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Tom Egeland: El final del círculo

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Tom Egeland El final del círculo

El final del círculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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Pero, joder, el profesor Graham Llyleworth no se va a largar con el hallazgo. Esto no es sólo una cuestión entre él y la Colección de Objetos Antiguos, la Dirección General de Patrimonio Histórico o los tribunales.

Esto es un asunto entre Llyleworth y yo.

Yo no tengo un Jaguar. Mi coche puede recordar a un juguete de baño que haya inflado algún niño y después se haya dejado en la playa. Es rosa. Un Citroën 2 CV. En verano le recojo el techo. Lo llamo Bola. Él y yo estamos, en la medida en que eso es posible para una persona y una máquina, en la misma longitud de onda.

El asiento cruje cuando me pongo al volante, tengo que alzar la puerta para conseguir que cierre bien. La caja de cambios parece el mango de un paraguas que alguna tía histérica haya clavado por equivocación en el salpicadero. Pongo la primera, piso el acelerador y salgo detrás del profesor.

Si lo miramos como una persecución de coches, resulta una imagen ridícula. Bola tarda una generación en pasar de cero a cien. Pero antes o después llegaré, aunque un poco más tarde que ellos. No tengo prisa. Primero me pasaré por la Colección de Objetos Antiguos para informar al profesor Arntzen, después iré a la policía y por fin comunicaré personalmente lo ocurrido a los aduaneros del aeropuerto de Gardermoen, y a los muelles de los ferris: un Jaguar XJ6 no desaparece así como así en la multitud.

Una de las razones por las que recojo el techo en verano es que me encanta sentir el viento en el pelo. Entonces me pongo a soñar con una vida en un cabriolet bajo el cielo desenfadado de California, una vida como beachboy morenazo, rodeado de chicas en biquini, Coca-Cola y música pop. En el colegio me llamaban Oso Polar. Quizá fuera porque me llamo Bjorn*, claro, pero lo más probable es que fuera porque soy albino.

***

Cuando el profesor Trygve Arntzcn me preguntó en mayo si aceptaría ser el supervisor de las excavaciones que se llevarían a cabo ese verano en el monasterio de Vaerne, consideré la oferta con un décimo de desafío y nueve décimos de ansiada oportunidad para salir de la oficina. No es necesario ser psicótico para imaginarse que las cuatro paredes, el suelo y el techo se han aproximado todavía unos centímetros más a lo largo de la noche.

El profesor Arntzen es el marido de mamá; no quiero pronunciar la palabra «padrastro».

Generaciones de estudiantes han provocado que el profesor se haya quedado ciego para la singularidad de cada uno. Sus alumnos se han convertido en una masa sin identidad, y enfrentado a esa bandada de igualdad académica, Arntzen ha desarrollado una impaciente irritación. La herencia de su padre lo ha hecho muy

* Bjorn es un nombre muy corriente en Noruega que, literalmente, significa «oso». (N. de la T.)

solvente y un poco arrogante. Son pocos los estudiantes a los que les gusta, sus subordinados hablan de él a sus espaldas. No me cuesta entenderlos. A mí él nunca me ha gustado. Cada uno tiene sus motivos.

Llego a Oslo en medio del atasco de la tarde. El verano está declinando. Hace bochorno, hay vapor en el aire.

Tamborileo con los dedos sobre el volante. Me pregunto adónde irán todos los demás, quiénes son y qué será lo que tienen que hacer. ¡Al carajo con ellos! Miro el reloj y me seco el sudor de la frente. ¡Quiero la carretera para mí solo! Eso es lo que queremos todos. Estamos afectados por la locura colectiva del automovilismo de masas. Sólo que no lo sabemos. Eso es lo que caracteriza a los locos.

La puerta del profesor Arntzen está cerrada. Alguien ha arrancado cuatro de las letras de la placa de la puerta y yo me quedo mirando, leyendo con fascinación infantil: «PRO HSOR RYGVE AR ZEN.» Parece un juramento tibetano.

Cuando estoy a punto de llamar, oigo voces provenientes del interior del despacho. Tendré que esperar. Me acerco a la ventana, tiene el marco pringoso de polvo. Abajo en la calle los coches se agolpan ante los semáforos, los peatones caminan en el calor con movimientos pegajosos. El aparcamiento para los empleados del museo está medio vacío.

Debo de haber estado poco atento al estacionar a Bola. No es propio de mí. Pero desde arriba lo veo. Así será para Nuestro Señor: siempre con visión de conjunto. Entre el Mercedes gris plateado del profesor y un Saab 900 turbo lila, hay un Jaguar XJ6.

Con suavidad acerco el oído a la puerta. Una voz: ¡…precauciones! (El profesor Arntzen.) Habla inglés con tono servicial. Hace falta un hombre poderoso para que el profesor se ponga servicial. Me imagino de quién se trata.

Otra voz murmura algo que no entiendo. Es Ian.

Arntzen: ¿Cuándo llega?

Una voz oscura: Mañana por la mañana. (El profesor Llyleworth.)

Me lo imaginaba.

Arntzen: ¿Viene personalmente?

Llyleworth: Por supuesto. Pero aún está en casa, le están revisando el avión. Si no, vendría esta misma noche.

Ian (riendo): ¡Está bastante agitado e impaciente!

Llyleworth: ¡No es de extrañar!

Arntzen: ¿Tiene intención de sacarlo él mismo del país?

Llyleworth: Desde luego. Vía Londres. Mañana.

Ian: Sigo pensando que deberíamos llevárnoslo al hotel. Hasta que venga. No me gusta la idea de dejarlo aquí.

Llyleworth: No, no, no. ¡Piensa con sentido estratégico! La policía buscará precisamente en nuestro cuarto. Si es que al albino se le ocurre hacer alguna tontería.

Arntzen: ¿Bjorn?… (risas)… ¡Tranquilo! Yo me encargo de Bjorn.

Ian: De todos modos ¿no deberíamos…?

Llyleworth: Después de todo, el cofre está más seguro con el profesor.

Arntzen: Nadie va a venir a buscarlo aquí. ¡ Lo garantizo!

Llyleworth: Es mejor así.

Ian: Si insistes…

Llyleworth: Absolutamente.

Guardan silencio.

Arntzen: De modo que tenía razón. Todo el rato. Tenía razón.

Llyleworth: ¿Quién?

Arntzen: DeWitt.

Llyleworth se queda callado antes de responder: El bueno de Charles.

Arntzen: Tuvo razón todo el tiempo. Una ironía del destino, ¿no?

Llyleworth: Ahora debería estar aquí. ¡Bueno! ¡Por fin lo hemos encontrado!

Por el tono de su voz parece que han acabado.

Doy un respingo y me aparto de la puerta. Me marcho rápidamente de puntillas por el pasillo.

En el fieltro azul de la placa de la puerta de mi oficina, unas letras blancas de plástico forman las palabras «PROFESOR ADJUNTO BJ0RN BELT0». Los caracteres curvilíneos recuerdan a una dentadura que precisase aparatos.

Abro y arrastro hasta la ventana la silla coja del despacho. Desde ahí puedo controlar el Jaguar.

No ocurre gran cosa. El tráfico discurre en un flujo lento. Una ambulancia se abre paso dando la lata.

Ian tiene andares ligeros. La gravedad no causa sobre él el mismo efecto que sobre el resto de nosotros.

Llyleworth avanza como un superpetrolero.

Ninguno de ellos lleva nada en las manos.

Un poco más tarde sale el profesor Arntzen. Tiene la capa sobre el brazo izquierdo, un paraguas en la mano derecha. Tampoco él lleva el cofre.

Se detiene en el último peldaño y mira hacia el cielo, como hace siempre. La existencia del profesor Arntzen está conformada por una serie de rituales.

Se queda de pie delante del Mercedes buscando las llaves. Antes de encontrarlas, echa un vistazo a mi ventana. Yo no me muevo. Los reflejos del cristal me vuelven invisible.

Un cofre quizá no sea gran cosa. Si lleva enterrado ochocientos años, no tiene mucha importancia para el bien de la gente el que se saque de contrabando del país. Sería como si nunca lo hubiéramos encontrado.

Quizás el profesor Llyleworth tenga grandes planes. Quizás haya pensado vendérselo a un jeque árabe por una fortuna. O donarlo al British Museum, que se apuntará así otro triunfo más a costa de una cultura ajena.

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