– ¿A mí también?
Ladea la cabeza.
– ¿A ti?
Inspiro profundamente para recuperar el control de mi voz
Ella se me adelanta.
– ¿Te has preguntado alguna vez si has sido injusto conmigo?
Sólo la miro. Trago saliva.
– No sólo tú perdiste a tu padre. Yo perdí a mi marido. Al hombre al que amaba. A pesar de… eso con… Trygve. Pero creo que nunca has pensado sobre eso, Bjornillo. Ahora ya entiendo por qué, claro. ¡Dios, qué injusto has sido!
– Yo…
– ¿Sí?
– Nada.
Ella asiente para sí. Tiene los ojos llenos de lágrimas.
– Siempre se pretende que los hijos no se enteren de esas cosas. ¡Eso lo comprenderás, supongo! -exclama.
Me siento como una mierda. Quizá lo sea.
– Supongo que fue un shock para los dos -murmuro. No es una gran excusa. Pero pretendía serlo.
– Trygve nunca ha querido hablar de lo que pasó aquel día. Nunca. Se lo reprocha a sí mismo. Pero no quiere decir por qué. Había cambiado los ochos la mañana que salieron. Porque Birger había cogido prestados los suyos. Así que en realidad tendría que haberse caído Trygve. Pero no he querido presionarlo. Hay que intentar olvidar. Dejar las cosas atrás.
A mamá se le da mejor que a mí eso de dejar las cosas atrás. Quizá porque yo abarco más cosas que ella.
***
La chica de ojos azules de la recepción me mira confusa y exclama:
– Pero, Torstein, ¿te has comprado un abrigo nuevo?
Nunca la había visto. No me llamo Torstein. No me he comprado un abrigo nuevo. Pero paso por delante de ella con un guiño y un saludo y abro la puerta de una jungla climatizada de voluntariosas palmeras de yuca y helechos de plástico aún más voluntariosos. Aquí, en un alargado paisaje de despacho que pretenciosamente es denominado redacción central, hay tres periodistas sentados junto a sus ordenadores con pinta de estar intentando formular Los Diez Mandamientos. De la pared cuelga un póster con la foto de un ordenador que presume de los músculos de los antebrazos que le salen de la pantalla, donde pone: «¡PC! ¡La revista musculosa para la Noruega informática!»
Empujo una puerta de cristal translúcida. Detrás del escritorio hay una réplica exacta de mí mismo.
Torstein Avner tiene la piel pálida, el pelo blanco y ardientes ojos rojos. Cuando la gente nos ve juntos, cree que somos gemelos idénticos. En la adolescencia fantaseábamos con catar a la chica del otro. No habrían notado la diferencia. Pero nunca llegamos a hacerlo. Ninguno de los dos tenía ninguna chica que intercambiar.
Me mira entrecerrando los ojos, tras lentes aún más gruesas que las mías, y cuando por fin me reconoce en la bruma que le impide la visión, se levanta y se echa a reír.
– ¡Viejo águila! – grita, y me saluda risueño-. ¡Que te den por culo, eres tú! ¡Creía que por fin estaba teniendo una de esas experiencias extracorporales!
Nos estrechamos las manos.
– ¡Mi viejo y querido Bjorn! -sonríe. No quiere soltarme la mano.
Le murmuro cohibido:
– Hace mucho que no nos veíamos.
Finalmente me suelta. Su sonrisa está llena de dientes.
– La chica de la recepción ha creído que yo era tú -digo.
– ¿ La Lena? -canturrea Torstein en el dialecto del norte de Noruega-. Lo hace lo mejor que puede.
Torstein y yo nos conocimos en un curso sobre albinismo hace quince años. Nos hemos mantenido en contacto.
En cierto modo. Él se ha pasado de vez en cuando por mi casa. Yo me he pasado un par de veces por su trabajo en los últimos años. Empezó en ¡PC! como una especie de chico para todo que cobraba un suplemento sobre la pensión social. Después pasó a trabajar de periodista y le dieron su propia columna: @rtículos de @vner. Me enseñó algunos de sus artículos. No entendí ni palabra. Ahora es el director técnico. Ahora entiendo, si cabe, aún menos que antes.
– Bueno, bueno. ¿Se te ha jodido el disco duro? -pregunta.
Me siento como un pariente avaricioso que visita a su tía agonizante. Cada vez que me pongo en contacto con Torstein es porque tengo un problema con el ordenador.
– Necesito un poco de ayuda.
– Siendo tú quien pide, supongo que es algo más que un poco -dice, y se echa a reír.
– ¿Podrías ayudarme a encontrar algo en internet?
– ¡Claro! ¿Qué estás buscando?
Le entrego una hoja en la que he escrito una lista de palabras que buscar:
Los hospitalarios de San Juan
SIS
Instituto Schimmer
Michael MacMullin
Monasterio de Vaerne
Varna
Rennes-le-Cháteau
Bérenger Sauniére
Manuscritos del mar Muerto
Monasterio de la Santa Cruz
El sudario de Turín
Manuscrito Q
Nag Hammadi
– ¡Hala! -exclama-. ¿Seguro que no necesitas nada más?
– ¿Es mucho? Quizá debas traducir algunas palabras al inglés.
– ¡Hala!
– No lo necesito ahora mismo.
– ¡Dame por lo menos una hora!
No sé si habla en serio o está siendo sarcástico.
– Con que me des las respuestas mañana me basta -digo.
– ¿Qué buscador quieres que use?
Hago como si estuviera considerando la pregunta. En realidad no la entiendo.
– ¿Yahoo? ¿Alta Vista? ¿Kvasir? ¿Excite? ¿HotBot? ¿MetaCrawler?
– ¿Cómo?
– Ya veo, ya veo -dice, y se echa a reír-. ¿Quieres que te dé las cinco primeras entradas de cada concepto? ¿Como URL?
– ¿Cómo? ¿Podrías imprimirlo?
– ¿En papel?-grita.
– Encantado.
Pone los ojos en blanco.
– Bjorn, Bjorn, Bjorn… ¿Aún no te has enterado de que vivimos en una sociedad sin papel? Con tal de que queramos… ¡Y queremos! ¡Piensa en los árboles!
– Ya lo sé. Pero yo me resisto lo mejor que puedo.
– Será mejor que te copie los sitios web en un disquete.
– Torstein, preferiría que me lo dieras impreso. Además, alguien me ha birlado el disco duro.
– Papel -dice con desprecio. Como si lo considerara un medio tan anticuado como el papiro o las tablas de escritura cuneiforme. Probablemente haga bien-. ¿Te han birlado el disco duro? -pregunta de pronto con sorpresa, pero no se molesta en escuchar la respuesta.
Antes de irme, cojo prestado el teléfono de «la Lena» para llamar a Diane a la casa de campo de la abuela. Lena me mira confusa mientras yo me quedo escuchando el ruido en la oreja. Tras el moreno de solárium, el agua de castaña y el colorete, percibo un ligero rubor cuando se da cuenta de que no soy Torstein.
Diane no responde.
***
De vuelta a la casa de campo junto al fiordo, escondo el cofre en el último sitio del mundo donde a alguien se le ocurriría buscarlo. Estoy satisfecho con mi propia ingeniosidad. El sentimiento al menos me proporciona la sensación de tener las riendas del asunto.
La brisa del atardecer llena a Bola con un aroma suave y salado de final de verano. Me deslizo sobre las huellas de las ruedas del camino que lleva a la casa de campo de la abuela. Los jardines de las casas están repletos de ciruelos y cerezos a punto de reventar. Entre los árboles, el fiordo se mece brillante y soñoliento. Los jóvenes berrean allá abajo en el muelle. Un pequeño yate ha echado el ancla a poca distancia del tablón de anuncios de la Compañía de Salvamento. Un hidroavión arrastra su sombra sobre los montes pelados.
Aparco a Bola pegado al pino retorcido al final del camino y llamo alegremente a Diane. La puerta de la cabaña está abierta. El mantel de la mesa de la terraza ondea.
Cuando la he dejado esta mañana, dormía con la boca entreabierta y el pelo en la cara. No he tenido corazón para despertarla. El aire estaba helado, los cristales, empañados. He arropado su cuerpo desnudo con el edredón, la he besado en la mejilla y le he apartado el pelo. Antes de salir para Oslo, le he escrito dónde estaba en una nota que he dejado bajo el vaso de agua de la mesilla. Para «Mi ángel», firmado: «Tu príncipe». ¿No somos encantadores?
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