Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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Creo que no me está escuchando. La verdad es que ha sonado bastante críptico.

– Se trata de mi madre -añade.

En el agua estancada, una rana se pone a croar. Intento avistarla, pero es sólo un sonido.

– ¿Qué pasa con ella? -pregunto.

Diane solloza. La rana le responde tentativamente desde el estanque.

– Es curioso que tuviera que conocerte a ti para averiguar quién es mi madre.

– ¿Qué tengo yo que ver con tu madre?

Diane cierra los ojos sin responder.

– Creía que tu madre estaba muerta.

– Eso creía yo también.

– ¿Pero?

– Nunca me dejaron conocerla. Ella no quería saber nada de mí.

– No entiendo. ¿Quién es?

– Quizá puedas imaginártelo. Tú la conoces.

Intento leer su rostro.

Lo primero que pienso es: «¿Mamá?»

Después: «¿Grethe?»

– ¡MacMullin estuvo saliendo con Grethe! -exclamo-. ¡En Oxford!

Ella se queda callada.

Ahora es mi respiración la que ha empezado a cornear y golpear.

– ¿Es Grethe tu madre?

La rana se ha movido. El ruido proviene ahora de otro sitio. ¿O quizá por fin le esté respondiendo otra rana?

– Hay algo más. Soy la única hija de mi padre. Su único descendiente.

– ¿Y?

Sacude la cabeza.

– ¿Qué más da eso para nosotros? -digo.

– Eso lo da todo. ¡Todo!

– Explícate.

– Verás, papá no es…

Pausa.

– ¿No es qué? -pregunto.

– Cuando él muera, yo…

Pausa.

– ¿Sí? Cuando él muera, ¿tú qué?

Se contiene.

– No puedo evitarlo. Créeme. Pero así es.

– No entiendo.

– Jamás funcionaría -dice.

– ¿Qué es lo que jamás funcionaría?

– Tú. Yo. Nosotros.

– Chorradas, no hay nada que no podamos arreglar entre nosotros.

Ella niega con la cabeza.

– Creía que ibas en serio, Diane.

– ¿Sabes…? Cuando nos conocimos, eras tan diferente…, tan tentador… completamente distinto de todos los demás hombres que he conocido. Lo que sentía entonces era… algo real. Algo que no había sentido antes, no del mismo modo. Pero luego llegó papá y lo estropeó todo.

– Pero tú seguiste. Fuiste por mí.

– Pero no para complacerlos. Todo lo contrario. Para desafiarlos. Intenta comprenderlo, Bjorn. Si te he usado, ha sido por mí. Por rebeldía. Porque me importas. Porque quería demostrarles que no soy parte de su juego. Pero, a pesar de todo… -Sacude la cabeza.

– Podemos lograr que funcione, Diane. Podemos dejar todo esto a nuestras espaldas.

– Nunca funcionará. Nos lo han estropeado todo.

– Pero, de todos modos, ¿no podríamos…?

– No, Bjorn. -Se levanta de golpe-, Así son las cosas. -No me mira-. Lo siento.

Me mira a los ojos, sonríe brevemente, con tristeza.

Luego se da la vuelta y baja a toda prisa por el sendero. Lo último que oigo de ella son sus pasos crujiendo en la gravilla.

Al morir papá, hubo muchas discusiones entre mamá y la funeraria sobre si el ataúd debía estar abierto o cerrado en la capilla durante el funeral. El señor de la funeraria nos aconsejaba que cerráramos el ataúd. Para que pudiéramos recordarlo tal y como había sido. Sólo cuando mamá se negó a rendirse, el hombre se vio obligado a ponerse desagradable.

– Señora, cayó desde treinta metros de altura, directamente sobre las piedras.

Mamá no parecía comprender. Estaba un poco fuera de sí.

– ¿No podrían maquillarlo? -propuso.

– Señora, no lo entiende. Cuando un cuerpo choca contra las piedras tras una caída de treinta metros…

Al final el ataúd estuvo abierto.

La capilla estaba adornada con flores, un organista y un violinista tocaban salmos. Junto a una puerta trasera había cuatro hombres de la funeraria. Mantenían un gesto profesional y aspecto de ir a echarse a llorar en cualquier momento. O a reír.

El ataúd estaba en alto en medio del recinto.

Adagio. Frágiles notas en el silencio. Sollozos callados. La tristeza se entretejía con la música.

Le habían juntado las manos, que estaban enteras, y le habían metido un ramo de flores silvestres entre los dedos. Lo poco que se veía de la cara brillaba a través de un agujero oval que habían hecho en el paño de seda en que estaba envuelta la cabeza. Para ahorrárnoslo. Debieron de trabajar mucho con él. Intentado recrear su aspecto con algodón y maquillaje. A pesar de todo, estaba irreconocible. No era papá el que yacía allí tumbado. Cuando le toqué los dedos, estaban tiesos y helados. Recuerdo que pensé: «Es como tocar un cadáver.»

***

Mañana. La luz es tenue. Los colores aún no han despertado en las colinas.

Entumecido de cansancio, estoy sentado con los codos sobre el marco de la ventana. Me he pasado toda la noche mirando fijamente el gran vacío negro y he visto cómo la oscuridad se disolvía en una pálida claridad, he visto el baile de los murciélagos contra las estrellas. Desde el amanecer, los pajarillos han estado canturreando y revoloteando en el árbol del otro lado de la ventana. Como flechas, han perseguido a los insectos hasta las alturas. Abajo, en el patio, un gato negruzco se para y se estira satisfecho. Una furgoneta adormilada traquetea carretera abajo cargada con fruta y verdura.

Diane se ha marchado. La he visto irse. En medio de la noche alguien le ha llevado las maletas al minibús y se la ha llevado. Durante varios minutos he estado siguiendo con la mirada la lenta bola de luz hasta que la ha absorbido la oscuridad.

***

– ¿Has tenido alguna vez la impresión de que nada en esta vida es tal y como te lo imaginas?

Está sentado a la luz de las llamas, ante la chimenea de la biblioteca. Es de noche. Un neanderthal de prietas mandíbulas y ojos esquivos ha ido a buscarme al cuarto y me ha llevado en silencio a través de los corredores del castillo hasta lo que MacMullin, con exagerada modestia, llama el «rincón de lectura».

Las paredes de la gran sala están cubiertas de libros. Miles y miles de libros antiguos, desde el suelo hasta el techo; un mosaico de lomos amarillentos y carpetas con sinuosos títulos en latín y griego, francés e inglés. El recinto huele a polvo, a cuero y a papel.

MacMullin ha servido dos copas de jerez. Brindamos sin mediar palabra. Los leños del fuego crepitan y chisporrotean.

Él carraspea.

– He oído que has hablado con Diane.

Yo miro las llamas.

– Grethe es su madre.

– Así es.

– Tenemos mucho en común, tú y yo.

– Siento que tuviera que acabar de esta manera. Contigo. Con Diane. Y… todo…

– ¿Por qué te llamas MacMullin?

Me mira sorprendido.

– ¿Cómo te gustaría que me llamara?

– Eres de vieja estirpe francesa. ¿Por qué tienes un nombre escocés?

– Porque me gusta como suena.

– ¿Así que no es más que un apodo?

– Tengo muchos nombres.

– ¿Muchos? ¿Por qué? ¿Y por qué escocés? -repito.

– Es el nombre que más me gusta. Uno de mis antepasados, Francisco II, se casó con María Estuardo, que creció en la corte francesa y tenía fuertes vínculos con Francia. Supongo que sabes de historia. Antes de morir repentinamente, tuvo una aventura con una distinguida dama del poderoso clan escocés de los MacMullin.

Le da un sorbito al jerez. Ente nosotros vibra una membrana invisible de inseguridad mutua. MacMullin desaparece dentro de sí mismo. Yo mando mi mirada y mi atención de paseo por la gran sala.

Al final tengo que rendirme a la presión del silencio.

– ¿Me has pedido que venga? -pregunto.

Su mirada encuentra la mía con un brillo juguetón. Como si intentara ver hasta qué punto puede forzar mi paciencia.

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