– Eso creemos.
Nos quedamos un rato callados.
– Suena a algún tipo de conspiración judía -señalo.
– Estás un poco obsesionado con las conspiraciones.
– Y qué pasa si lideras una red judía cuyo objetivo es demostrarle al mundo, de una vez por todas, que Jesús no fue el hijo de Dios.
– Todo es posible.
– Si el manuscrito evidencia que Jesús no murió en la cruz, y que tampoco resucitó, eso ocasionará un derrumbamiento en el orden mundial religioso.
– Eso es verdad. Pero yo no soy de fe judía.
– Si, en cambio, eres de fe cristiana, tendrás interés en destruir la prueba que desvela que el cristianismo está construido sobre una mentira.
– Otro agudo análisis. Pero no tengo ninguna razón oculta para creer que al mundo le beneficia conocer la verdad. Lo digo abiertamente. Es mejor para todos que se mantenga en secreto. La alternativa parece demasiado peligrosa. A nadie, absolutamente a nadie, le conviene saber la verdad. No tenemos derecho a desgarrar la historia. No puede salir nada bueno de eso. Destruiríamos millones de vidas. Arrebataríamos la fe a naciones enteras. No vale la pena. Nada lo vale.
– Un manuscrito redactado por Jesús… -digo quedamente-. Unas indicaciones sobre la ubicación de su sepulcro terrenal…
– Eso es lo que creemos.
– ¿Creer?
– No podemos estar completamente seguros. No hasta que hayamos abierto el cofre y lo veamos por nosotros mismos. Pero sea lo que sea el contenido, sabemos que el primer gran maestro, el mayor de los hijos de Jesús, lo selló y custodió hasta que se lo dejó a su primogénito, el siguiente gran maestro de la línea. Todos ellos consagraron su vida a la custodia del cofre. Hasta que se perdió. En el monasterio de Vaerne en el año mil doscientos cuatro. -Luego añade-: Y cayó en tus manos, claro. Ochocientos años más tarde.
– ¿El cofre nunca se ha abierto?
– Por supuesto que no.
– ¿Y qué pasará ahora con él?
– Lo llevaré personalmente al Instituto Schimmer.
– No me sorprende. Quizá Peter sea uno de los que están esperándolo.
– Peter, ¡desde luego! David, Uri, Moshe… Y varias docenas de los investigadores más destacados del mundo, reclutados por la SIS. Historiadores, Arqueólogos, Teólogos, Lingüistas, Filólogos, Paleógrafos, Filósofos, Químicos.
– Entiendo que has invitado a todos tus amigos.
– Hemos construido toda un ala, que está lista para recibir el cofre. No podemos correr el riesgo de que el aire húmedo o seco, el calor o el frío, provoquen que se desintegre el manuscrito. Nuestros especialistas han desarrollado un método que adaptará gradualmente la atmósfera del interior del cofre, de dos mil años de antigüedad, al aire del laboratorio. Se calcula que sólo la apertura nos llevará meses.
– Visto así supongo que es una ventaja que no lo abriera en el despacho.
MacMullin se estremece.
– Cuando por fin lo hayamos abierto, habrá que sacar el contenido cuidadosamente. Página por página. Quizás el papiro se haya desintegrado y sea necesario pegar las hojas, pedazo a pedazo, como en un puzzle. Hemos de fotografiar los fragmentos y preservarlos. No sabemos en qué estado vamos a encontrarlos. Pero del mismo modo que se puede leer escritura en copos de ceniza, podremos leer los signos. El trabajo será meticuloso. Primero técnicamente, luego lingüísticamente. Los traduciremos. Habrá que comprenderlos a partir del contexto. Si se trata de un manuscrito largo, el trabajo costará años. Muchos años. Si hallamos un mapa o indicaciones de cómo llegar al sepulcro de Jesús, el profesor Llyleworth estará listo para acudir con sus arqueólogos. Todo está preparado. Sólo nos falta el cofre.
Mi mirada no encuentra descanso en ningún sitio.
– Bueno -suspira-, ahora todo depende de ti.
– Supongo que todo el rato dependía de mí.
– Ya me doy cuenta. -Mira por la ventana. Estamos entrando en un banco de nubes-. Bjorn. -Se vuelve hacia mí-. Por favor, ¿vas a darme el cofre?
Su mirada pesa varias toneladas. Lo miro. Comprendo quién es, claro. No sé cuánto hace que lo sé. Pero ya no me cabe duda.
Algo dentro de mí se afloja. Incluso en el más rebelde, la fuerza de oposición se debilitará en algún momento. Pienso en los episodios de las últimas semanas. En las mentiras. En las pistas falsas. En la gente que me ha engañado. Están expuestos en fila.
Las piezas se han colocado en su sitio. No me queda más remedio que aceptar la explicación de MacMullin. Porque confío en él. Porque ya no tengo opción.
– Por supuesto -respondo.
Él ladea la cabeza, como si no captara del todo lo que digo.
– Voy a entregarte el cofre.
– Gracias.
Se queda callado. Luego dice:
– Gracias. Te lo agradezco mucho.
– Tengo una pregunta.
– No me sorprende.
– ¿Por qué me lo has contado todo?
– ¿Tenía otra opción?
– Podrías haberte inventado una mentira que pudiera tragarme.
– Lo intenté. Varias veces. Pero no funcionó. Eres un demonio desconfiado. -Lo último lo dice con una sonrisa.
– Imagínate que le cuento todo esto a alguien.
Su expresión es pensativa.
– Existe la posibilidad, naturalmente.
– Podría acudir a los periódicos.
– Sí.
– Podría escribir un libro.
Calla.
– Evidentemente, podrías hacerlo -dice al fin.
Hay una breve pausa.
Luego él añade, burlón:
– Pero ¿te creería alguien?
***
Tiene aspecto de estar muerta. Su cabecilla de gorrión descansa sobre una gran almohada. La piel se le adhiere al cráneo. La boca está entreabierta, los labios, secos y sin color. Tiene un tubo verde de ácido metido por la nariz y fijado a la mejilla con celo blanco. Sus brazos, escuálidos y con manchas azules, yacen cruzados sobre el edredón. Desde una bolsa que cuelga de un soporte, le entra líquido en la vena del antebrazo.
Le han dado una habitación individual. Ha sido con buena intención, pero recuerdo que una vez me dijo que su mayor miedo era morir sola.
El cuarto está inundado de luz cálida. Cojo una silla que está junto al lavabo; las patas de tubo de acero arañan el suelo.
Le tomo la mano con cuidado. Es como levantar una bolsa de piel tibia llena de huesos. La acaricio y entrelazo sus dedos flojos con los míos.
Sonidos. Su respiración. El tictac de un aparato electrónico. El ruido del motor de un coche de la calle. Un suspiro. Proviene de sus labios.
En la pared, sobre la puerta, cuelga un reloj que va cinco minutos atrasado. Con movimientos abruptos, el segundero lucha por mantener el ritmo. Algo en la maquinaria está a punto de romperse.
Sobre la mesilla hay un ramo de flores en un brillante jarrón del hospital. La tarjeta cuelga medio abierta. El mensaje está escrito con pluma y una letra recargada:
¡Que tengas un viaje lleno de paz, Grethe!
Eternamente tuyo,
MMM
MacMullin me ha dado una astilla de la verdad. Nada más. Una astilla de la verdad. Quizá no sepa nada. No sé qué explicación creer. No sé siquiera si debo creer alguna de ellas. Pero una cosa sé: cuando le entregue el cofre a MacMullin, cofre y contenido desaparecerán para siempre. Si han conservado su secreto durante dos mil años, supongo que conseguirán conservarlo dos mil años más. El monasterio de Vaerne no será nunca un centro turístico internacional. Sus prados no se convertirán nunca en aparcamientos atestados, nunca habrá impacientes turistas americanos haciendo cola para mirar el octógono a través de cristales de plexiglás a prueba de bombas, o para estudiar las copias -con traducción a seis idiomas- del manuscrito del cofre. Porque éste jamás se dará a conocer.
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