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Tom Egeland: El final del círculo

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Tom Egeland El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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Es muy mona. Es la vez doscientos doce que la miro esta mañana, pero ella nunca mira en mi dirección.

Me duelen los músculos. Me hundo en la silla plegable resguardada del sol de agosto por un sombreado bosquecillo de arbustos. Éste es mi rincón, mi lugar seguro. Desde él tengo una visión de conjunto del terreno excavado. Me gusta tener visión de conjunto. Cuando dispones de ella, dispones también del control.

Por las noches, tras la clasificación y catalogación, firmo la lista de hallazgos. El profesor Llyleworth opina que soy exageradamente desconfiado porque insisto en cotejar los objetos de las cajas de cartón con su lista. Hasta ahora no le he pillado ni una sola inexactitud, pero no me fío de él. Yo estoy aquí para controlar. Eso lo sabemos los dos.

El profesor se vuelve, como por casualidad, para averiguar dónde me he metido. Le dedico un burlón saludo de boy scout con los dos dedos en la frente. No me saluda a su vez.

A mí me gusta más estar a la sombra. Debido a un defecto en el iris, la luz potente me explota en un chaparrón de astillas en el fondo de la cabeza. Para mí el sol es una rebanada de dolor concentrado. Por eso suelo entornar los ojos. En una ocasión un niño me dijo: «Tus ojos se parecen a cuando alguien hace una foto con flash.»

Dando la espalda al contenedor de herramientas, miro el terreno de las excavaciones. Los hilos blancos del sistema de coordenadas forman cuadrados que se excavan por separado, lan y Uri están discutiendo junto al medidor de nivel y el teodolito, al tiempo que miran la cuadrícula y agitan los brazos en dirección a los ejes del sistema. Durante un momento me imagino, riendo, que estamos cavando en el sitio erróneo, que el profesor va a tocar su estúpido silbato y gritar: «Paren. ¡Nos estamos equivocando!», pero por la expresión de sus rostros comprendo que sólo están impacientes.

Somos treinta y siete arqueólogos los que estamos trabajando. Los jefes de campaña del profesor (Ian, Theodore y Pete, de la Universidad de Oxford, Moshe y David, de la Universi dad Hebrea de Jerusalén, y Uri, del Instituto Schimrner) dirigen sendos equipos de estudiantes noruegos de segundo ciclo.

Ian, Theo y Pete han desarrollado un avanzado programa informático para excavaciones arqueológicas basado en fotografías por infrarrojos tomadas desde satélites y ondas de sonar en la estructura terráquea.

Moshe es doctor en Teología y Física, y formó parte del grupo profesional que estudió el sudario de Turín en 1995.

David es experto en interpretación de manuscritos del Nuevo Testamento.

Uri es especialista en la historia de los hospitalarios de San Juan de Jerusalén.

Yo estoy aquí para controlar.

***

Antaño pasaba todos los veranos en la casa de campo de la abuela, junto al fiordo. Una villa suiza en una jardín lleno de frutas, bayas y flores, de losas de pizarra recalentadas por el sol y espesos matorrales, de pájaros, moscas y alegres abejorros. El aire olía a brea y algas. En medio del fiordo las lanchas competían. Y en el despeñadero que había entre Larkollen y Bo-lserne, tan alejadas que parecían flotar, vislumbraba una franja de mar infinito, y tras el horizonte me imaginaba América.

A más de un kilómetro de la casa de verano, a lo largo de la carretera entre Fuglevik y Moss, se extienden los terrenos del monasterio de Vaerne, con sus dos mil decáreas de campos de cultivo y bosques, y una historia que se prolonga directamente hasta la saga del rey Snorre. A finales del siglo XII, el rey Sverre Sigurdsson cedió el monasterio de Vaerne a los monjes hospitalarios de San Juan. Los hospitalarios trajeron consigo, a nuestro rincón de la civilización, un murmullo de la historia mundial, las cruzadas y devotos caballeros. El tiempo de los monjes de Vaerne no llegó a su fin hasta 1532.

La suma de casualidades forma el curso de una vida; de hecho, las excavaciones del profesor Llyleworth se sitúan en uno de los campos del monasterio de Vaerne.

El profesor insiste en que nuestro objetivo es encontrar un castillo circular de los tiempos de los vikingos. Quizá de unos doscientos metros de diámetro, rodeado de una muralla circular de tierra con empalizadas de madera. En York topó con un mapa en un enterramiento vikingo.

No hay quien se lo crea. Yo tampoco me lo creo.

El profesor Graham Llyleworth está buscando algo, no sé el qué. Un tesoro es demasiado banal. ¿Una tumba con una nave vikinga? ¿Los restos del cofre del rey Olav? ¿Quizá monedas de Jwarezm, el imperio situado al este del mar Aral? ¿Una vasija de plata para ofrendas? ¿Una piedra mágica con runas? No me cabe más que especular y dedicarme de todo corazón a mi tarea de perro guardián.

El profesor va a escribir otro manual basado en estas excavaciones. Lo financia una fundación inglesa. Al propietario de las tierras se le ha pagado una fortuna por dejarnos poner su terruño patas arriba.

Tendrá que ser todo un manual.

Todavía no he entendido cómo ni por qué el profesor Llyleworth consiguió acceder a tierra noruega con sus tropas de asalto arqueológicas. La cantinela de siempre. Tiene amigos poderosos.

Suele ser complicado para los extranjeros lograr los permisos necesarios para llevar a cabo excavaciones arqueológicas en Noruega. El profesor Llyleworth no encontró ninguna oposición. Al contrario. El director general de Patrimonio Histórico aplaudió con entusiasmo. La universidad colaboró jubilosamente seleccionando a los mejores estudiantes de segundo ciclo para los equipos de excavación. Le consiguieron permisos de trabajo para sus colaboradores extranjeros. Al ayuntamiento le acariciaron la cabeza con suavidad. Todo estaba perfectamente en orden. Y luego me encontraron a mí, en un despacho de la Colección de Objetos Antiguos del Museo de Historia de la calle Frederik. El guardián. El largo brazo de las autoridades noruegas. Un profesor adjunto de Arqueología, de vista débil, alguien de quien podían prescindir durante unas semanas. Una mera formalidad, casi parecía que se lamentaban de mi presencia, pero las reglas son las reglas, ya se sabe.

En el salón de la casa de campo de la abuela hay un viejo reloj que marca solitario las horas. Amo ese reloj desde que era un crío. Nunca va bien. Se pone a sonar en los momentos más insospechados. ¡Las doce menos ocho minutos! ¡Las nueve y tres! ¡Las tres y veintiocho! La maquinaria resuena satisfecha con sus muelles y ruedas dentadas y grita: «¡A mí me importa una mierda!»

Porque ¿quién ha dicho que son todos los demás relojes del mundo los que van bien? ¿O que el tiempo se deja atrapar con mecánica fina y minuteros? Tengo el vicio de cavilar. Es una deformación profesional. Cuando desentierras un esqueleto de mujer de quinientos años de antigüedad que no quiere soltar el niño que lleva en brazos, el instante se amarra al tiempo.

Una ráfaga de aire arrastra el aroma salado procedente del mar. El sol se ha enfriado. Odio el sol. Somos pocos los que pensamos en él como una fusión de núcleos continua, pero yo lo hago, y me regocija que dentro de diez millones de años todo habrá acabado.

***

El grito tiene un timbre de agitado pasmo. El profesor Llyleworth se pone de pie bajo su techo de sábana, alerta y vigilante, como un indolente perro guardián que intenta decidir si ponerse a ladrar.

Los arqueólogos rara vez gritan cuando encuentran algo. Descubrimos cosas constantemente. Cada grito nos despoja de un pedazo de nuestra dignidad. La mayoría de los fragmentos de monedas y los pedacitos de tela que desenterramos acaban en una caja marrón claro, al fondo de algún oscuro almacén, bien conservados y catalogados para la posteridad. Tienes suerte si en una sola ocasión de tu carrera encuentras algo que pueda mostrarse en un expositor. La mayor parte de los arqueólogos reconocerían, si profundizaran lo suficiente en sí mismos, que el último descubrimiento arqueológico verdaderamente grande que se hizo en Noruega fue el de los barcos vikingos de Oseberg en 1904.

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