Latroc es precavido a la hora de extraer conclusiones, pero señala que incluso destacados científicos como los astrónomos y físicos Stephen Hawking y Kip Thorne están discutiendo seriamente la posibilidad de los viajes en el tiempo a través de los denominados «agujeros de lombriz» del universo.
Algunos insinúan la posibilidad de que los agujeros negros sean las entradas y salidas de estos «agujeros de lombriz», que son atajos entre las distancias infinitas del universo. Si esta conjetura teórica de la astrofísica tiene algo de verdadero, la barrera mágica y absoluta del tiempo se habrá roto.
Un experimento austríaco con fotodetectores documentó recientemente el fenómeno de la física cuántica de la «no-localización». El concepto implica que las partículas que alguna vez han estado unidas seguirán vinculadas con independencia del lugar del universo -y del lugar del tiempo y el espacio- en que se encuentren las partículas separadas.
La teoría del grupo de investigación de Latroc ha provocado un escándalo académico entre los físicos más relevantes de los ámbitos universitarios punteros de Europa y EE.UU.
Uno de los más destacados críticos, el físico atómico y premio Nobel de la Paz Adam C. G. Thrust III, dice que la noción de tiempo es el último reducto inamovible de la física. «Incluso en la naturaleza hay absolutos -dice Thrust-. La velocidad de la luz es uno de ellos.»
Pero la crítica no sorprende a Latroc y su equipo de investigación. «Nosotros somos los primeros en admitir que la teoría suena descabellada -dice Latroc-. Varios de mis propios investigadores creen que la solución es algo muy distinto. ¡Pero personalmente no veo ninguna otra solución a la pregunta de dónde se han metido las partículas!»
Levanto la vista del recorte de periódico.
– ¿Lo entiendes?-pregunta MacMullin.
– Para nada.
– ¿No ves la conexión?
– ¿Cuál? ¿Qué puedo sacar de esto? ¿Qué tiene todo esto que ver con el cofre?
MacMullin inspira muy profundamente y muy despacio. Me siento como un alumno duro de mollera que no se ha estudiado bien la lección.
– Imagínate que los científicos, dentro de doscientos cincuenta años, por fin consiguen atravesar la barrera del tiempo. Tal y como la NASA consiguió en mil novecientos sesenta y nueve mandar al hombre a la Luna. Imagínate que los científicos del mañana hicieran posible que el hombre viajara hacia atrás en el tiempo.
Intento imaginármelo. Pero no lo consigo.
– ¿Estás hablando de viajar hacia el pasado?
MacMullin respira por la nariz con un sonido silbante.
– Imagínate -continúa despacio- que esos viajeros del tiempo tropezaran y cayeran de su nave en un lejano pasado. Tan indefensos como Armstrong en la Luna. Imagínate que dejaran tras de sí un mensaje. No exactamente una bandera norteamericana, pero de todos modos un mensaje para aquellos a los que abandonaron en el futuro. Un mensaje de que han llegado sanos y salvos.
– Espera -digo, intentando ponerle pies y cabeza a esa incomprensible metáfora-. Entonces podrán leer su propio mensaje antes de partir en su viaje hacia atrás en el tiempo… Porque si tienen éxito en el pasado, necesariamente habrán de poder leer su mensaje en el futuro…
– Llevado al límite, sí. Pero seguimos enfrentándonos a la paradoja eterna: ¿qué pasaría si se viajara hacia atrás en el tiempo y se matara a los propios padres antes de que uno mismo hubiera nacido? Creemos que se trata de cursos del tiempo diferentes. Universos o esferas paralelos.
Me quedo callado. Finalmente digo:
– ¿Intentas decirme que eso es lo que contiene el cofre? ¿Un mensaje de un grupo de viajeros en el tiempo? -Me cruzo de brazos.
Los tres me miran con solemnidad. El tiempo pasa. Si hay algo que me sobra es tiempo. Dejo que transcurran los segundos.
– Hemos encontrado la cápsula del tiempo -dice MacMullin-. Su nave. La máquina del tiempo, si quieres.
– ¿En el monasterio de Vaerne?
– El cofre de oro del monasterio de Vaerne guarda el mensaje que dejaron.
– Bueno. Está bien. ¿Y cómo acabó allí el cofre?
– Es una larga historia. Los egipcios consideraban a los viajeros del tiempo como divinidades. Cuando el cofre con sus escritos fue llevado de Egipto a Oriente Medio, se consideraba que era sagrado. Una reliquia religiosa. Con el tiempo fueron los hospitalarios de San Juan quienes se hicieron cargo de él. También ellos creían que se trataba de escritos divinos. Pensaron que el monasterio de Vaerne era un buen escondite. El final del mundo.
Asiento para mí mismo. Como si por fin entendiera.
– ¿Y dónde habéis hallado esa cápsula del tiempo?
– En Egipto.
– ¿Egipto?
– No era una nave espacial lo que había bajo la pirámide de Keops. Era la cápsula.
Ya no consigo aguantarme más. De nuevo se me escapa la risa. Es un problema que tengo.
– ¡Por favor! -exclamo.
Llyleworth se sienta pesadamente y coge el puro del cenicero. Se le ha apagado. Enfurruñado, enciende una cerilla y le insufla vida al puro.
– ¿Sí? -pregunta MacMullin de forma relamida.
– ¡Por favor! -repito-. ¿Por quién me tomáis?
MacMullin me examina con los pulgares bajo la barbilla y los dedos en aspa ante la nariz. Si las circunstancias hubieran sido otras, me habría parecido que se estaba divirtiendo.
– Por mí podéis intentar engañarme -digo-. Por mí podéis pensar que soy un idiota fácil de engañar.
– ¿Por qué crees que intentamos engañarte? -pregunta Loland con tono de ofendido.
– ¿Viajeros del tiempo? ¡Por favor! Incluso un bobo profesor adjunto de Arqueología sabe que es una imposibilidad física. Ciencia ficción.
– Eso mismo dijeron de las expediciones a la Luna. Muchas de las cosas que nos rodean hoy en día eran ciencia ficción hace cincuenta años.
– ¡Aun así! ¿Tengo que creerme que en un cofre de oro antiguo encontrado en el monasterio de Vaerne, en Ostfold, se oculta un mensaje que dejó alguien del futuro después de haber viajado a través del tiempo y haber acabado en el pasado?
– Exacto.
– Anda ya!
Me río y suspiro de manera teatral, abro los brazos de par en par; en suma, monto todo un número.
– Chicos, estáis olvidando una cosa. Un detalle importante.
Me miran interrogativamente. Son hombres de poder. Están acostumbrados a conseguir lo que quieren. Se sienten desconcertados por mi patrón de conducta.
– Estáis olvidando que soy yo quien sabe dónde está el cofre.
– Cierto, cierto -suspira MacMullin.
No logro evitar servir la pelota que entregaría el partido.
– Además, sé lo de Rennes-le-Cháteau.
MacMullin se queda petrificado. Recobra enseguida el control de sí mismo. Pero ya se ha delatado.
– Ah, ¿sí? -dice con confianza.
Yo carraspeo elocuentemente.
– ¿Algo más?
MacMullin posa una mano sobre mi hombro.
– Dentro de poco -dice, y mira de reojo a Llyleworth-. Hablaremos de Rennes-le-Cháteau dentro de un rato.
Con la mano posada sobre mi hombro, me conduce al pasillo y de vuelta al cuarto.
***
Deambulo inquieto por la alfombra verde. El aire está cargado y caliente. Al entreabrir la ventana, huele a césped recién cortado y a polución.
Un abejorro se cuela por el hueco de la ventana. Inquieto, comienza a embestir contra el cristal. No está a gusto aquí, yo lo entiendo. Es grande y lanudo. Se dice que los abejorros, según los cálculos aerodinámicos, en realidad no podrían volar. Los abejorros tienen algo que me gusta. No sé exactamente qué es. Quizá me reconozca en su obstinación. Tengo la manía de identificarme con todo tipo de cosas.
No comprendo qué han hecho con Diane. O dónde la han escondido. Y me pregunto cómo reaccionará la policía si aparezco con una denuncia. Y con una explicación aproximada a la verdad. Dudo que Voz de Pito vaya a dejar todo lo que se lleve entre manos para apresurarse a ayudarme. Por Dios, ni siquiera sé cómo se apellida Diane. Cuando reservé nuestros billetes de avión, insistió entre risas en que la llamaran señora de Belto.
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