Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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– ¿Has mantenido algún tipo de contacto con…?

– ¡Nunca!

– Pero ¿cómo…?

Alza la mano. La cara vuelta hacia otro lado.

– ¡No quiero hablar de eso!

– No es importante. Quiero decir… no para mí. No ahora.

– ¿Sigues teniendo el cofre?

– A buen recaudo.

– Buen recaudo… -murmura, mastica y saborea las palabras.

– Grethe, ¿qué hay en el cofre?

– No lo sé. -Suena a disculpa.

– Pero ¿qué sabes? ¿Es el manuscrito Q? ¿O es algo completamente distinto?

Se recuesta a medias en la cama. Es como si estuviera intentando sacudirse de encima la enfermedad, la debilidad, la decrepitud. El esfuerzo le entrecorta la respiración. Me mira con los ojos llenos de obstinado entusiasmo.

– ¿Sabías que hay quien cree que las ramas más antiguas de la aristocracia francesa y británica son descendientes de tribus precristianas que fueron expulsadas de Oriente Medio?

– Saber, saber.

– ¿Y que algunas de las familias reales actuales descienden de nuestros antepasados bíblicos?

– Puede que haya oído alguna especulación al respecto -respondo con vaguedad. Me pregunto si los médicos le estarán administrando algún medicamento fuerte.

– Pero qué sé yo… -se dice a sí misma, como si se le hubiera contagiado mi incredulidad-. Tendrá un derecho a adivinar, ¿no? A deducir. A razonar.

A través de la puerta oigo a un niño pequeño que grita encantado: «¡Buelo!»

– Hay una… agrupación -continúa.

En el pasillo alguien ríe. Me imagino al abuelo levantando al nieto.

– No sé mucho sobre ella -explica Grethe. Oscila entre hablarse a sí misma y hablarme a mí. Como si fuera a sí misma, y no a mí, a quien quiere convencer-. Pero sé que existe.

– ¿Una agrupación? -intento ayudarla.

– Hunde sus raíces en la aristocracia francesa. Una congregación.

– Pero ¿qué hace?

– Llámalo una orden masónica, si quieres. Una secta hermética. Secreta. No sé casi nada sobre ella. Nadie sabe gran cosa sobre ella.

– Entonces… ¿por qué la conoces tú? -Me echo a reír-. Quiero decir, ¿cómo puedes contarme todo eso si es tan secreto?

Me mira cortante, airada. Como si yo debiera saber no preguntar. Pero enseguida se le suaviza la expresión.

– Quizá conozca a alguien que… -Se interrumpe a sí misma-. Incluso para los iniciados en la orden, el resto de los miembros es desconocido. Un miembro conoce, como mucho, a otros dos o tres. Cada uno sabe sólo la identidad de un único superior. La estructura es intrincada y secreta.

– ¿Adonde quieres ir a parar?

– Quizá sean ellos quienes busquen el cofre, Bjornillo.

– ¿ Una orden secreta?

La pregunta suena muy incrédula. Despectiva sería aún más preciso. Ella no responde.

– Entonces, ¿ellos también saben lo que contiene el cofre?-inquiero.

Grethe mira ante sí.

– Siempre han estado buscando. Siempre. Creo que lo que buscaban era el cofre. Todo empieza a encajar en su sitio. Todas las piezas. -Me mira de soslayo. Los ojos le dan vueltas. No sé si está del todo consciente.

Me levanto y me acerco a la ventana. La potencia de la luz me obliga a entrecerrar los ojos. Unos obreros están montando un andamio en el edificio vecino. Parece algo cojo, pero supongo que saben lo que hacen.

– Estás cansada. Yo ya me voy.

– No tiene sentido -murmura. Y más alto-: ¡Se lo dije a Birger!

No sé de qué está hablando.

– ¡Se lo advertí! ¡Se lo dije!

Respira pesadamente, traga, pero luego se le avivan los ojos. Es como si volviera a la realidad. Una especie de realidad.

– ¡Nada es como se cree, Bjornillo!

Le aprieto la mano.

– Es hora de que me vaya. Estás cansada.

– Hay muchas cosas que en realidad no deseamos saber. -Me mira, como si quisiera contarme algo o, sobre todo, como si hubiera algo que quisiera que entendiera yo mismo.

– Ya lo sé. Pero ahora tengo que irme.

– Muchas cosas que no deseamos saber -repite-. Aunque lo creamos. Muchas cosas que tampoco deberíamos saber. Muchas cosas que no nos conviene saber.

– ¿Qué es lo que intentas decirme?

Cierra los ojos y ni siquiera la resonancia de las palabras proporciona ningún sentido.

– ¿Tienes miedo, Grethe?

Abre de nuevo los ojos.

– ¿Miedo? -Niega con la cabeza-. No te mueres hasta que nadie sabe que has existido.

De vuelta del hospital me paro en una cabina telefónica. Supongo que debería haberme agenciado un teléfono móvil. Pero estoy más a gusto sin él. Me da una absurda sensación de libertad. Nadie sabe dónde estoy. A no ser que yo mismo quiera.

Primero llamo a Diane. Sólo para oír su voz. No responde. Debe de estar en la terraza.

Luego llamo a Gaspar.

Está agitado, tembloroso. Han asaltado su casa y su despacho. No consigue entender por qué alguien ha entrado en ambos sitios. ¡El mismo día! Está demasiado alterado para hablar conmigo. Quizá sea lo mejor.

***

Por si acaso, aparco a Bola en una calle lateral, más abajo del edificio, y avanzo sigilosamente hasta la entrada por el sendero que hay entre los árboles junto a la pista de deporte.

Hace diez años los pisos eran grises y funcionales. Feos como el demonio. Ahora los arquitectos los han engalanado. Fachadas nuevas, colores nuevos, balcones nuevos, ventanas nuevas. Feos como el demonio.

Cojo el ascensor hasta el décimo y entro en mi casa. El piso huele a cerrado. Tal y como huele cuando he estado de vacaciones. Percibo otro aroma más: cigarro habano viejo.

El desorden que dejó el robo sigue desparramado. Han quitado incluso las sábanas. Mis libros están apilados a lo largo del suelo. Los cajones están abiertos.

Algo va mal. No sé qué. Es de nuevo mi intuición. No debería haberme pasado por aquí.

Compruebo el contestador telefónico. Cuatro mensajes de mamá. Ocho de la universidad. Uno de la SIS. Seis silenciosos. Y tres de la Voz de Pito que, con creciente irritación, insiste en que me ponga en contacto con la policía.

¡Inmediatamente!

Con un suspiro descuelgo el auricular y hago lo que tengo que hacer. Llamo a mamá.

Responde enseguida, con voz fría recita el número de teléfono. Como si su apellido fuera algo demasiado personal para compartirlo con cualquiera que marque su número.

– Soy yo -digo.

Se queda callada un ratito. Como si no consiguiera situar del todo mi voz. Como si yo fuese cualquiera que ha marcado su número.

– ¿Dónde has estado?-pregunta.

– En el extranjero.

– He intentado dar contigo.

– Tuve que irme al extranjero. A Londres.

– Ah.

– Trabajo -añado, como respuesta a su pregunta no formulada.

– ¿Llamas desde Noruega?

– Acabo de volver a casa.

– Hay mala conexión.

– Yo te oigo bien.

– Te he llamado varias veces. Trygve también tiene que hablar contigo. Es muy importante, Bjornillo.

– Tuve que marcharme sin previo aviso.

– He estado muy preocupada por ti.

– No te preocupes, mamá. Pensé que sería mejor pedirte perdón.

– ¿Perdón?

Actúa como si nada. Pero sabe perfectamente de qué estoy hablando. Y sabe que yo lo sé.

– Por… aquella noche. Por lo que dije. No estaba del todo en mis cabales.

– No pasa nada. Corramos un tupido velo.

Por mí está bien, porque tampoco sé hasta qué punto estoy siendo sincero.

La conversación discurre hacia trivialidades. Una ocurrencia me empuja a preguntarle si puedo pasarme por su casa para hablar con ella sobre algo. Me arrepiento en cuanto lo digo, pero se pone tan contenta que no consigo retirar la propuesta. Mamá se despide y cuelga. Me quedo de píe con el auricular en la mano.

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