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Tom Egeland: El final del círculo

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Tom Egeland El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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Cree que soy mi hermanastro Steffen, que nunca está en casa por la noche, que siempre consigue encontrar alguna chica que no pueda soportar la soledad entre las sábanas.

El profesor le alarga el pesado auricular a mamá con un gruñido. Las sábanas crepitan cuando los dos se sientan en la cama.

– ¿Steffen? ¿Ocurre algo?

La voz de mamá. Nunca falla. Suena como si hubiera estado despierta esperando a que sonara el teléfono. Con su vestido de fiesta rojo. Con la laca de uñas secándose lentamente, con rímel y el pelo recién peinado. Con su bordado en el regazo y su copita al alcance de la mano.

– Sólo soy yo -digo.

– ¿Bjornillo? -Un toque de pánico-. ¿Ha pasado algo?

– Lo… Siento haberos despertado.

– ¿ Ha pasado algo?

– Mamá… No pasa nada. Yo…

Ella suspira en el teléfono. Siempre se imagina lo peor. Accidentes de tráfico, incendios, psicópatas armados. Cree que estoy llamando desde la unidad de cuidados intensivos del hospital de Ullevál, que van a llevarme a la sala de operaciones en cualquier momento, que los médicos me han permitido hacer una llamada por si la intervención sale mal, cosa que, además, puede ocurrir perfectamente.

– Lo siento, mamá, no tengo ni idea de por qué he llamado.

Los estoy viendo. Mamá, agitada y con miedo, con su elegante camisón. El profesor, muy malhumorado, con su pijama a rayas. Su desagradable cara tiznada de barba gris. Están medio acostados, medio sentados en la cama. Las espaldas recostadas sobre una mullida pila de almohadas con fundas de seda y sus iniciales bordadas a mano. Sobre la mesilla luce una lámpara con borlas en la pantalla.

– ¡Pero, Bjornillo! ¡Tienes que decirme lo que ha pasado!

Sigue convencida de que ha sucedido algo horrible.

– No pasa nada malo, mamá.

– ¿Estás en casa?

Puedo seguir el hilo de sus pensamientos. Quizás esté tirado entre mis propios vómitos, en un hospicio cutre, quizá me haya tragado cincuenta Rohypnol y treinta Valium con un litro de alcohol de quemar y esté ahora jugueteando con un mechero.

– Sí, mamá. Estoy en casa.

No debería haber llamado. Ha sido una especie de acción forzada. No siempre me mantengo en mis cabales. Cuando me despierto por la noche, los pensamientos dolorosos me rasgan los nervios. Es como el dolor de muelas o de anginas: todo es peor por la noche. Pero no tengo por qué torturar a mamá, no a las tres y media de la madrugada. Podría haberme tomado un Valium; en cambio, he marcado su número, como si ahí hubiera encontrado consuelo alguna vez.

– Es que me he quedado tumbado, pensando, y he querido oír tu voz. Nada más.

– ¿Estás seguro, Bjornillo?

Detrás de sus palabras intuyo un toque de irritación. Al fin y al cabo, es tardísimo, estaban durmiendo, podría haber esperado hasta mañana si lo único que quería era oír su voz.

– Siento haberos despertado.

Está desorientada. No suelo llamar en medio de la noche. Tiene que haber pasado algo, algo que deseo contarle.

– Bjornillo, ¿quieres que vaya?

– Sólo quería… charlar un poco.

Vuelvo a oír su respiración agitada, que llena el auricular como la llamada obscena de un desconocido.

– ¿Sí? -Arrastra la pregunta. Apuntar a la hora es lo más cerca que llega mamá de criticarme.

– Estaba despierto. Pensando. En mañana. Y por eso me han entrado ganas de hablar contigo.

Espero que la comprensión le llegue como un viento polar helado.

– ¿Porque es martes?-pregunta ella.

No lo ha entendido. O se hace la tonta.

A sus espaldas se oye refunfuñar al profesor.

No sé casi nada sobre la infancia de mamá; nunca ha querido hablar de ello. Pero no resulta difícil comprender por qué papá se enamoró de ella. No era como las otras chicas del instituto. Había algo valiente y misterioso en ella. Durante todos los años de colegio él anduvo detrás de mi madre. Al final cayó en sus brazos. En las fotos de mamá del último curso se ve que asoma la tripa.

En la penumbra, mamá todavía puede parecer una chiquilla. Es hermosa y delicada como una reina de los elfos bailando a la luz de la luna.

A veces me pregunto qué es lo que haría la infancia con mamá. Antes de la guerra, los abuelos vivían en el norte, en una casa con cortinas de encaje, mantel de hule y unas paredes que no presentaban resistencia contra el viento del oeste. La casa no era grande. La he visto en fotos. Estaba en medio de un páramo. Una cocina, en cuya pila hacían pis por la noche, un salón y un dormitorio en el desván. El servicio estaba fuera. Siempre estaba ordenada y limpia. Le prendieron fuego los alemanes. Los abuelos sólo consiguieron salvar un álbum de fotos y algo de ropa. La abuela vivió un tiempo en el norte de Suecia mientras el abuelo construía otra casa en el páramo junto al fiordo, pero nunca volvió a ser lo mismo. Después tuvieron a mamá, pero tampoco eso ayudó. La guerra le había hecho algo al abuelo. En Oslo se instalaron en casa del hermano de la abuela. Pero nadie necesitaba a un pescador con los nervios debilitados o a una mujer capaz de limpiar un bacalao en siete segundos, curar inflamaciones con hierbas y, además, hablar con los muertos cuando caía la oscuridad.

En cada mojón de su vida los esperaba un «pero».

Cuando mamá tenía cuatro años encontraron al abuelo flotando junto al muelle. Tras una investigación breve y superficial, el caso fue archivado. A la abuela le dieron trabajo como ama de llaves de una familia acomodada de Grefsen. Llevaba a cabo sus tareas muda y acobardada. Sólo quienes le mantenían la mirada descubrían la sólida dignidad que habitaba en ella.

Nunca se buscó un nuevo marido. Adoraba las cuatro fotografías que había del abuelo como si de iconos se tratara. En el armario guardaba una camisa que no había tenido tiempo de lavar antes de que él muriera. Estaba manchada y olía a sudor y a restos de pescado. En ella había conservado al abuelo.

Mamá no era tan devota.

Cuando papá murió, lo borró de su memoria. Lo borró de su existencia. Finito. The End. Guardó las fotografías. Quemó las cartas. Regaló la ropa. Lo convirtió en una figura misteriosa, alguien de quien nunca hablábamos, alguien que nunca había existido.

El castillo de grajos fue despojado sistemáticamente de todo lo que recordaba a papá. Al final sólo quedaba yo.

La primera noche que mamá dejó que el profesor se quedara a dormir en casa -era viernes, y tarde-, me encerré en mi cuarto. Para dejar fuera la risa y las vibraciones. Me hice el dormido cuando mamá fue a darme las buenas noches.

De madrugada, al oír el crujido de la escalera, salí a la terraza para que mi ojo pudiera centellear en la rendija de la cortina cuando mamá y el profesor se metieran a escondidas en el cuarto. Y cerraran la puerta. Y dejaran caer la ropa al suelo.

En un rincón, de pie, inmóvil e invisible, estaba papá.

Habían bebido. El profesor se mostraba juguetón. Mamá intentaba no hacer ruido.

Mi corazón luchaba, como un animal encerrado, entre el miedo y las expectativas ocultas.

Durante semanas la castigué con mi silencio.

Más tarde hubo otros juegos…

Medio año después de que papá muriera, mamá se casó con el profesor. El colega de papá, y su mejor amigo. Perdóname si mi sonrisa resulta un poco forzada.

El año que nació mi hermanastro, mamá y el profesor vendieron el castillo de grajos. Yo no me mudé con ellos. Cuando le dije a mamá que quería buscarme un cuarto, fue como si respirara aliviada -como tras una larga excursión que resulta delicioso recordar- y pusiera la existencia a cero.

***

Mamá y el profesor viven en Bogstad, en un chalet blanco. Prefieren llamarlo Holmekollen bajo. La casa tiene dos niveles y medio y pinta de haber sido diseñada y construida durante una formidable borrachera de tres semanas de duración. Al arquitecto, consecuentemente, le han concedido varios premios por ella. Todo es un jaleo de rinconcitos, escaleras de caracol y armarios rinconeros empotrados entre los que mamá puede repartir azarosamente su arsenal de botellas medio vacías. La ladera que baja hasta la calle está atiborrada de macizos de flores amarillas, rododendros suizos y rosas Lili Marleen, pero sólo se huele la desagradable pestilencia de los productos contra las malas hierbas y la corteza decorativa. Delante de la casa, parece que el césped ha sido instalado con un nivel. Detrás de ella, sobre las baldosas de pizarra importadas especialmente desde Escocia, hay una hamaca con bastantes cojines como para ahogarte, una barbacoa forjada por un amigo del profesor y una fuente que representa un ángel hermafrodita que vomita, mea y, además, ríe hacia el cielo. Todos los viernes va un jardinero a encargarse del jardín. Un día atareado para mamá.

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