Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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– ¿Es la primera vez, verdad? -preguntó malinterpretando su silencio-. No te pongas nervioso.

– No, he venido a…

– ¿Quieres algo para relajarte antes? ¿Un masaje japonés, un masaje de pies… para empezar?

Un masaje de pies -repitió él-.

Los conocía por una novela japonesa que había leído, acaso de Mishima. Era una especie de experiencia existencialista, aunque nunca le había gustado Mishima, pero no dejaba de tentarle. Lo más probable era que jamás volviera por ahí. No sabía si con eso cruzaba el límite que se había trazado. Sin embargo, era demasiado tarde para echarse atrás, a menos que decidiera sacar la placa y comenzar a interrogarla en su condición de inspector jefe.

¿Funcionaría esa táctica? Para Xie Rong, como para el común de los chinos, los HCS como Wu Xiaoming estaban por encima de ellos, y también de la ley, por lo que era bastante probable que Xie no se atreviera a declarar contra Wu. Si se negaba a contestar a sus preguntas, ya no tenía nada que hacer en Guangzhou. Una de las cosas que había aprendido en los últimos días era que sus colegas de la policía local eran poco fiables.

– ¿Por qué no? -mostró unos cuantos billetes-.

– ¡Qué propina más generosa! Déjalo sobre la mesilla. Vamos al baño.

– No -todavía intentaba poner algún tipo de límite-. Me ducharé solo.

– Como quieras -dijo ella con mirada indolente-. Eres un tipo muy especial.

Se arrodilló frente a él y comenzó a desabrocharle los zapatos.

– No -volvió a protestar él con timidez-.

– Tienes que quitarte los zapatos, al menos eso.

Antes de que Chen pudiera decir o hacer algo, Xie había empezado a desabrocharle los botones de la camisa. Al sentir el calor de su aliento en el hombro, retrocedió un paso. Ella cogió una bata de detrás de la puerta y se la lanzó. El entró a toda prisa en el baño, todavía vestido y con la bata sobre un hombro, mientras pensaba que debía parecer un personaje salido de una película. El cuarto de baño no era más grande que el de la Casa de los Escritores. Tenía un plato de ducha ovalado con una alcachofa giratoria y una toalla grande en una percha metálica. Encima de un lavabo de porcelana desportillado colgaba un espejo, y había una pequeña alfombra en el suelo, pero el agua caliente no escaseaba. Chen había decidido aceptar la propuesta porque necesitaba tiempo para pensar, aunque sabía que no podía quedarse demasiado rato en el cuarto de baño. Al final, salió vestido con la vieja bata de franela. El cinturón deshilachado le colgaba sobre las piernas desnudas.

Bajo el vapor de la ducha había podido improvisar unas cuantas ideas.

Ella lo esperaba sentada en la cama con las piernas cruzadas, pintándose las uñas con esmalte rojo vivo. La ventana filtraba la luz que caía sobre el cubrecama blanco y raído. Xie estiró las piernas, flexionó los dedos de los pies con un movimiento sensual, levantó un pie por encima del otro, agitó las manos y dijo con una risilla:

– ¡ Ah!, así está mucho mejor.

En la pared del sofá había un cartel con una chica en bikini, y debajo, una leyenda: «¡El tiempo es oro!» Era una nueva consigna política que Chen había visto en Guangzhou.

– Quítate la bata -le dijo mientras daba el toque final a la pintura de los dedos con mano segura-. A continuación, cerró el frasco de esmalte y lo dejó sobre la mesilla. Chen se sorprendió al ver que Xie se tendía de espaldas y agitaba los pies, como en un ejercicio de natación sincronizada. Los dedos pintados de rojo bailaban en el aire.

– ¿Tengo que quitármela?

– ¿Quieres que te ayude?

Quedó atónito cuando ella, con un gesto rápido, lo desvistió. Por suerte, había vuelto a ponerse los calzoncillos. Lo llevó hasta la cama, hizo que se tendiera y, después, que se girara de modo que quedase boca abajo. Chen se puso nervioso cuando sintió que ella también se encaramaba.

La chica se agarró con ambas manos a una barra de acero inoxidable suspendida del techo. Colgada, como si fuera una gimnasta, comenzó a masajearle la espalda con los dedos de los pies. Era una experiencia curiosa. Pasaron dos o tres minutos, y Chen empezó a sudar. En cualquier momento, ella podía darle una patada en la espalda desnuda, con todo su complejo entramado de vértebras, discos, ligamentos y nervios. Sin embargo, al cabo de un rato, comenzó a tener sentimientos contradictorios. Los pies desnudos sobre su cuerpo despertaban una sensación de hielo y fuego por toda su piel.

En realidad, sentía que su turbación aumentaba el placer. Xie había seguido algún tipo de formación profesional, evidentemente. Concentraba los dedos en las zonas más tensas, disipaba los nudos y reducía la tensión en todo el cuerpo. Chen ya no se sentía tan inquieto a propósito del caso, el presupuesto o la política.

– Me estás calentando los pies -le reprochó-.

Por fin había acabado. El esfuerzo se le notaba en la cara, en las cejas perladas de sudor.

– Maravilloso -dijo él-.

– Para mí también es un buen ejercicio.

– Es la primera vez.

– Ya lo sé -se llevó la mano al nudo de su bata-. ¿Qué te parece el servicio completo ahora?

Aquello era algo que no podía consentir, el límite que no debía cruzar. Había llegado el momento de enseñar su placa de policía. El inspector jefe Chen tenía la obligación de conducirla a la comisaría y acusarla de prostitución, pero ¿qué pasaría con la profesora Xie? Él le había dado su palabra. La noticia del giro que había cobrado la vida de Xie Rong sería un golpe demasiado fuerte para la anciana intelectual, que ya sufría mucho. La detención también incriminaría a su nuevo amigo Ouyang. Además, tras detener a Xie, no estaba seguro de que sus colegas de Guangzhou lo ayudasen en su investigación. Tampoco estaba seguro de que pudiese arreglar un trato para Xie a cambio de su información sobre Wu Xiaoming.

– Estás muy sudada por todas partes -le hablaba como lo haría un cliente para que a ella no le entraran sospechas-. Date una buena ducha tú también. Yo me quedaré aquí y cerraré los ojos unos cinco minutos.

– Sí, no hay nada como una pequeña siesta. Vuelvo en quince minutos.

En cuanto ella desapareció, él sacó una grabadora pequeña de su maletín y la colocó debajo de la almohada. Se volvió a poner la camisa y se abrochó varios botones antes de tenderse y cerrar los ojos un momento, y sin ni siquiera proponérselo, se quedó dormido. Cuando lo despertó el portazo del baño, tardó unos segundos en darse cuenta de dónde estaba.

Xie salió del baño desnuda, sólo llevaba una toalla sobre los hombros. Delgada y de miembros finos, parecía más bien una estudiante de instituto que esperase una revisión médica, pero con una mancha oscura de vello cubriéndole la parte inferior del abdomen. Se contempló en el espejo. Bajo la luz fluorescente, el agua que se deslizaba aún por su cuerpo daba a su rostro un tinte opalino. Entonces lo sorprendió observándola. Sobresaltada, se cubrió las caderas con la toalla, aunque luego se sacudió el pelo mojado y se quedó mirándolo un buen rato con gesto reconcentrado. Se acercó lentamente a la cama. En el aire flotaba el olor del jabón en su cuerpo, todavía mojado. Limpia, fresca. Un cuerpo brillante.

– Eres especial -dijo Xie-.

Chen estaba tan consciente de su cercanía que tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para impedir que lo tocara.

– Hablemos -dijo-.

– No -le selló los labios con un dedo-, no tienes que decir nada.

– Todavía no nos conocemos.

– ¿No crees que ya hemos hablado bastante? A menos que quieras hablar de dinero.

– Bueno…

– El señor Ouyang ha pagado por el servicio de un día entero y tú me has dado una generosa propina, así que tienes todo el día, y también la noche. No debes preocuparte. Si después quieres invitarme a comer…

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