Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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– Das por perdida la Biblia entera.

– Pero ¿qué es en realidad la Biblia? Una colección de escritos antiquísimos sobre el espíritu de unos tiempos. Prescripciones, reglas de vida, ética, testimonios manuscritos, interpretaciones y sueños adornados y redactados, relatos que han pasado de boca en boca y, finalmente, han sido reunidos entre dos cubiertas y han recibido el sello de aprobación de los sacerdotes. -Masca los últimos pedazos de la manzana y se humedece los labios con la punta de la lengua.

– ¿Y tu versión? -pregunto-. ¿Cómo acaba tu versión de la historia?

– No es mía. Yo sólo la transmito.

– Ya sabes a qué me refiero.

– No es mucho lo que podemos establecer con seguridad. No después de tanto tiempo. Hay pocos testimonios. Fragmentos poco claros. Fragmentos de información.

– Eso es lo que he vivido yo las últimas semanas.

MacMullin se ríe un poco y se recoloca en la silla, como si no estuviera bien sentado.

– ¿Sabéis en realidad lo que pasó después de la crucifixión? -pregunto.

– Sabemos bastantes cosas. Aunque no las suficientes, ni mucho menos. Pero algo sabemos.

– ¿Como que Jesús llegó a Rennes-le-Cháteau?

– Sabemos mucho sobre la huida. Sencillamente porque disponemos de manuscritos redactados por dos de los participantes. Relatan el trayecto desde Tierra Santa hasta Rennes-le-Cháteau.

– ¿Sí?

– Cuando Jesús, tras la crucifixión, recuperó las fuerzas suficientes, huyó con su grupo de seguidores cercanos en una nave que lo estaba esperando. Primero llegaron a Alejandría, en Egipto. Desde allí se dirigieron al norte hasta Chipre, después hacia el oeste hasta Rodas, Creta y Malta, y finalmente otra vez hacia el norte hasta Vieux Port, el puerto viejo de Marsella. Desde allí viajaron por carretera un trecho hacia el suroeste del país y se establecieron en Rennes-le-Cháteau.

– Resulta difícil de creer.

MacMullin aprieta los labios y mira por la ventanilla del avión. Los motores braman. Después extiende el brazo con gesto de seguridad en sí mismo.

– Pero a fin de cuentas… ¿la versión de la Biblia es más digna de crédito?

Me quedo un ratito cavilando sobre esa pregunta.

– Estás realmente convencido de que es así-digo.

Me mira. Largo rato.

– ¿Cuántos años llegó a cumplir? -pregunto.

– No lo sabemos. Pero tuvo varios hijos con la mujer con la que se casó, María Magdalena.

– ¿Jesús se casó? ¿Y tuvo hijos?

– ¿Por qué no iba a hacerlo?

– Es que suena tan…, no sé.

– Tuvieron siete hijos. Cuatro chicos y tres chicas.

Una azafata que ha estado preparando el desayuno en la estrecha antecocina nos lo sirve sobre platos calientes. Me sonríe. Yo le sonrío a mi vez. MacMullin mira la comida y chasquea la lengua alegremente. Dividimos los panecillos en dos, servimos zumo de naranja en los finos vasos con cubitos de hielo, abrimos los pequeños cuencos de cristal con mermelada casera.

MacMullin coge un trozo de panecillo y se limpia la boca con una servilleta que lleva su monograma.

– Los hijos de Jesús custodian el secreto de sus orígenes -dice-. Fueron sus hijos y nietos, no el propio Jesús, quienes prepararon el terreno para lo que más tarde serían las órdenes de caballería, los movimientos masónicos, las sociedades herméticas. Pequeñas congregaciones conspiratorias cuyo objetivo fundamental era el de conservar un secreto que en estos momentos no saben ni cuál es. -Sacude pensativo la cabeza-. Hay cientos de ellas, Sectas, Clubs, Movimientos, Logias. Todas rozan la parte externa de la verdad. Han escrito cientos de libros. Los poetas han seguido hilando sobre cuasiconocimientos y mitos. En Internet hay foros de debate consagrados a especulaciones y adivinanzas. Pero nadie ve el conjunto. Nadie lo comprende correctamente. Son como las moscas que ignoran que eso contra lo que están chocando es un cristal.

– O el abejorro -añado con rapidez, pero es evidente que MacMullin no le ve mucho sentido.

– O el abejorro -repite sin entender.

Cojo el frío vaso. El zumo de naranja está recién exprimido.

– ¿Dónde se metieron al final los descendientes de Jesús? -pregunto. Chupo y mordisqueo un cubito de hielo que me cruje entre los dientes.

– Esa pregunta no se deja responder.

– ¿Por qué no?

– Porque no «se metieron» en ningún sitio. Vivieron sus vidas. Tuvieron sus hijos, que aún siguen entre nosotros. Una estirpe poderosa y orgullosa. Entre nosotros.

– ¿Saben ellos mismo quiénes son?

– Prácticamente ninguno de ellos. Sólo unos pocos. Menos de mil. Y ahora también tú.

– Sus descendientes siguen viviendo -digo de forma respetuosa y reflexiva.

– Bueno, sí. Claro. Pero han transcurrido dos mil años. Que no se te olvide que también esa familia se ha aguado. Al fin y al cabo, estamos hablando de muchas generaciones. El primogénito de Jesús fue el primer gran maestro. Fue él quien encargó y selló el cofre de oro. Al morir el primer gran maestro, su hijo mayor asumió la responsabilidad sobre el cofre. Así la reliquia fue pasando de padre a primogénito a través de los siglos. Hasta que desapareció.

– ¿Y qué ocurre con todas las insinuaciones de que Jesús es el patriarca de las estirpes reales europeas?

– Como tantas otras cosas, es una exageración. Con una pizca de verdad. Tras algunos siglos, los descendientes de Jesús establecieron lazos matrimoniales con la dinastía merovingia y pasaron a formar parte de la familia que mantuvo el poder real en el reino franco hasta el año setecientos cincuenta y uno. Pero casi nadie, a excepción de unos pocos miembros de la realeza y los sucesivos grandes maestros y sus círculos más cercanos, pudo conocer el conjunto. El secreto. Esto es, saber de la huida de Jesús y de sus descendientes. Y con el tiempo también eso se convirtió en un mito, algo sobre lo que ni siquiera los iniciados sabían bien qué pensar.

Me como el panecillo y me bebo el zumo. Esto empieza a ser demasiado para mí.

– ¿Y qué hay en el cofre? -pregunto en confianza.

MacMullin tiene pinta de que lo que más desea en el mundo es que retire la pregunta.

– ¿Qué hay en el cofre? -repito.

– Nosotros creemos… -vacila-, creemos que dos cosas.

Apoya las manos sobre la mesa. Traga. No quiere soltar el secreto. En él, callar es un reflejo del sistema nervioso central. Desvelar la verdad a un extraño es algo que nunca ha hecho. Algo se resiste en su interior. Pero se da cuenta de que no tiene opción. Soy duro de pelar.

Me mira suplicante.

– Por última vez, Bjorn, ¿vas adarme el cofre?

– Que sí.

La respuesta lo desconcierta.

– ¿Sí?

– Cuando me hayas dicho lo que contiene.

Percibo cómo sus últimos restos de resistencia se desmoronan.

Cierra los ojos con fuerza.

– Una indicación -dice-. Probablemente un mapa.

– ¿Un mapa?

– Unas indicaciones que muestran el camino hasta el sepulcro de Jesús. Quizá la gruta en que fue alojado para su descanso. Su tumba terrenal. Pero aún más importante…

Abre los ojos, pero no me mira.

Calla.

Mira a través de mí.

– El evangelio de Jesús. El relato que escribió el propio Jesús sobre su vida, su obra, su fe y sus dudas. Y sobre los años posteriores a la crucifixión.

MacMullin se vuelve y mira por la ventanilla: el cielo, el paisaje bajo nuestros pies, la luz, las nubes.

Por medio de respiraciones breves y rápidas va soltando todos los pequeños demonios que lo invaden.

Yo le concedo el tiempo que necesita.

Pasado un rato se gira hacia mí. Tiene los ojos vacíos.

– Así es -dice.

– Un manuscrito. Un manuscrito y un mapa.

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