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Tom Egeland: El final del círculo

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Tom Egeland El final del círculo

El final del círculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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La terapia me ayudó a recuperarme. Un hospital tiene sus rutinas. Para mí se convirtieron en los ganchos a los que amarrar mi existencia.

Mi enfermedad no tenía nada de exótica. No tuve graciosas fantasías de Napoleón. No oía voces en mi cabeza. Se trataba sencillamente de una existencia en la más pavorosa oscuridad.

Ya estoy mejor.

***

Recorro asustado las calles de Oslo. Un hombre desasosegado al atardecer. Delta Foxtrot 3-0, el sospechoso conduce un Citroën 2 CV y ha de ser apresado de inmediato. Durante un rato, un Toyota ha ocupado el retrovisor. Cuando por fin tuerce por una calle lateral, suspiro de alivio. El sospechoso ha robado un valioso cofre de oro y se le considera peligroso en situaciones de presión. Paso por el monte de St. Hans y me quedo detrás de un minibús que va extrañamente despacio. Nunca se sabe. Consigo llegar sano y salvo a la autopista. No se ha disparado ningún tiro. Por ahora.

Al fin diviso el edificio de apartamentos en el que vivo. No son especialmente atractivos, pero la sola visión produce en mí una sensación de calidez. Siempre he tenido esa relación con los hogares.

Crecí en un palacio de grajos rodeado de un manzanar en una calleja de un suburbio con tranvía, estación de bomberos y gente alegre.

Al otro lado de mi ventana, mamá y papá tenían una terraza acristalada a la que podía salir por un ventanuco desde mi cuarto. Lo hacía con frecuencia cuando no podía dormir. En la puerta entreabierta de la terraza había colgada una cortina de tul a través de la que se veía algo. Mis expediciones nocturnas de espionaje me llenaban de un hormigueo dulce y desconocido y de la felicidad de ser invisible.

Una noche, los desnudos bailan en la espesura de sombras del dormitorio. Suaves cuerpos ardientes, manos y labios que alivian… Me quedé inmóvil, sin comprender, ebrio por la magia del momento. De pronto mamá volvió el rostro hacia mí. Sonrió. Pero no debió de descubrir mi cara entre los pliegues de la cortina, porque acto seguido se reclinó para ahogar a papá entre sus suspiros y caricias.

¿No crees que Freud me habría adorado?

En el jardín, entre dos manzanos retorcidos, estaba el montón de mantillo de papá, que emanaba un tufo que resultaba atractivo y repulsivo a un tiempo. En el entierro de papá, junto al borde de la tumba, me alcanzó el mismo olor desde el puño lleno de tierra y arena. Con los sentidos colmados por el olor que salía de la oscuridad de la tumba, comprendí que el hedor del mantillo alberga tanto la muerte como la promesa de una nueva vida. En aquellos momentos no era capaz de expresarlo con palabras, pero el reconocimiento desencadenó en mí el llanto.

Siempre he sido sensible para los olores. Por eso evitaba el sótano, que me estremecía con su moho y humedad, con algo indefinido y dulzón. Bajo la carcomida trampilla del sótano, ocultas por la maleza tras la casa , las arañas tejían sus telas en paz. Las noches colgaban como cortinas pegajosas en la escalera de piedra. Cuando papá atravesaba las ortigas, abría el cerrojo y destapaba la trampilla, millones de bichos entonaban sus mudos chillidos y se apresuraban a buscar refugio de la luz que se esparcía, mientras salían a la superficie las nubes de veneno invisibles del tanque del sótano. Papá no parecía darse cuenta de nada, pero yo sabía lo que se ocultaba en aquella oscuridad húmeda y maloliente. Fantasmas, Vampiros, Hombres lobo. Asesinos con un solo ojo. Todas las criaturas tenebrosas que pueblan la imaginación de un niño cuando Winnie the Poo y Ole Aleksander se quedan al sol.

Todavía soy capaz de recrear los aromas de mi infancia. Lombrices aplastadas los días de lluvia. Helado de fresa. Barquitos de plástico recalentados por el sol. Tierra húmeda de primavera. El perfume de mamá y la loción para después del afeitado de papá. Bagatelas que en toda su trivialidad forman una cámara del tesoro de recuerdos.

Puede uno estar contento de no ser un perro.

Rogern, el vecino de abajo, es amigo de la noche. Rehúye la luz, exactamente igual que yo. Tiene los ojos oscuros y cansados de la vida. La negra cabellera le llega hasta los hombros y lleva colgado del cuello un crucifijo al revés en una cadena de plata. Rogern toca el bajo en una banda de rock que se llama Belsebub's Delight.

Llamo a su timbre y espero. Tarda su tiempo. Aunque su piso no tiene más de cincuenta metros cuadrados, siempre parece que se le ha interrumpido en las profundidades de las catacumbas del castillo y que tiene que subir corriendo las largas escaleras de caracol iluminadas por antorchas antes de poder abrir.

Rogern es un buen chico. En el fondo. Al igual que yo, encapsula todos sus pensamientos dolorosos. Allí se quedan haciendo daño hasta que la pústula revienta e infecta el cerebro. Se ve en la mirada.

Los dioses sabrán por qué, pero Rogern se parece a mí.

– ¡Coño! -exclama casi riendo, cuando abre la puerta.

– ¿Te he despertado?

– No importa. He dormío bastante. ¿Ya's vuelto?

– ¡Te echaba mucho de menos! -Sonrío.

– ¡Maldita rata de tierra!

Veo un reflejo de mí mismo en el espejo de la entrada, debería haberme lavado y cambiado de ropa. Le enseño el bolso con el cofre.

– ¿Podrías guardarme algo?

– ¿Qué es lo que es?-Suena a «Quesloqués».

– Un bolso.

Abre los ojos.

– ¡Que no estoy ciego! ¿Qué es lo que hay dentro? -pregunta, y relincha-: ¿Heroína?

– Sólo son antiguallas, de los viejos tiempos.

Para Rogern, los «viejos tiempos» son una época prehistórica llena de lagartos voladores, gramófonos de manivela y hombres con pelucas empolvadas. Allá por 1975.

– Hemos grabado una maqueta -dice con orgullo-. ¿Quieres oírla?

En realidad, preferiría librarme, pero no tengo corazón para decírselo. Entro con él en el salón. Las cortinas están corridas. A la luz de las bombillas rojas, el cuarto parece una habitación de revelado, o una casa de putas. En una mesa redonda de caoba hay un candelabro de plata con siete velas negras. Una alfombra enorme está decorada con un hexagrama rodeado de un círculo. En las paredes, sobre el sofá de segunda mano y la mesa baja de teca, cuelgan pósters que muestran a Satán y aterradoras escenas del infierno. Rogern puede resultar un poco raro cuando quiere crear un ambiente íntimo.

En medio de una de las paredes, como un ídolo al que Rogern adorara a horas fijas, hay una torre negra que es un equipo de música. Con CD programable, sintonizador digital automático PPL, amplificador de bajos, Súper Surround System, ecualizador, doble pletina con grabado rápido y cuatro montañas de bailes.

Agita el mando a distancia. El equipo de música despierta repentinamente en silenciosos fuegos artificiales de diodos de colores y agujas vibrantes. Se abre un cajón en el reproductor de CD, como el que obedece en un cuento árabe. Pulsa el botón de play .

Y el mundo explota.

Más tarde esa noche, en la ducha, dejo que el agua helada arrastre el polvo y el sudor, y que me refresque la franja de piel de la nuca quemada por el sol. El jabón me escuece en las ampollas. Algunas veces las duchas pueden adquirir un aire ritual. Tras un día largo, se quiere lavar todo lo doloroso y difícil. Estoy cansado, pero no creo que vaya a soñar.

***

Mamá tiene la cualidad de sonar siempre despierta y alegre, aunque la llames a las tres y media de la mañana.

Son las tres y media de la mañana.

He marcado el número de mamá. Es el profesor quien contesta. Su voz está envuelta en sueño. Espesa. En ese sentido es humano.

– Soy Bjorn.

– ¿Cómo?-ladra. No se ha enterado.

– ¡Déjame hablar con mamá!

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