Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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Hay una puerta y un armario. Un grabado de Jesús con los corderos. Una litografía de un castillo de piedra. Y una fotografía de Buckingham Palace.

La cabeza me palpita y me duele.

Sobre la mesilla hay una vaso de agua junto a mis gafas. Bajo los pies al suelo. El movimiento hace que el cerebro se me hinche al doble de su tamaño. Me pongo las gafas. Me bebo el agua de un trago largo, pero después sigo igual de sediento.

Mi reloj de pulsera tiene las correas de cuero extendidas, cada una hacia un lado, y el aspecto de algo que ha fallecido. Pero sigue funcionando y son las diez y media.

Me levanto y me acerco con paso vacilante a la ventana. Me mareo.

Tengo que agarrarme al marco de la ventana. Es blanco y huele a recién pintado.

El jardín no es grande. Algunos coches están aparcados sobre una tira de asfalto a lo largo de la casa. Los castaños bloquean la vista a la calle en la que oigo pasar el tranvía. Así que supongo que estaré en Oslo. En el segundo piso de una casa con jardín.

Me visto. Me resulta complicado abotonarme la camisa. Los dedos me tiemblan fastidiosamente.

No me han quitado nada. La cartera sigue en el bolsillo de atrás. Y el dinero.

La puerta está cerrada. La zarandeo. Al otro lado oigo voces y pasos. Como en una cárcel , un llavero repica de forma ruidosa. Luego giran la llave.

– ¡Hola, amigo mío! -me saludan en inglés.

Es Michael MacMullin, o Charles DeWitt, o quien elija ser hoy.

Los segundos se vuelven largos.

Al final digo:

– ¡Para llevar veinte años muerto, tienes un aspecto sorprendentemente bueno!

No suelo ser hábil para improvisar réplicas con tanta chulería. Ésa la había tramado en el avión desde Londres.

Todo el tiempo he tenido la sensación de que volveríamos a encontrarnos.

– Lo explicaré.

– ¿Dónde está Diane?

– En buenas manos.

– ¿Qué le habéis hecho?

– Más tarde, amigo mío, más tarde. ¡Lo siento muchísimo! -Lo extraño es que parece que lo dice de corazón-. ¿Serías tan amable de acompañarme?

¿Sería tan amable?

El pasillo está empapelado en terciopelo rojo, tiene apliques entre antiguos retratos de reyes y reinas, aristócratas, caballeros andantes, cruzados y papas. Todos ellos me siguen con la mirada.

La mullida alfombra nos guía pasillo adelante, tras subir unas escaleras, hasta una puerta maciza. No sé si debería llamarla sala de reuniones, habitación para fumar o quizá, mejor que todo, sala de fiestas, una ostentosa y sobreamueblada sala de haya y palisandro, pesadas cortinas y lámparas de araña. Huele a pulimento de muebles y a puro habano.

Lo primero que atrapa mi mirada es un enorme óleo de dos druidas en Stonehenge. Lo segundo es una gran mesa de madera oscura y pulida, con un tapete de fieltro verde ante cada una de las doce sillas de respaldo alto. Lo tercero son los dos hombres sentados en los sofás del rincón. No los descubro hasta que veo el humo de sus puros. Ambos se han girado hacia nosotros y nos contemplan con tensa atención.

Son Graham Llyleworth y el director general de Patrimonio Histórico, Sigurd Loland.

Se ponen en pie. Loland no sabe exactamente dónde fijar la mirada. Llyleworth me ofrece la mano primero. Luego Loland hace lo mismo.

– Gracias por la última vez -dice con torpeza. Como si tuviera la más mínima idea de cuándo fue «la última vez».

Ninguno decimos nada.

Sobre la mesa hay una cafetera de porcelana y cuatro tazas.

– ¿Azúcar? ¿Nata? -pregunta Llyleworth. El puro le relumbra entre el dedo índice y el corazón.

No me gusta el café.

Le digo a Loland, en noruego:

– No sé mucho de derecho criminal, pero apostaría a que secuestrar a una mujer extranjera y después drogar y secuestrar a un noruego valdrá para entre cinco y siete años de cárcel. A no ser que hayáis pensado hundirme en el mar con los pies en un barril de cemento. En cuyo caso estamos hablando de veintiún años. Y prisión preventiva.

Loland carraspea con nerviosismo y mira a MacMullin.

MacMullin emite un ruido paternal, como si hubiera entendido todo lo que he dicho.

– Lo siento, quizá prefieras té.

– ¿Dónde está Diane?

– No tienes por qué preocuparte. Está bien.

– ¿Qué habéis hecho con ella?

– Nada en absoluto. Por favor, no te preocupes. Todo tiene su explicación.

– ¡La habéis secuestrado!

– De ningún modo.

– ¿Quién eres? En realidad.

– Me llamo Michael MacMuilin.

– Es curioso. La última vez que hablamos, te presentaste como Charles DeWitt.

Graham Llyleworth lo mira con sorpresa.

– ¿Eso hiciste? ¿De verdad? -No consigue contener una risa corta.

MacMullin hace una pausa de efecto.

– Ah… pero ¿lo hice? -Me mira burlón, frunce el entrecejo-. Ciertamente. Cuando nuestros amigos de la Aso ciación Geográfica de Londres nos avisaron de que Bjorn Belto de Noruega había preguntado por Charles, trazamos un pequeño y estúpido plan. Tienes toda la razón, te dejé creer que era el bueno y viejo Charlie. Pero en nombre de la justicia, diré que nunca me presenté.

– ¿Por qué voy a creer entonces que eres Michael MacMullin?

Me ofrece la mano y yo la cojo por puro reflejo.

– Yo… soy… Michael… MacMullin -declara, con un apretón por cada palabra.

Su aura de seguridad y amabilidad me confunde. Llyleworth, Loland y yo parecemos chuchos asustadizos gruñendo en torno al hueso que todos queremos. MacMullin es distinto. Es como si levitara por encima de nosotros, está elevado por encima de las pequeñas rencillas y la desconfianza. Todo su ser -su cálida mirada, su voz profunda, la serenidad- emana una apacible y cordial dignidad.

Loland me saca una silla. Me siento en el borde. Nos miramos.

– Eres duro de pelar, Belto -dice MacMullin.

Los otros dos se ríen con nerviosismo. Loland me guiña un ojo. Parecen creer que todos hemos cruzado una frontera invisible y que de pronto estamos en el mismo bando, aquí sentados, riéndonos de algo que ya ha pasado. Poco me conocen. Soy duro de pelar.

– La verdad es que me alegra que seas tan leal -afirma el director general de Patrimonio Sigurd Loland. Tiene la cara alegre como un pepinillo en vinagre-. Deberíamos contar con más gente como tú entre nosotros.

MacMullin percibe mis reservas. Me echa un vistazo.

– Caballeros, sean tan amables… Le debemos una explicación a nuestro amigo.

De vez en cuando es sabio callar. Yo callo.

Se miran entre ellos. Como si todos tuvieran la esperanza de que comenzara otro. De nuevo es MacMullin quien toma la palabra.

– ¿Por dónde empezamos?

– Empecemos con DeWitt-propongo yo.

– DeWitt… Fue una tontería por mi parte. Te infravaloré. Burdamente.

– ¿Qué es lo que esperabais conseguir?

– Pensamos que todo sería más fácil si te hacíamos creer que yo era Charles. Que te harías de él. Es decir, de mí. Teníamos la esperanza de que le confiaras a DeWitt el cofre si él te daba las respuestas que estabas buscando. Fuimos muy ingenuos. Te pido disculpas.

– ¿Para que no averiguara que os lo quitasteis de en medio?

– ¿ Cómo? -preguntan todos a la vez.

– El mismo verano que murió papá. -Los miro uno por uno-. ¿Pretendéis decirme que fue una simple casualidad que ambos murieran prácticamente al mismo tiempo?

Sus expresiones de sorpresa parecen tan veraces que durante un momento me planteo la posibilidad de confiar en ellos. Pero sólo durante un momento. -¿Por qué crees tú otra cosa?-pregunta MacMullin.

– ¡Lo que me faltaba por oír! -exclama Loland.

– ¿Una simple coincidencia?-inquiero.

– ¡Por supuesto!-dice MacMullin.

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