– Eso no se lo cree nadie, Buddy. A veces es difícil encontrar taxi en esta ciudad, pero no en el Bellagio. Allí siempre hay taxis.
Me estiré hacia él y le di una palmada en su bolsillo lleno.
– Ha parado a jugar, ¿no? Tiene el bolsillo lleno de fichas.
– Mire, he parado a echar dos partidas rápidas de blackjack antes de venir. Pero tuve suerte, tío. No perdía nunca. Mire. -Metió la mano en el bolsillo y la sacó con un puñado de fichas de cinco dólares-. Estaba en racha. Y no puedes irte cuando tienes buena suerte.
– Sí, genial. Eso le ayudará a pagar la habitación del hotel.
Buddy se fijó en mi apartamento, valorándolo. A través del balcón abierto llegaba el sonido del tráfico y de los jets.
– Por suerte -dijo-, no voy a quedarme aquí.
Casi me reí, teniendo en cuenta lo que había visto de su barco.
– Bueno, puede quedarse donde quiera porque no le necesito más. Gracias por traerme las carpetas. Sus ojos se abrieron. -¿Qué?
– Tengo un nuevo compañero. El FBI. Así que puede volver a Los Ángeles en cuanto quiera o puede jugar al blackjack hasta que sea dueño del Bellagio. Yo le pagaré el avión, como le dije, y el vuelo en helicóptero a la isla y cuarenta pavos por la habitación. Eso es lo que cuesta un día aquí. -Levanté las carpetas-. Añadiré un par de cientos por su tiempo en ir a buscar esto y traérmelo aquí.
– Ni hablar, tío. He venido hasta aquí, joder. Todavía puedo ayudar. He trabajado con agentes antes, cuando Terry y yo investigamos un caso.
– Eso fue entonces, Buddy, esto es ahora. Vamos, le acompañaré a su hotel. He oído que hay pocos taxis, y le todos modos voy en esa dirección.
Después de cerrar la puerta del balcón saqué a Lockridge del apartamento y cerré. Me llevé las carpetas para leerlas después. Mientras bajábamos por la escalera hacia el aparcamiento, busqué al vigilante de seguridad, pero no lo vi. También busqué a Rachel Walling, pero tampoco la vi. En cambio, vi a mi vecina Jane metiendo una caja de zapatos en el maletero del coche, un Monte Cario blanco. Desde mi ángulo en la escalera me fijé en que el maletero estaba lleno de otras cajas más grandes.
– Le irá mejor conmigo -dijo Buddy, todavía con la protesta tintineando en su voz-. No puede fiarse del FBI, tío. Terry trabajaba allí y ni siquiera se fiaba él mismo.
– Ya lo sé, Buddy. He tratado con el FBI durarte treinta años.
Lockridge simplemente negó con la cabeza. Observé que Jane se metía en el coche y volvía a salir. Me pregunté si sería la última vez que la veía. Me pregunté si el hecho de decirle que era poli la había asustado y había provocado su marcha. Tal vez había escuchado parte de mi conversación con la agente Walling a través de los finos tabiques.
Los comentarios de Buddy acerca del FBI me recadaron algo.
– Por cierto, cuando vuelva van a querer hablar con usted.
– ¿De qué?
– Del GPS. Lo han encontrado.
– Vaya, genial. ¿Quiere decir que no fue Finder? ¿Fue Shandy?
– Eso creo, pero la noticia no es tan buena, Buddy.
– ¿Por qué no?
Abrí el Mercedes y entramos. Miré a Buddy mientras arrancaba.
– Todos los waypoints están borrados. Ahora sólo tiene uno y allí no va a pescar nada.
– Ah, mierda. Tendría que habérmelo imaginado.
– La cuestión es que van a interrogarle a fondo sobre eso y sobre Terry y el último crucero, lo mismo que hice yo.
– Así que le van detrás, ¿eh? Lleva ventaja. Es el mejor, Harry.
– No crea.
Sabía lo que me esperaba. Buddy se volvió en el asiento y se inclinó hacia mí.
– Déjeme acompañarle, Harry. Le digo que puedo ayudar. Soy listo, puedo averiguar cosas.
– Póngase el cinturón, Buddy.
Metí la marcha atrás antes de que él tuviera oportunidad de abrocharse el cinturón y casi se dio con el salpicadero.
Nos dirigimos al Strip y lentamente nos abrimos camino hacia el Bellagio. Empezaba a ponerse el sol y las aceras se estaban enfriando y comenzaban a poblarse. El neón de las fachadas convertían el anochecer en una puesta de sol brillante. Casi. Buddy continuó presionándome para que le dejara participar en la investigación, pero yo lo rechacé una y otra vez. Después de rodear una enorme fuente y detenerme ante la gigantesca entrada con pórtico del casino, le dije al aparcacoches que sólo íbamos a recoger a alguien. Me indicó que me detuviera junto al bordillo y me advirtió que no dejara el coche solo.
– ¿A quién vamos a recoger? -preguntó Buddy, con nueva vida en su voz.
– A nadie. Lo he dicho por decir. ¿Sabe qué? ¿Quiere trabajar conmigo, Buddy? Entonces quédese aquí en el coche para que no se lo lleve la grúa. Tengo que entrar ahí un momento.
– ¿Para qué?
– Para ver si hay alguien.
– ¿Quién?
Salí del coche y cerré la puerta sin responder a la pregunta, porque sabía que con Buddy cada respuesta conducía a otra pregunta y después a otra, y no tenía tiempo para eso.
Conocía el Bellagio como conocía las curvas de Mulholland Drive. Allí era donde Eleanor Wish, mi ex mujer, se ganaba la vida, y donde yo la había visto jugar en más de una ocasión. Rápidamente me abrí paso a través del lujoso casino, atravesé el bosque de máquinas tragaperras y llegué hasta la sala de póquer.
Sólo había actividad en dos de las mesas. Era muy temprano. Rápidamente observé a los trece jugadores y no vi a Eleanor. Me fijé en el podio y vi que el director de juego era un hombre al que conocía por venir con Eleanor y después por quedarme observando mientras ella jugaba. Me acerqué.
– Freddy, ¿hay movimiento?
– Sí, movimiento de culos.
– Está bien. Te da algo que mirar.
– No me quejo.
– ¿Sabes si va a venir Eleanor?
Eleanor tenía la costumbre de comunicar a los directores de mesa si iba a ir a jugar en una noche en concreto. A veces reservaban lugares en las mesas a jugadores que apostaban fuerte o a aquellos especialmente hábiles. Incluso organizaban partidas privadas. En cierto modo, mi ex era una atracción secreta de Las Vegas. Era una mujer atractiva y extraordinaria jugando al póquer. Eso representaba un desafío para determinado tipo de hombres. Los responsables listos de los casinos lo sabían y jugaban con ello. A Eleanor siempre la trataban bien en el Bellagio. Si necesitaba algo -desde una bebida a una suite, pasando por que echaran de la mesa a un jugador rudo- se lo proporcionaban. Sin preguntas. Y por eso normalmente optaba por ese casino las noches que jugaba.
– Sí, va a venir -me dijo Freddy-. No tengo nada para ella todavía, pero se pasará.
Esperé antes de lanzarle otra pregunta. Tenía que actuar con astucia. Me incliné en la barandilla y casualmente observé al crupier de la mesa de hold'em poker servir la última carta de la mano, raspando con los naipes el tapete azul en un leve susurro. Cinco jugadores habían aguantado hasta el final. Observé un par de sus rostros cuando miraron la última carta. Estaba buscando algo que los delatara, pero no lo vi.
Eleanor me había dicho una vez que los verdaderos jugadores de hold'em llaman a la última carta «el río» porque te da la vida o te la quita. Si has jugado la mano hasta la séptima carta, todo depende de ésta.
Tres de los cinco jugadores se retiraron enseguida. Los dos restantes fueron subiendo las apuestas hasta que uno de ellos se llevó el bote con un trío de sietes.
– ¿A qué hora dijo que vendría? -le pregunté a Freddy.
– Ah, dijo que a la hora habitual. Alrededor de las ocho.
A pesar de mi intento de que pareciera una conversación fortuita, me di cuenta de que Freddy empezaba a mostrarse vacilante, dándose cuenta de que le debía lealtad a Eleanor y no a su ex marido. Tenía lo que necesitaba, así que le di las gracias y me fui. Eleanor estaba pensando en acostar a nuestra hija y después ir a trabajar. Maddie se quedaría al cuidado de la niñera que dormía en la casa.
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