Medio año más tarde se casó con mamá.
El sol está incandescente. El cielo, descolorido.
Acabo de abrir los ojos. No debería haberlo hecho. Los rayos del sol estallan al fondo de mi cabeza. La luz me lancea los ojos y me taladra el cráneo. Cuando me dormí con la frente contra el cristal de la ventanilla, todavía era de noche. Y hacía algo de fresco. Hace cuatro horas que aterrizó el avión. El sol no ha desperdiciado el tiempo. Los alrededores parecen una olla a presión, a todo vapor.
Aparto la mirada de la luz del desierto y saco unas gafas que me compré en el aeropuerto de Gardermoen por setecientas cuarenta y cinco coronas. De oferta, RayBan. Pero ¿setecientas cuarenta y cinco coronas? ¿De oferta? Si la dependienta no hubiera sido tan mona, seguramente habría refunfuñado con desdén y dejado las gafas sobre el mostrador. Pero ahora me las coloco sobre la nariz.
El camino se dispara en línea recta por un paisaje yermo y accidentado. La raya de asfalto desaparece en la bruma del calor que desdibuja el resplandeciente horizonte.
Voy sentado en un autobús con aire acondicionado. Por un desierto de piedra. O quizá por otro planeta. Por ejemplo, en Júpiter. Los peñascos al límite de la visión son de color rojo óxido. Entre las piedras del borde del camino crece algún que otro hierbajo, de esos que uno esperaría encontrarse en un terrario. O en un herbario. O entre las baldosas de un jardín abandonado y dejado a la mano de Dios. A lo largo de la colina se extiende una línea de cipreses. Como en uno de esos paisajes bíblicos bordados sobre los cojines de las tías entusiastamente religiosas del suroeste del país.
Por cincomilésima vez en este viaje, saco la carta de Diane y la leo; palabra por palabra, línea por línea. Me la sé de memoria, pero sigo intentando encontrarle algún sentido.
Sólo estamos el conductor y yo. Sin mediar palabra avanzamos a través de un desierto que no acaba nunca. El conductor tiene un aire que me lleva a preguntarme si lo fijarían tras el volante al salir rodando el autobús de la cadena de montaje. Si estará diseñado y desarrollado por un buen equipo de bioingenieros y genetistas, y luego construido, con cuidado y esmero, en un ala propia de la fábrica. Lleva una camisa de manga corta y tiene los brazos peludos. Manchas de sudor bajo los sobacos. Poco pelo, sin afeitar. Cejas pronunciadas. De vez en cuando me echa un vistazo por el enorme espejo retrovisor. Pero no reconoce mi presencia ni con un movimiento de la cabeza.
Nunca me ha resultado fácil acercarme a la gente. Con el paso de los años he ido cubriendo mi timidez con una red de camuflaje de sarcasmos y alegría fingida. Hay quien habría aprovechado esta oportunidad para entablar una animada conversación con el moreno conductor. Sobre los judíos y los árabes. O sobre los coches deportivos y el fútbol europeo. Sobre el cristianismo y el islam. Sobre la pesca con mosca en Namsen o las prostitutas de Barcelona. Pero yo no. Y por la expresión de su cara veo que a él le da igual.
Rodeamos un saliente de peñascos y se despliega un frondoso oasis en el valle, a nuestros pies. Un jardín del Edén de olivos, arbustos de olíbano, sándalo, alcanforeros y cedros. Un campo de higueras viste la ladera de un verde pálido. Desde un pozo con una bomba impulsada por un ruidoso generador de diesel, corre el agua por elaborados canales de riego.
Es en ese oasis donde han decidido establecer el Instituto Schimmer. No me preguntes por qué. Pocos sitios están más alejados de la gente.
Así que por lo menos hay paz para trabajar.
El instituto constituye una prueba flagrante de que el hombre siempre intentará conciliar lo antiquísimo con lo hipermoderno. Con suerte variable. Hace setecientos años, unos monjes establecieron un monasterio en medio del oasis. Un edificio levantado con piedras del desierto, labradas con precisión geométrica, pulidas, ajustadas y montadas hasta formar un complejo de celdas, pasillos y salas. Un santuario para la contemplación y profundización religiosas. En torno a este centenario monasterio del desierto, arquitectos e ingenieros construyeron a principios de los años setenta un mastodonte de cristal, espejos y aluminio. Un chillido de modernidad en la atemporalidad. El instituto no se eleva a las alturas, sino que se extiende en horizontal como algo que se hincha y crece, que relumbra y brilla al sol.
***
– ¡Bjorn! ¡Amigo mío! ¡Bienvenido!
El autobús ha entrado en la rotonda atiborrada de plantas, se ha detenido y ha soltado el aire tras el largo viaje.
Está esperándome sobre la acera, ante la recepción del instituto. Es pequeño y regordete, tiene ojos burlones y cálidos, calva y las mejillas rechonchas; y si hubiera llevado hábito, habría parecido la parodia de un monje.
Su nombre es Peter Levi.
El Instituto Schimmer es un centro de investigación que atrae a estudiantes e investigadores de todo el mundo. Se pueden alquilar habitaciones en el hotel del complejo durante semanas o meses, para enterrarse en la exuberante biblioteca. En un ala propia, restauran restos de manuscritos e interpretan palabras fijadas a pergaminos o papiros hace miles de años. Teólogos, historiadores, lingüistas, paleógrafos, filósofos, arqueólogos y etnólogos en divina mezcolanza. Todos quieren arrojar luz aclaratoria sobre el pasado.
Peter Levi me recibe con tal entusiasmo que creo que se equivoca de persona. Pero una vez más exclama «¡Bjorn!» y me estrecha la mano al tiempo que me mira a los ojos sonriendo de oreja a oreja.
– ¡Bienvenido a nuestra casa! ¡Espero que podamos serte de ayuda! -Habla inglés con un profundo acento que marca las erres.
Ya hemos hablado una vez. Hace dos días. Lo llamé desde casa de Torstein Avner después de escapar de MacMullin. No era más que el nombre que figuraba en la invitación del instituto. Va a ser mi guía y tutor. A cada visitante se le asigna un padrino con residencia permanente en el lugar. Un nombre, nada más, una persona de contacto cualquiera. Pero Peter Levi se comporta como si hubiéramos ido a la guerra juntos. Como si nos hubiéramos salvado mutuamente la vida en las trincheras mientras los proyectiles silbaban sobre nuestra cabezas, el gas mostaza se extendía y nosotros compartíamos con fraternidad una máscara antigás, que no funcionaba del todo.
No sé si me fío de él. Pero me cae bien.
Insiste en llevarme la maleta que el conductor ha bajado del autobús con una reverencia. Con la mano izquierda sobre mi hombro, Peter me guía hasta la recepción, donde recogemos la llave del cuarto y yo me registro.
NOMBRE: Bjorn Belto
PROFESIÓN: Ayudante de investigación/arqueólogo
PROCEDENCIA (CIUDAD/PAÍS): Oslo,Noruega
INSTITUCIÓN ACADÉMICA: Universidad de Oslo
ESPECIALIDAD ACADÉMICA: Arqueología
MOTIVO DE LA VISITA: Investigación
Peter me conduce hasta mi habitación, la 207, que está en un ala especial y parece un cuarto del Holiday Inn. Allí me deja a solas para «que el alma reencuentre al cuerpo tras el viaje». Deshago las maletas y cuelgo la ropa en el armario. Con un suspiro que se debe más al agotamiento que al aburrimiento, me apoltrono en el pequeño sofá verde. Tengo en el regazo todos los recortes que me ha dado Torstein Avner.
Ha sido muy eficaz. Tomando los nombres y palabras clave que le di, buscó por Internet e imprimió todas las páginas web en las que encontró la información que yo andaba buscando. Hay muchos datos que no acabo de ubicar, como que «hospitalarios de San Juan» conseguía treinta y dos entradas en el buscador Alta Vista, pero sólo diecisiete en el MetaCrawler. Hay páginas web históricas y seudocientíficas sobre los hospitalarios, los masones y las sectas herméticas. Paso las hojas con impaciente irritación, no sé lo que estoy buscando, pero soy bombardeado con conocimientos que no preciso.
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