– ¿Quiénes?
– ¡Los autores! ¡Los otros evangelistas!
Con frenético entusiasmo pasa las páginas hasta el capítulo 16 y lee en alto:
Pasado ya el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé compraron sustancias aromáticas para ir a ungirlo. Y muy de mañana, en el primer día de la semana, van al sepulcro apenas salido el sol. Iban diciéndose entre ellas mismas: «¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?» Pero levantando la vista ven que la piedra, que era muy grande, estaba ya retirada. Y cuando entraron en el sepulcro, vieron a un joven sentado a la parte derecha, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: «No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí; mirad, éste es el lugar donde lo pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que él irá antes que vosotros a Galilea; allí lo veréis, conforme os dijo él.» Ellas salieron corriendo del sepulcro, porque estaban sobrecogidas de temor y espanto. Y nada dijeron a nadie porque tenían mucho miedo.
MacMullin alza la vista.
– Aquí termina el Evangelio según Marcos.
– ¡Pero si hay más!
– Sí. Hay más. Pero no fue Marcos quien lo escribió. El primer evangelista, aquel en quien se basaron los otros, concluye su relato con la promesa del Jesús resucitado. ¿Ves lo natural que resulta que la historia acabe aquí? Pero la posteridad no estaba satisfecha con este final. Querían algo más concreto. ¡Un final con garbo! Con promesas y esperanzas. Por eso alguien añadió el resto. Y fíjate en la ruptura de estilo, lo añadidos y breves que resultan los últimos versículos:
Habiendo resucitado al amanecer, en el primer día de la semana, se apareció primeramente a María Magdalena, de la que había arrojado siete demonios. Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que estaban sumidos en la tristeza y el llanto. Ellos, cuando oyeron decir que vivía y que lo había visto ella, se resistieron a creer.
– Date cuenta -señala MacMullin-. No la creyeron cuando contó lo que había visto. Y hay más:
Después de esto se manifestó, bajo otra figura, a dos de ellos, que iban de camino a un caserío. Entonces éstos regresaron a dar la noticia a los demás. Pero tampoco a ellos los creyeron.
– Y esto es llamativo -apunta MacMullin-. Porque el propio Jesús había, anunciado su retorno. Sus más allegados lo aguardaban. Esperaban que volviera. Eso dice la Biblia. Entonces, ¿por qué ninguno de sus más cercanos seguidores lo cree cuando pasa? Jesús cumple lo que ha prometido… ¿y ninguno de sus discípulos lo cree? ¡Deberían haber estallado en júbilo! ¡Deberían haber loado al Señor! Pero no, ¿qué es lo que ocurre? No se lo creen. ¡Lo rechazan! Si lees estos versículos detenidamente, verás cómo toda la revelación aparece como algo añadido con posterioridad. ¿Por qué? Bueno, porque han retocado los manuscritos. Los han corregido. Mejorado. Como un guión de cine. Fueron los autores y los otros evangelistas los que hicieron resucitar a Jesús, en carne y hueso, para exhortarlos a enseñar el evangelio a todo el mundo. Un final mucho más amable para los lectores; es como si Hollywood hubiera actuado de corrector.
MacMullin arrastra el dedo hasta el versículo 14 y lee:
Finalmente se manifestó a los once, mientras estaban en la mesa, y les recriminó su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber dado crédito a quienes lo habían visto resucitado. Luego les dijo: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda la creación.»
– ¿Notas cómo prende el entusiasmo en el escritor? -pregunta MacMullin-. ¿Cómo intenta llevar el relato a una cumbre, a un fulgurante clímax literario? Y después despega completamente, primero con promesas y amenazas.
El que crea y se bautice, se salvará; pero el que se resista a creer, se condenará. Estas señales acompañarán a los que crean: en virtud de mi nombre arrojarán a los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en sus manos serpientes, y, aunque beban algo mortalmente venenoso, no les hará daño, impondrán las manos a los enfermos y éstos recobrarán la salud.
MacMullin frunce la frente.
– ¿Debemos tomarnos esto literalmente? ¿Exorcismo? ¿Don de lenguas? ¿Inmunidad a los venenos? ¿Imposición de manos? ¿O estamos ante un escritor lleno de ardiente fe y exaltación que quiere elevar la historia hasta un clímax espiritual? Así termina:
«Así pues, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios.
Ellos fueron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando su palabra con las señales que la acompañaban»
MacMullin cierra el libro.
– En Marcos el final es vago, difuso, incompleto. Incluso después de que el original fuese adornado por los que copiaban y difundían sus textos, se reveló como muy pobre. Los otros evangelistas no estaban nada contentos con su relato. Así que colorearon aún más sus versiones. Querían que hubiera pathos. ¡Acción! Hacen que sea Jesús, y no un ángel, quien recibe a las mujeres en el sepulcro. Que Jesús se encuentre cara a cara con los discípulos. ¿Qué versión es la correcta? ¿Cuál cuenta la verdad? ¿Cuál lo ha entendido todo mal? Así que lo que yo me pregunto es: ¿qué es lo que saben el resto de los evangelistas que el primero de ellos, Marcos, desconocía por completo? ¿Por qué saben más que Marcos? Ninguno de ellos estuvo allí, todos disponen de las mismas fuentes donde beber. ¿Cómo pueden ser tan detallados y precisos en su descripción de la resurrección de Jesús y de su revelación… cuando el primero no lo fue en absoluto?
Puede que MacMullin pretenda que sea una pregunta. Pero yo ni siquiera intento contestar.
– Los evangelios -continúa- surgieron de la necesidad de la Iglesia primitiva de confirmar su fe en Jesús como señor resucitado de la Iglesia. El dogma de su resurrección era una premisa. Una necesidad. La requerían como fundamento de sus relatos. Porque sin la resurrección, en el fondo, no tenían ninguna religión. A los evangelistas no les interesaba demasiado el Jesús histórico. A quien describían era al espiritual. Y creían en él. Estaban convencidos de que su espíritu se hallaba entre ellos. No tenían el propósito de dar una visión histórica o cronológica de la vida de Jesús. Su único objetivo era la prédica. Convencer a sus lectores de que Jesús era el hijo resucitado de Dios. Basándose en los numerosos testimonios de que disponía la Iglesia primitiva, compusieron sus evangelios. Pero si prescindes de la resurrección en la Biblia, te quedas con historias sueltas sobre la heroica vida de un gran humanista.
Sirve jerez para los dos. Estamos sentados en silencio. Pasan los minutos.
– Así que si todo lo que me cuentas es correcto… ¿qué fue en realidad lo que sucedió? -pregunto.
El traga el jerez y chasquea la lengua para saborear los pequeños matices. Lenta y concentradamente -como si estuviera levantando una pesa de pensamiento puro y duro-, traslada la mirada desde la chimenea hasta mí.
– No es fácil darte una explicación que te resulte fiable -responde, y deja la copa sobre la mesa.
Yo asiento despacio con la cabeza.
– Cuando se nos ha machacado con cierta representación durante dos mil años de historia -dice-, es muy difícil aceptar una presentación diferente. No se está abierto a creer otra versión.
– Ya me has contado lo más importante: Jesús sobrevivió a la crucifixión.
Hasta ahora no he advertido el agotamiento que muestra MacMullin; viejo y cansado. Es como si la conversación lo hubiera dejado sin fuerzas. Tiene la piel pálida y húmeda, los ojos sin brillo.
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