Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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La piel me arde y me pica.

Pienso. Escribo. Las palabras se disuelven en la nada; palabras sobre hechos que parece que no han sucedido nunca y no han sido nunca vividos por persona alguna. Huidizos, efímeros. Como las palabras de un libro que leíste una vez y luego metiste en el estante del olvido.

***

Así acabó la historia. O así podría haber acabado. Porque en el fondo nunca hay un final. Todo continúa, pero de otro modo. ¿Dónde empieza y dónde termina un círculo?

Después de que MacMullin se llevara el cofre al silencio, me quedé en la casa de campo para, a falta de una explicación mejor, reunir mis ideas. Durante los días que siguieron estuve aguardando un final que nunca llegó. Por la noche esperaba que alguien llamara a la puerta: Diane, MacMullin, Llyleworth, Peter. O que alguno telefoneara. Pero no ocurrió nada.

Pasada una semana, cerré la llave del agua y las esperanzas y volví a Oslo.

Lenta y obedientemente, regresé a mi antigua existencia.

Paseaba todas las mañanas hasta el cruce de Storo para coger el tranvía hasta el centro. En el despacho cumplía mis tareas laborales con un amodorrado e indiferente sentimiento de responsabilidad. De vez en cuando alguien me preguntaba qué era lo que había sucedido en realidad en el monasterio de Vaerne, pero los despedía con explicaciones cansadas de la vida.

Algunas noches, cuando la oscuridad se tornaba demasiado oprimente, Diane venía a mí con un susurro de sabor, olor y añoranza. A veces yo cogía el teléfono y marcaba las cifras de su número, menos la última. A medida que fui reuniendo valor lo dejaba sonar un par de veces antes de colgar. Un sábado por la mañana esperé hasta que contestó. Sólo quería desearle feliz Año Nuevo. Pero no era Diane. Estaría atada a algo. Como a los postes de la cama. Colgué antes de que el adormilado señor tuviera tiempo de preguntarme quién era y qué quería.

En algún momento de enero solté el asa de la realidad. No recuerdo exactamente cuándo o cómo sucedió. Pero no fui al trabajo en varios días. Mamá y el profesor me encontraron sentado en una silla en el salón de mi apartamento. Me llevaron a la clínica en ambulancia. Fue como volver a casa. En la clínica no tienes que aparentar nada. No tienes que actuar como si brillara el sol y como si todo fuera a ser mejor a la mañana siguiente. Como si una pared de piedra reluciente e irremontable no se irguiera en la niebla entre ti y el soleado valle en que hubieras podido vivir como un hobbit, feliz en el bosque junto al arroyo. En la clínica puedes lanzarte al mar revuelto y dejarte hundir. Y puedes quedarte en las profundidades todo el tiempo que quieras. En la escafandra de tu existencia. Tras meses de espera y cavilaciones, estaba convencido de que me habían engañado. Encontraba grietas en las explicaciones, quiebras en la lógica, huecos en las historias que clamaban al cielo. Creía ser víctima de una burla meticulosamente planeada y puesta en escena. Creía haber interpretado con tanta pasión el papel del guardián autocomplaciente y fácil de engañar que mi nombre estaba ya grabado sobre la placa de una estatuilla de Óscar. «Gracias, gracias… En primer lugar, me gustaría agradecer a mis padres…» Me los imaginaba a todos allí sentados, riéndose a carcajadas de mí. Aunque presionara las manos contra los oídos y me balanceara adelante y atrás, seguía oyendo su risa chillona, histérica. «¡Máquinas del tiempo!», bramaban a coro Llyleworth y Arntzen. «¡Platillos volantes!», se desternillaba Anthony Lucas Winthrop Jr. «¡Manuscritos de la Biblia!», se reía Peter Levi. «¡Jesús conspirando!», se carcajeaba MacMullin. «¡Tesoros merovingios!», chillaban Diane y mamá. Y luego se golpeaban los muslos y se partían de risa. Un día, babeando de rabia, llamé a la SIS exigiendo que me pasaran con MacMullin. Obviamente no estaba. «¿Mac-Quién?» Intenté sin éxito rastrear su número de teléfono en Rennes-le-Cháteau, pero nadie parecía saber nada de él. Llamé varias veces al Instituto Schirnmer, pero nunca conseguí abrirme paso a través de la fina red de corteses evasivas de la centralita.

Poco a poco fueron desapareciendo la rabia y la indignación. Bueno, pues me habían engañado. ¡Gran cosa! Al menos les había presentado batalla. A fin de cuentas, no podía resultar determinante para el bienestar de la humanidad que el cofre acabara, después de ochocientos años, en manos de los bandidos y no en un expositor esterilizado en un somnoliento museo de la calle Frederik. En última instancia había , que agradecerle a MacMullin que hubiera aparecido. Sin él, la tierra lo habría ocultado durante otros ochocientos años. Se merece el secreto del cofre. Aunque sea el elixir de la vida eterna.

Me dieron el alta en mayo y me mandaron a casa. Mamá fue a buscarme en su Mercedes y me acompañó hasta el décimo piso.

A finales de junio volví a la casa de campo junto al fiordo. De vacaciones esa vez. De camino pasé por el monasterio de Vaerne. Todo estaba recogido. El granjero había alisado nuestros montones de restos y sembrado centeno. Sólo el hoyo en torno al octógono estaba vallado con una rejilla de plástico naranja. Las autoridades todavía no saben qué hacer con el monumento.

Al abrir la puerta de la casa, fue como si el perfume de Diane me saliera al encuentro. Estupefacto, me quedé con la mano en el pomo de la puerta. Esperaba a medias oír su voz, «¡Hola, cielo, llegas tarde!», y un beso en la mejilla. Pero al cerrar los ojos y olfatear, sólo olía a polvo y a cerrado.

Deambulé en silencio de cuarto en cuarto, descorrí las cortinas, me llevó un rato poder abrir la llave del agua tras el invierno.

Luego dejé que las vacaciones me penetraran, pesadas, indolentes, cálidas. Días soleados y noches de bochorno se encadenaban en un armonioso aburrimiento.

Me he sentado en la terraza, en pantalones cortos y sandalias. En la radio declaman la temperatura de las aguas. Hace mucho calor. En la lejanía flota Boléeme en la bruma. Al otro lado del fiordo, justo enfrente, Horten y Asgárdstrand son puntos desordenados en la línea azul de la costa. Siento una profunda calma . He cogido una cerveza fría y la destapo con un abridor. Unos jóvenes gritan y ríen en la plataforma de salto junto al agua. Una chica cae chillando al agua. Un chico se tira detrás. Con un movimiento desganado me quito de en medio una avispa que está demasiado interesada en mi cerveza. Dos golondrinas se balancean contra el viento.

Un pronto me impulsa a levantarme y bajar hasta el buzón de la verja. Entre los folletos de publicidad y las circulares informativas de Fuglevik, encuentro un gran sobre amarillento. No sabría decir cuánto tiempo lleva ahí. No tiene remitente. Pero está sellado en Francia.

Como un sonámbulo voy con el sobre a mi cuarto de niño. Lo abro con unas tijeras y vierto el contenido sobre el escritorio.

Una carta breve. Un recorte de periódico. Una fotografía.

La carta está escrita a mano, la letra es irregular, forzada:

Rennes-le-Cháteau, 14 de julio

Señor Belt0:

Usted no me conoce, pero mi nombre es Marcel Avignon y soy médico jubilado aquí en Rennes-le-Cháteau. Me dirijo a usted por petición de nuestro común amigo Michael MacMullin, que me proporcionó su nombre y dirección de verano. Me duele tener que informarle de que el grand-seigneur MacMullin falleció anoche. Murió calladamente mientras dormía, tras una breve y, por suerte, poco dolorosa enfermedad. Eran las cuatro y media de la madrugada cuando desapareció. Junto con su querida hija Diane, que pasó la noche con él, estuve presente durante sus horas finales. Una de las últimas cosas que hizo fue darme instrucciones para que le escribiera y le mandara esto. Luego dijo que usted (y ahora tengo que citar de mi deficiente memoria), «que es muy duro de pelar, hará lo que le dé la gana con la información». Por mi parte, quisiera permitirme añadir que pronunció estas palabras con una devoción que me convenció de que era usted un amigo al que valoraba infinitamente. Por eso es para mí un honor y una alegría realizar el pequeño favor que me pidió el señor MacMullin, a saber, mandarle un recorte de periódico y una fotografía. Él pensaba que usted sabría de qué se trataba. Eso espero, porque yo no puedo ayudarlo. Permítame por último que le presente mis condolencias, con mi más profunda y sincera simpatía, ya que comprendo que la pérdida de su amigo le hará sufrir como he sufrido yo. Si puedo ayudarlo de algún modo, no vacile en ponerse en contacto con el abajo firmante.

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