Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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Y bebieron.

Agarraron las patas delanteras y pusieron al ciervo boca arriba. En un único y largo movimiento, uno de los hombres le abrió el vientre. Con un sonido repugnante, gorgoteante, echó los intestinos sobre la tierra, metro tras metro de intestinos azul acero que echaban vapor. Luego siguieron el resto de las vísceras. El hedor nos llegaba por oleadas a papá y a mí.

Los dos se sentaron en cuclillas. Encontraron lo que estaban buscando. El corazón caliente. El hombre del cuchillo tenía la lengua en la comisura de los labios y entrecerraba los ojos mientras cortaba el corazón en dos. Como si estuviera practicando cirugía cardiovascular avanzada, en medio del más negro de los montes. Le dio al compañero una de las mitades.

Luego se entregaron a comer.

Me estaba mareando. Los oía masticar. La sangre les corría por la barbilla.

Papá me sujetó mientras vomitaba silenciosamente.

Descuartizaron el animal y arrastraron el cuerpo a través del claro, al tiempo que cantaban y berreaban. Cuando papá y yo nos incorporamos, la cabeza del venado estaba abandonada sobre la tierra, mirándonos.

Las moscas ya habían empezado a exigir sus derechos sobre los restos. En el bosque se oía una bandada de cuervos.

Hay quienes creen que te vuelves vegetariano para hacerte el interesante. Quizás haya algo de verdad en eso, pero muchos de nosotros nunca hemos tenido elección. Nos hemos visto empujados a ello. Por la barbarie de la sangre.

***

Grethe no está en casa.

Casi no esperaba otra cosa. De todos modos, me he pasado unos cinco minutos en la calle acariciando su timbre, con la esperanza de que su telefonillo de pronto se pusiera a jadear o de que ella apareciera, girando la esquina, con un sorprendido «¡Hola, Bjornillo!» y una bolsa de plástico del Rema 1000.

El tranvía de Frogner pasa traqueteando, con el jaleo de una carga de chatarra, cosa que no está tan lejos de la realidad. Sobre mí, en el baldaquín de granito, retozan un sátiro y una ninfa. La imagen recuerda a Diane y a mí.

El día de ayer casi está sacado de una película que apenas recuerdas. Un poco como un sueño. Intento recrear la atropellada huida a Heathrow, el vuelo a casa, el viaje a bordo de Bola desde el aeropuerto de Gardermoen hasta la casa de campo de la abuela, junto al fiordo. Pero no consigo atrapar bien las imágenes.

Llegamos a la casa de campo temprano por la noche. El mar estaba apacible. En mi cuarto de la azotea, entre los libros de Hardy, las revistas y las ediciones destrozadas de Lo Mejor de 1969, en el olor de polvo calentado por el sol, nos amamos intensamente y con la dulzura del verano. Avanzada la noche Diane sacó sus cintas de seda y quiso que la atara y que volviéramos a hacerlo. Un poco más duro. Así estuvimos un rato. Al final solté a Diane y dejé las cintas colgando de los cuatro postes de la cama.

En medio de la noche me despertó su llanto. Le pregunté qué ocurría, pero dijo que no era nada. Pasé la noche escuchando su respiración en la oscuridad.

Una mujer mayor que avanza con dificultad por la acera ha fijado su mirada en mí. Se para y suelta sus bolsas.

– ¿Sí? -me dice a la cara. Con voz alta y desafiante.

Como si fuera la dueña del edificio. Y de la acera. Y de grandes partes del centro de Oslo. Y como si se hubiera dejado el audífono.

– Estoy buscando a Grethe Lid Woien -respondo. Igual de alto. Tal y como hablan a los viejos y retrasados las personas desconsideradas.

– ¿La señora Woien? -pregunta. Como si Grethe hubiera sido alguna vez la señora de alguien. Su voz se suaviza-. No está en casa. Vinieron a buscarla.

– ¿Quién vino a buscarla?

La pregunta sale un poco demasiado rápido, un poco demasiado cortante. Ella me mira asustada.

– ¿Quién es usted en realidad? -inquiere.

– ¡Un amigo!

– ¡La ambulancia!

Grethe está incorporada en la cama. El periódico Aften-posten está extendido sobre el edredón.

– ¡Bjornillo!

La voz es débil. Su rostro parece un cráneo vestido con algo de piel de más. Las manos le tiemblan tanto que el papel del periódico cruje. El sonido recuerda al de la hojarasca seca en el viento de una mañana temprana de noviembre.

– He intentado llamarte desde Londres. Varias veces -le digo.

– No estaba en casa.

– No sabía que estabas ingresada.

– Sólo unos días. Soy de cuero recio. No quería molestarte con esto.

– ¡Por favor!

– No tiene mucha importancia. ¿Qué tal te ha ido en Londres?

– Todo es bastante confuso.

– ¿Qué has sacado en claro?

– Que sé menos de lo que sabía cuando me marché.

Se ríe calladamente.

– Eso es lo que pasa con el conocimiento.

Me siento en el borde la cama y le cojo la mano.

– Tienes que contarme una cosa -digo.

– Pregunta, mi niño.

– ¿Quién es Michael MacMullin?

– Michael MacMullin…

– ¿Y Charles DeWitt?

Los párpados se le cierran lentamente, su interior se convierte en una pantalla para sus recuerdos.

– Michael… -Se contiene, pasa algo con su voz-. ¡Un buen amigo muy cercano! Era mi superior cuando estuve de lectora invitada en Oxford. Bueno… -Su rostro adquiere un aire socarrón-. Más que un superior. Mucho más. Un hombre sabio y bueno. Si todo hubiera sido distinto, quizás él y yo habríamos podido… -Abre los ojos y aleja la idea-. Hemos mantenido el contacto a lo largo de los años.

– ¿Y DeWitt?

– Charles DeWitt. Amigo y colega de tu padre. Escribió el tratado junto con él y Llyleworth. Un dulce inglesito, un tipo curioso, casado con un rallador de mujer. Murió. En Sudán. Se le gangrenó una herida.

– ¿Y todo eso ya lo sabías?

– Claro. Eran mis amigos.

– Pero no me contaste nada.

Me mira sorprendida.

– ¿Qué quieres decir? ¿Acaso me lo preguntaste? ¿Por qué es importante?

Le aprieto ligeramente la mano.

– Tengo aún otra pregunta. -Vacilo porque sé lo descabellado que puede sonar-. ¿Podrían haberlos matado?

Grethe reacciona de un modo muy natural: con asombro.

– ¿Podría haber matado quién a quién?

– ¿Podría alguien haber matado a DeWitt?

– ¿Qué estás diciendo? -Me mira inquisitivamente-. ¿Quién haría algo tan horroroso?

– ¿MacMullin?

– ¿Michael?

– ¿Porque DeWitt sabía demasiado? ¿O porque se enteró de algo de lo que no debería haberse enterado?

Se ríe de modo cortante.

– ¡Anda, que sí! Eso es impensable.

– ¿O algún otro? Alguien de la SIS. ¿Llyleworth? No sé. Alguien…

Se ríe para sus adentros.

– ¡Tú has leído demasiados libros, Bjornillo!

– Pasó algo. En mil novecientos setenta y tres. En Oxford.

Se pone rígida. Hay algo que no quiere soltar.

– ¿Qué fue, Grethe? ¿Qué es lo que averiguaron? Algo relacionado con el cofre. ¿Qué fue?

Suspira profundamente.

– Si se me hubiera pasado por la cabeza… Se vieron envueltos en algo, Bjornillo. Pero no sé ni si ellos mismos lo entendieron.

– ¿Quiénes?

– Tu padre. DeWitt. Y Llyleworth.

– Dos de ellos murieron.

– También a mí iban a iniciarme.

– ¿Pero?

Se vuelve hacia la ventana. No me mira cuando dice:

– Me quedé embarazada.

El silencio se hincha.; -Un descuido -añade-. Cosas que pasan.

– Yo… -comienzo, pero no sé cómo seguir.

– Hace ya mucho tiempo.

– ¿Qué ocurrió luego?

– Los últimos meses me marché. Tuve el bebé. En Birmingham. No lo sabe nadie, Bjornillo. Nadie.

Yo callo

– No podía tenerlo conmigo -dice.

– Comprendo.

– ¿Sí? No lo creo. Pero así era.

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