Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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– ¡Pero así es! Los mandeos rechazaron a Jesús y consideraban a Juan Bautista como su profeta. Pensaban que la salvación se alcanzaba por medio del conocimiento, o manda.

Pienso que mamá debió de ser mandea cuando yo era niño.

Peter continúa:

– Los textos sagrados de los mandeos, El Tesoro y el Libro de Juan, tenían quinientos años cuando fue fundada la orden de los hospitalarios de San Juan. Los mandeos tienen su Rey de la Luz. La cosa, mi confuso amigo, viene ahora. -Vacila antes de soltar la bomba-: ¡Jesús y sus contemporáneos disponían de un detallado conocimiento de los textos de los esenios!

Me mira triunfal y desafiantemente al mismo tiempo.

– ¿Y qué?-pregunto yo.

Abatido por mi falta de comprensión y entusiasmo, vacía la copa de coñac de un solo trago. Le cuesta respirar.

– Tienes razón. Eso se sabe hace mucho tiempo. Todo esto ya lo sabes.

Me contengo un poco.

– Bueno. Los detalles no.

Me mira interrogativamente y me da un empujoncillo riéndose por lo bajo. Vuelvo a probar el té y tengo que controlarme para no hacer una mueca. En algún sitio del local el pianista empieza a tocar de nuevo. No he llegado a darme cuenta de que había parado. Un camarero aparece de la nada con otro coñac para Peter.

– Estarás deseando hablarme de los esenios -le digo.

– ¡Es muy interesante!

Alza su copa y brindamos.

Deja a un lado la copa y carraspea.

– Los esenios, o nazarenos, como también se los llamaba, tenían una fe marcada por la religión babilónica. Creían que el alma estaba compuesta de partículas de luz de una figura luminosa atravesada por fuerzas malignas. Estas partículas de luz quedaban atrapadas en el cuerpo humano hasta que el anfitrión moría. Entonces podían reconciliarse con la figura de luz.

– Peter… -Busco las palabras-. ¿Por qué me cuentas todo eso?

– Creía que te interesaba.

– Me interesa. En cuanto comprenda qué es lo que estás intentando explicarme.

Se inclina hacia delante y posa su mano morena sobre la mía. Está a punto de decir algo. Pero algo lo impulsa a callar.

– Mañana lo habré olvidado todo -le confieso.

Le entra hipo. Los dos nos reímos.

Luego dice:

– Quizá sea lo mejor. Yo hablo demasiado.

– Con que me explicaras la relación, creo que todo esto me parecería bastante emocionante.

– ¡Claro que es emocionante! -Mi discreto halago le devuelve el entusiasmo-.La cosa es que la influencia de los esenios sobre el cristianismo parece ser mucho mayor de lo que se supone.

– No tenía ni idea de que hubiera ninguna influencia.

Baja la voz, como si quisiera desvelar un misterio.

– Muchos piensan que partes del Nuevo Testamento proporcionan una imagen desvirtuada e idealizada del fundamento religioso del cristianismo.

– Bueno… -Me hago el entendido, como si estuviera metido en el juego-. De eso empieza a hacer ya mucho tiempo. Quizá no tenga tanta importancia.

– ¡Pero seguimos viviendo en armonía con el espíritu de la Biblia!

– Porque muchos creen que es la palabra de Dios -apunto yo.

– Y porque la Biblia es el libro más inspirador que jamás se haya escrito.

– Y el más bello.

– Una guía en la vida y en la muerte. En la moral y el amor al prójimo. Un ABC de la dignidad humana y el respeto.

– Grandes palabras…

– Un gran libro -afirma Peter con devoción.

Los dos miramos al aire, frente a nosotros. Los focos ocultos del techo lanzan rayos plateados a través de la bruma de humo de tabaco. Las voces, la risa, la música… todo eso no es más que una pared de ruido que no llega a alcanzarnos. Peter apaga el cigarrillo en el cenicero y posa en mí la mirada.

– Pero ¿de verdad es la Biblia la palabra de Dios? -inquiere con sorprendente intensidad.

– A mí no me preguntes.

– ¡Dios no escribió ni una palabra! Los veintisiete textos del Nuevo Testamento fueron seleccionados por medio de un largo y doloroso proceso.

– ¿Con intervención divina?

– Me refiero a peleas puras y duras.

Me echo a reír, pero me reprimo al darme cuenta de que no está bromeando.

Se lleva la copa de coñac a los labios, la olfatea y bebe. Cierra los ojos un momento. Deja la copa con cuidado sobre la mesa.

– Lo que no pasó, claro, es que un grupo de escritores sagrados se sentara a redactar la Biblia de una sola tacada. La Iglesia evaluó muchos escritos a lo largo de los siglos. Algunos fueron rechazados, otros, incluidos. Es importante saber que la canonización de los textos sagrados tuvo lugar al mismo tiempo que una lucha de poder, de la que fue parte, dentro del seno de la Iglesia y también fuera de él, en el debilitado Imperio romano.

– ¿Una lucha de poder? Suena frío.

– Pero recuerda que la Iglesia era una tenaz participante en la pugna por el poder cultural, político y económico en el vacío que dejó tras de sí el Imperio romano. -Peter mira a su alrededor, medio sonriendo-. Si la caída del Imperio romano no hubiera coincidido con la división entre los judíos y con el surgimiento de una religión completamente nueva, el mundo tendría hoy un aspecto muy distinto.

– Nunca había pensado en eso -admito-. Nuestra civilización es una ensalada de valores y costumbres romanos, griegos y cristianos.

– Si volvemos al lugar y al papel de la Biblia en todo este proceso, pasaron casi cuatrocientos años entre el nacimiento de Jesús y la consolidación de la Biblia que tenemos hoy en día. Pero incluso muchos de los textos que fueron incluidos en el Nuevo Testamento, y que hoy son absolutamente centrales, fueron muy polémicos.

– ¿Quién decidió todo eso?

– Los sacerdotes, por supuesto. La Iglesia primitiva.

– Los curas…

– Más bien los obispos. Que recibían su autoridad directamente de los apóstoles.

– ¿Como el Papa?

– El mismo principio. Los obispos se pelearon con intensidad por lo que debía ser incluido en la Biblia. El conjunto de los textos que constituyen hoy en día la Biblia fue reconocido en los sínodos de Roma del año trescientos ochenta y dos, de Hipona en el año trescientos noventa y tres y de Cartago en el trescientos noventa y siete. Desde luego no fue Dios quien ensambló la Biblia. Fueron los obispos. Y más tarde la comunidad de creyentes. Los protestantes, por ejemplo, no reconocen algunos de los textos del Viejo Testamento, a diferencia de los católicos. La Iglesia protestante se atiene a un canon del Viejo Testamento que compusieron sabios hebraicos en Jamnia en el año noventa. Sólo aceptaron los treinta y nueve textos que estaban escritos en hebreo y en territorio palestino. El canon de la Iglesia católica y romana fue traducido al griego en Alejandría, Egipto, doscientos años después de Cristo y contiene cuarenta y seis escritos. A esa versión es a la que se refiere el Nuevo Testamento en más de trescientas ocasiones. ¡Y ni siquiera hemos mencionado aún los escritos sagrados de los judíos!

No consigo contener una sonrisa.

– Me imagino un montón de gordos sacerdotes incluyendo y excluyendo condescendientemente manuscritos bíblicos.

Peter aspira entre los dientes frontales produciendo un ruido desagradable.

– Una idea vulgarizada y simplificada. Pero hay algo de verdad en ella.

– Hombres poderosos.

– Poderosos, calculadores, determinados. ¿Qué motivos tenían? ¿Eran creyentes? ¿Eran cristianos? ¿Eran charlatanes que usaban la nueva fe como lanzadera para sus ambiciones personales?

– ¿Por qué preguntas? Salió como salió.

– Porque la cuestión es si los textos de la Biblia proporcionan una imagen representativa de la enseñanza de Jesús.

– Lo harán, ¿no? Al fin y al cabo, lo pone en la Biblia.

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