Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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En realidad, el jardín era toda una atracción para los apasionados de la novela. Peiqin había hablado de visitarlo unas cinco o seis veces. Habría sido imposible aplazar aquella visita.

Un sendero serpenteante cubierto de musgo conducía a un salón espacioso con ventanas rectangulares de vidrios tintados a través de las que se veía el «jardín interior», fresco y acogedor, pero Yu no tenía ánimos para seguir el paseo. Junto a Peiqin, en medio del gentío, se sentía estúpido, fuera de lugar, aunque fingía estar interesado como todos los demás. Algunas personas tomaban fotos. Junto a una gruta de formas caprichosas se había improvisado un puesto donde los turistas podían retratarse con trajes y joyas de imitación de la dinastía Ming. Una chica joven posaba con un peinado dorado, antiguo y pesado, mientras su novio se probaba una túnica de seda con un dragón bordado. Peiqin también parecía transformada por el esplendor del jardín, afanada en comparar las cámaras, los pabellones de piedra y las puertas de media luna con las imágenes que recordaba. Mientras la observaba, Yu casi podía creer que formaba parte del lugar, esperando a que Baoyu, el joven héroe de la novela, surgiese de un momento a otro del bosquecillo de bambúes. Peiqin también aprovechó la oportunidad para compartir sus conocimientos sobre la cultura china clásica con Qinqin.

– Cuando Baoyu tenía tu edad, ya había memorizado los cuatro clásicos de Confucio.

– ¿Los cuatro clásicos de Confucio? -preguntó Qinqin-. Nunca me han hablado de ellos en el colegio.

Al no obtener de su hijo la respuesta que esperaba, Peiqin se volvió hacia su marido.

– Mira, éste debe ser el arroyo donde Daiyu entierra la flor caída -exclamó-.

– ¿Daiyu entierra su flor? -preguntó Yu con gesto ausente-.

– Recuerdas ese poema de Daiyu… «Hoy enterraré la flor, pero ¿quién me enterrará a mí mañana?»

– ¡Oh!, ese poema sentimental.

– Guangming -dijo ella-, tus pensamientos no están en el jardín.

– No, si estoy disfrutando mucho -le aseguró él-, pero hace tanto tiempo que leí la novela… Todavía estábamos en Yunan, acuérdate.

– ¿Dónde iremos ahora?

– Para serte sincero, estoy un poco cansado -dijo él-. ¿Por qué no sigues tú con Qinqin al jardín interior? Yo me quedaré un rato sentado aquí, acabaré el cigarrillo y luego me reuniré con vosotros.

– De acuerdo, pero no fumes demasiado.

Vio cómo Peiqin se llevaba a Qinqin al pintoresco jardín interior por la puerta con forma de calabaza con la mayor naturalidad, como si entrase en su propia casa. Pero él no era

Baoyu, ni tenía intención de serlo. Era hijo de un policía, y policía él mismo. Apagó el cigarrillo aplastándolo con el pie. Intensaba ser un buen "poli", aunque le resultaba cada día más difícil. Peiqin era diferente, no se quejaba. En realidad, estaba contenta. Como contable del restaurante, ganaba un sueldo decente, unos quinientos yuanes al mes, además de disfrutar de ciertas ventajas. Instalada en un puesto muy cómodo, no estaba obligada a trabajar de cara al público, y en casa, a pesar de la estrechez, a menudo se mostraba satisfecha y decía que todo iba bien. Sin embargo, él sabía que la vida de Peiqin podría haber sido diferente, como la vida de una Daiyu o una Baochai, una de esas chicas bellas y llenas de talento de la novela romántica.

Al principio de Sueño en el pabellón rojo, doce chicas encantadoras vivían su karma amoroso como estaba escrito en el registro celeste del Destino. Según el autor, los amantes que tienen una relación amorosa después de pasearse bajo la luna en el Jardín de la Gran Visión cumplen con algo predestinado. Desde luego, era pura ficción, aunque en la vida real, las cosas podían ser todavía más extrañas.

Quiso fumar otro cigarrillo, pero el paquete estaba vacío, un paquete arrugado de Peonía. Los cupones mensuales de racionamiento le daban derecho a cinco paquetes de marcas como Peonía o Gran Muralla, y ya los había consumido. Buscó en el bolsillo de su chaqueta la pitillera metálica donde guardaba los que él mismo se liaba sin que lo supiera Peiqin, preocupada por su consumo exagerado de tabaco.

Se conocían desde la más temprana infancia. «Compañeros de juego en los rígidos caballitos de bambú / persiguiéndose el uno al otro, cogiendo flores del ciruelo verde.» El doctor Xia había copiado ese dístico de La canción de Zhanggan de Li Bai en dos banderolas de seda roja para la boda de Yu y Peiqin. Con todo, no habían disfrutado de una infancia romántica e inocente como aquélla. Simplemente, la familia de Peiqin se había instalado en el mismo barrio a principios de los años sesenta. Los dos fueron compañeros en la escuela primaria, y después en el instituto. Pero en lugar de buscar la mutua compañía, habían guardado sus distancias. Aquellos años revolucionarios eran tiempos de gran puritanismo. Era inconcebible que niños y niñas se mezclaran en el colegio.

Además, había que tener en cuenta el origen burgués de la familia de Peiqin. Su padre, propietario de una empresa de perfumes antes de 1949, fue condenado a trabajos forzados a finales de los años sesenta por motivos no explicados. Ahí murió. Su familia, expulsada de su casa del barrio de Jingan, se vio obligada a mudarse a una buhardilla en el barrio de Yu. Peiqin era una chica delgada, de rostro pálido y con una pequeña coleta recogida con una goma elástica, en absoluto una princesa altiva. Aunque estaba entre las mejores alumnas de la clase, solía ser víctima de otras chicas de familias obreras. En una ocasión, varios pequeños guardias rojos habían intentado cortarle la coleta. Cuando aquello fue demasiado lejos, Yu intervino para detenerlos. Como hijo de un agente de policía, tenía cierta autoridad sobre el resto de los chicos del barrio.

Pero fue en el último año del instituto cuando ocurrió algo que los unió. A principios de los años setenta se produjo un giro radical en la Revolución Cultural cuando el Presidente Mao llegó a considerar a los guardias rojos, que antes veía como sus apasionados seguidores, un obstáculo para sus designios de consolidación del poder. Mao dijo que era necesario que los guardias rojos, por entonces llamados "jóvenes instruidos", viajaran al campo para ser «reeducados por los campesinos pobres y de clase media baja», de modo que los jóvenes se alejaran de la ciudad y no crearan problemas. Se llevó a cabo una campaña nacional anunciada a bombo y platillo en todas partes. En su ingenua respuesta a los dictados de Mao, millones de jóvenes se desplazaron a las provincias de Anhui, Jiangxi y Helongjiang, al interior de Mongolia, a la frontera norte y sur…

Yu Guangming y Ping Peiqin, aunque demasiado jóvenes para ser guardias rojos, fueron catalogados como "jóvenes instruidos", pese a su escasa educación basada en del Libro rojo como único libro de texto. Tuvieron que dejar Shanghai para «recibir una educación en el campo». Fueron destinados a una granja del ejército en la provincia de Yunan, en la frontera sur de China con Birmania.

El día antes de que Peiqin dejara su hogar, su madre fue a ver a los padres de Yu. Esa noche las dos familias tuvieron una larga conversación. A la mañana siguiente, Peiqin fue a casa de Yu, y su hermano, por aquel entonces conductor de camiones en la Fundición Número Uno de Shanghai, los llevó a los dos a la estación de tren del Norte. Sentados uno frente al otro en el camión, aferrados a sus maletas, sus únicas posesiones, miraban a la muchedumbre alborozada y cantaban unas citas del Presidente Mao: «Vamos al campo, vamos a la frontera, vamos donde nuestra patria más nos necesita…»

Yu supuso que era una especie de matrimonio concertado, pero lo aceptó sin pensar demasiado en ello. Los padres querían que aquellos dos jóvenes de dieciséis años, enviados a miles de kilómetros de distancia, cuidaran el uno del otro, y Peiqin se había convertido en una chica bella y delgada, casi tan alta como él. Se sentaron tímidamente uno junto al otro en el tren, y se cuidaron mutuamente. No tenían otra alternativa.

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