Michael Connelly - Cauces De Maldad

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Bosch investiga esta vez la muerta del ex pro filer del FBI. Terry McCaleb (protagonista de Deuda de sangre, libro que fue llevado al cine de la mano de Clint Eastwood). Sus indagaciones le inducen a sospechar que el tristemente famoso asesino en serie conocido como el Poeta -al que se daba por muerto-podría hallarse involucrado en la repentina defunción de McCaleb. Bosch decidirá entonces pedir la ayuda de la agente del FBI Rachel Welling, encargada en su día de la investigación de los crímenes cometidos por el Poeta.

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Cuando volví a la entrada del casino, mi coche estaba vacío. Busqué a Buddy y lo localicé hablando con uno de los aparcacoches. Lo llamé y le dije adiós, pero él llegó corriendo y me pilló en la puerta del Mercedes.

– ¿Se va?

– Sí, se lo había dicho. Sólo he entrado un par de minutos. Gracias por quedarse en el coche como le pedí.

No lo captó.

– No hay problema -dijo-. ¿Lo ha encontrado?

– ¿A quién?

– Al que haya entrado a ver.

– Sí, Buddy, lo he encontrado. Le veré…

– Vamos, tío, hagamos esto juntos. Terry también era mi amigo.

Eso me detuvo.

– Buddy, lo entiendo. Pero lo mejor que puede hacer ahora si quiere hacer algo por Terry es volver a casa, esperar que los agentes se presenten y decirles todo lo que sabe. No se reserve nada.

– ¿Ni siquiera que me mandó al barco para robar la carpeta y traer las fotos?

Lockridge sólo estaba tratando de provocarme porque se había dado cuenta finalmente de que estaba fuera.

– No me importa que se lo cuente -le dije-. Le he dicho que trabajo con ellos. Lo sabrán antes de que vayan a verle. Pero sólo para que le quede claro, yo no le he pedido que robara nada. Trabajo para Graciela. Ese barco y todo lo que contiene le pertenece a ella. Incluidos esos archivos y esas fotografías. -Le empujé con fuerza en el pecho-. ¿Entendido, Buddy?

El retrocedió físicamente.

– Sí, entendido. Sólo…

– Bien.

Entonces le tendí la mano. Nos las estrechamos, pero no fue un apretón amistoso.

– Nos vemos, Buddy.

El soltó la mano y yo entré y cerré la puerta. Arranqué y me alejé. En el espejo observé que se metía en las puertas giratorias y supe que perdería todo el dinero antes de que terminara la noche. Tenía razón. Nunca hay que darle la espalda a la suerte.

Miré el reloj del salpicadero: Eleanor no saldría de casa para ir al trabajo nocturno hasta al cabo de otros noventa minutos. Podía dirigirme a su casa, pero prefería esperar. Quería ver a mi hija, pero no a mi ex mujer. Eleanor, y eso siempre se lo agradecería, había sido lo bastante amable para permitirme privilegios plenos cuando ella estaba trabajando. Así que eso no sería un problema. Y no me importaba que Maddie estuviera despierta o no. Sólo quería verla, oír su respiración y tocarle el pelo. Sin embargo, parecía que cada vez que Eleanor y yo nos encontrábamos chocábamos de frente y la rabia de ambos gobernaba el momento. Sabía que era mejor de este modo, ir a la casa cuando ella no estuviera.

Podía haber vuelto al Double X para dedicar una hora a leer el expediente del Poeta, pero decidí conducir. Paradise Road estaba mucho menos congestionado que el Strip. Siempre es así. Enfilé Harmon y después giré hacia el norte y casi de inmediato me metí en el aparcamiento del Embassy Suites. Pensé que tal vez Rachel Walling querría tomar una taza de café y recibir una explicación más completa de la excursión del día siguiente.

Recorrí el aparcamiento a escasa velocidad buscando un coche del FBI que pudiera resultarme obvio por los tapacubos baratos y la matrícula federal. Pero no vi ninguno. Saqué el móvil, llamé a información y obtuve el número del Embassy Suites. Marqué, pregunté por la habitación de Rachel Walling y me pasaron. El teléfono sonó repetidamente, pero nadie respondió. Colgué y pensé un momento. Entonces reabrí el teléfono y llamé al número de móvil que ella me había dado. Me contestó al momento.

– Hola, soy Bosch, ¿en qué estás? -dije de la manera más despreocupada que pude.

– Nada, por aquí.

– ¿Estás en el hotel?

– Sí, por qué, ¿qué pasa?

– Nada, sólo pensaba que quizá te apetecería una taza de café o algo. Estoy fuera y tengo un rato. Puedo estar en tu hotel en un par de minutos.

– Oh, gracias, pero creo que esta noche no voy a salir.

«Claro que no puedes salir, ni siquiera estás ahí.»

– Tengo bastante jet-lag , a decir verdad. Siempre me afecta el segundo día. Además, mañana hemos de empezar temprano.

– Entiendo.

– No, no es que no quiera, quizá mañana, ¿vale?

– Vale. ¿Sigue en pie a las ocho?

– Allí estaré.

Colgamos y sentí el primer peso de la duda en mi estómago. Ella tramaba algo, estaba jugando conmigo de algún modo.

Enseguida traté de descartarlo. Su misión era vigilarme. Había sido clara en eso. Quizá me estaba poniendo paranoico.

Hice otro circuito por el aparcamiento, buscando un Crown Vic o un LTD, pero no vi ninguno. Rápidamente salí y volví a meterme en Paradise Road. En Flamingo doblé al oeste, volví a cruzar el Strip y pasé por encima de la autovía. Aparqué en el estacionamiento de un steakhouse cerca de Palms, el casino favorito de muchos de los residentes en Las Vegas porque estaba apartado del Strip y atraía a un montón de celebridades. La última vez que Eleanor y yo habíamos hablado civilizadamente me dijo que estaba pensando en cambiar su fidelidad al Bellagio por el Palms. El Bellagio seguía siendo el sitio donde iba el dinero, pero las cantidades más grandes se jugaban en el bacará, el pai gow o el crap . Al póquer le correspondía un estilo diferente, por ser el único juego donde no compites contra la casa. Ella había oído comentar que todas las celebridades y deportistas que venían de Los Ángeles al Palms estaban jugando al póquer y perdiendo enormes sumas en su proceso de aprendizaje.

En la barra del steakhouse pedí un filete y una patata asada. La camarera trató de convencerme de que no pidiera la carne bastante hecha, pero me mantuve firme. En los sitios donde había crecido nunca vi ninguna comida que estuviera rosada en el centro y no podía empezar a disfrutarlo ahora.

Después de que ella se alejó, pensé en una cocina del ejército en la que había estado una vez en Fort Benning. Había costillares completos de buey hervidos en una docena de cubas enormes. Un tipo con una pala estaba espumando aceite de la superficie de una de las cubas. Esa cocina era lo peor que había olido hasta que al cabo de unos meses me metí en los túneles y una vez entré reptando en un lugar donde el Vietcong escondía sus cadáveres de los estadísticos del ejército.

Abrí el archivo del Poeta, y estaba enfrascado en una cuidadosa lectura cuando sonó mi móvil. Contesté sin fijarme en la pantalla de identificación.

– ¿Hola?

– Harry, soy Rachel. ¿Todavía te apetece el café? He cambiado de idea.

Supuse que había vuelto a toda prisa al Embassy Suites para que no la pillara en una mentira.

– Um, acabo de pedir la cena en la otra punta de la ciudad.

– Mierda, lo siento. Bueno, así aprenderé. ¿Estás solo?

– Sí, tengo algunas cosas de trabajo aquí.

– Bueno, ya sé cómo es eso. Yo ceno sola todas las noches.

– Sí, yo también, cuando ceno.

– ¿En serio? ¿Y tu niña?

Ya no estaba cómodo ni confiado hablando con ella. No sabía qué estaba tramando. Y no tenía ganas de hablar de mi triste experiencia conyugal o como padre.

– Ah, escucha, me están mirando mal. Creo que los móviles van contra las reglas.

– Bueno, no queremos romper las reglas. Te veo mañana a las ocho, entonces.

– Vale, Eleanor, adiós.

Estaba a punto de colgar el teléfono cuando oí su voz.

– ¿Harry?

– ¿Qué?

– Yo no soy Eleanor.

– ¿Qué?

– Acabas de llamarme Eleanor.

– Oh, me he equivocado. Lo siento.

– ¿Te recuerdo a ella?

– Puede. Más o menos. No ahora, sino de hace un tiempo.

– Oh, bueno, espero que no sea de hace demasiado tiempo.

Ella se estaba refiriendo a la caída en desgracia de Eleanor en el FBI. Una caída tan mala que ni siquiera se contempló la posibilidad de darle un destino en condiciones rigurosas en Minot.

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