como hostigado por el pánico, se dispuso a marcharse; guardó la cantimplora y, mientras se ponía en pie, se colgó la mochila a la espalda, y con el mismo movimiento cogió el bastón y el sombrero y, de prisa, jadeando, echó a andar por entre los arbustos con un murmullo de hojas, un crujido de ramas y, después, ya en la carretera, los golpes del bastón en el asfalto, acompasados, con cadencia de metrónomo: «tac-tac-tac-tac-tac…», que se alejaban rápidamente.
Yo me quedé sentado en la rama, apoyando fuertemente la espalda en el tronco del abeto -no sé cómo había vuelto hasta allí. Estaba temblando. Tenía frío. De pronto, se me había quitado el deseo de saltar. Me parecía ridículo. No comprendía cómo podía habérseme ocurrido una idea tan tonta: ¡suicidarme por un moco! Porque ahora acababa de ver a un hombre que estaba huyendo continuamente de la muerte.
Transcurrieron seguramente cinco o seis años antes de que me encontrara otra vez con el señor Sommer, la última. Desde luego, lo había visto con frecuencia; habría sido casi imposible no verle estando como estaba siempre dando vueltas de un lado para otro, por la carretera, por los caminos del lago, por el campo o por el bosque. Pero no me había fijado en él, creo que, de tanto verlo, ya nadie reparaba en él. Era como si se hubiera convertido en un elemento del paisaje que uno da por descontado, porque no vas a estar diciendo todos los días con sorpresa: «¡Mira, la torre de la iglesia! ¡Mira, la montaña del colegio! ¡Mira, el autobús…!» Todo lo más, si el domingo por la tarde, camino de las carreras, mi padre y yo pasábamos por su lado en el coche, decíamos bromeando: «¡Mira, el señor Sommer, el que se juega la vida!», pero, en realidad, no nos referíamos a él, sino al día de la granizada de hacía muchos, muchos años, en que mi padre había utilizado esta frase hecha.
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