Tras eso, Colombia se puso al rojo vivo para Callan.
Pero Guatemala no. Ni Honduras, ni El Salvador.
Scachi le movía como a un caballo en un tablero de ajedrez. Saltar aquí, saltar allí, le utilizaba para barrer piezas del tablero. Guadalupe Salcedo, Héctor Oqueli, Carlos Toledo y una docena más. Callan empezó a olvidar los nombres. Tal vez no sabía con exactitud qué era Niebla Roja, pero él lo tenía muy claro: sangre, una niebla roja que llenaba su cabeza hasta convertirse en lo único que podía ver.
Después Scachi le trasladó a México.
– ¿Para qué? -preguntó Callan.
– Para que te relajes un poco -contestó Scachi-. Para colaborar en la protección de unas personas. ¿Te acuerdas de los hermanos Barrera?
¿Cómo no? Era el trato de cocaína a cambio de armas que había iniciado toda la mierda, allá en el 85. Jimmy Peaches se pasó al bando de Big Paulie, cosa que dio inicio a su extraño viaje.
Sí, Callan se acordaba de ellos.
¿Cuál era su problema?
– Son amigos nuestros -dijo Scachi.
«Amigos nuestros», pensó Callan. Una extraña elección de palabras, una frase que los gángsters utilizaban para describir a otros gángsters. Bien, yo no soy un gángster, pensó Callan, y un par de traficantes de coca mexicanos tampoco, de modo que, ¿qué más da?
– Son buena gente -explicó Scachi-. Contribuyen a la causa.
Sí, eso les convierte en putos ángeles, pensó Callan.
Pero fue a México.
Porque, ¿adónde iba a ir, si no?
Así que ahora está aquí, en esta ciudad playera, el Día de los Muertos.
Decide tomar un par de copas, porque se encuentran en un lugar seguro, es día festivo, así que no habrá problemas. Incluso si surgieran, piensa, últimamente estoy mejor un poco borracho que sobrio por completo.
Termina su bebida, y entonces ve que el gran acuario estalla en pedazos, el agua sale disparada y dos personas caen de esa forma peculiar que solo se produce cuando les han disparado.
Callan se arroja detrás del taburete del bar y saca la 22.
Unos cuarenta federales uniformados de negro irrumpen por la puerta principal, disparando M-16 desde la altura de la cadera. Las balas impactan en las paredes de roca falsa de la cueva, y menos mal que es falsa, piensa Callan, porque absorbe las balas en lugar de rebotarlas hacia la muchedumbre.
Entonces uno de los federales desengancha una granada de su tirante.
– ¡Al suelo! -grita Callan, como si alguien pudiera oírle o entenderle, y después dispara dos veces a la cabeza del federal, y el hombre se desploma antes de poder tirar de la anilla, y la granada cae al suelo, inofensiva, pero otro federal lanza otra granada, que aterriza cerca de la pista de baile y estalla con un destello pirotécnico de discoteca, y varios clientes caen, chillando de dolor cuando la metralla siega sus piernas.
La gente está hundida hasta los tobillos en agua ensangrentada y peces boqueantes, y Callan siente que algo golpea su pie, pero no es una bala, sino un pez cirujano azul, hermoso y de un añil eléctrico bajo las luces del club nocturno, y se extravía en un momento de paz contemplando el pez, y un gran alboroto reina en La Sirena, mientras los clientes chillan, lloran e intentan abrirse paso para salir, pero no hay salida, porque los federales están bloqueando las puertas.
Y disparando.
Callan se alegra de estar un poco bolinga. Se ha puesto el piloto automático de asesino a sueldo irlandés, con la cabeza despejada y fría, y ya sabe que quienes disparan no son federales. Por lo tanto, no es una redada, es una emboscada, y si estos tipos son polis, están fuera de servicio y ganando un dinerito extra en vista de las inminentes vacaciones. Y se da cuenta enseguida de que nadie va a salir por la puerta de delante, al menos vivo, y de que tiene que haber una puerta trasera, así que empieza a gatear hacia la parte posterior del club.
Es el muro de agua lo que salva a Adán.
Le derriba de la silla y le envía al suelo, de modo que la primera salva de disparos y metralla pasa por encima de su cabeza. Empieza a levantarse, pero el instinto toma el control mientras las balas pasan zumbando por encima de su cabeza, de modo que vuelve a sentarse. Contempla como idiotizado las balas que destrozan el costoso coral, ahora seco y sin protección detrás del acuario destrozado, y entonces pega un bote cuando una morena se retuerce a su lado. Mira hacia la otra pared donde, detrás de la cascada, Fabián Martínez está intentando ponerse los pantalones, al tiempo que una de las chicas alemanas, sentada sobre la roca, intenta hacer lo mismo, y Raúl se encuentra de pie con los pantalones caídos alrededor de los tobillos y una pistola en la mano, disparando a través de la cascada.
Los falsos federales no pueden ver a través de la cascada. Eso es lo que salva a Raúl, que sigue disparando con toda impunidad hasta que se queda sin munición, tira la pistola y se sube los pantalones. Después agarra a Fabián del hombro.
– Vámonos, tenemos que salir de aquí.
Porque los federales se están abriendo paso a través de la multitud, en busca de los hermanos Barrera. Adán les ve acercarse y se levanta con la intención de encaminarse hacia la parte de atrás, resbala y cae, vuelve a levantarse, y cuando lo hace, un federal apunta un rifle a su cara y sonríe, y Adán ya es hombre muerto, pero la sonrisa del federal desaparece en un torbellino de sangre, Adán siente que alguien aferra su muñeca y le tira al suelo, donde se encuentra cara a cara con un yanqui.
– Agáchate, capullo -le dice.
Entonces Callan empieza a disparar contra los federales que avanzan con salvas lentas y eficaces (pop-pop, pop-pop), y los derriba como patos flotantes en una feria. Adán mira al federal muerto, y ve horrorizado que los cangrejos ya han empezado a devorar el hueco bostezante donde estaba la cabeza del hombre.
Callan se arrastra hacia delante y coge dos granadas del tío al que acaba de disparar, recarga el arma a toda prisa, vuelve a gatas, agarra a Adán y, sin dejar de disparar con la otra mano, le empuja hacia la parte de atrás.
– ¡Mi hermano! -grita Adán-. ¡Tengo que encontrar a mi hermano!
– ¡Al suelo! -grita Callan cuando disparan una nueva andanada de fuego hacia ellos.
Adán se desploma cuando las balas alcanzan la parte posterior de su pantorrilla derecha y le envían de cara al agua, donde se queda tumbado como un idiota, mientras su sangre mana ante sus narices.
Da la impresión de que no puede moverse.
Su cerebro está intentando ordenarle que se levante, pero de pronto se siente agotado, demasiado cansado para moverse.
Callan se acuclilla, carga a Adán sobre sus hombros y se dirige tambaleante hacia una puerta con el rótulo de baños. Casi ha llegado cuando Raúl le quita el peso de encima.
– Yo le llevaré -dice Raúl.
Callan asiente. Otro pistolero de los Barrera está detrás de ellos, dispara hacia el caos del club. Callan abre la puerta de una patada y se encuentra en la relativa tranquilidad de un pequeño vestíbulo.
A la derecha hay una puerta con el letrero de sirenas, con la pequeña silueta de una sirena. La puerta de la izquierda indica poseidones, con la silueta de un hombre de largo pelo rizado y barba. Justo delante está la salida, y Raúl se dirige hacia allí.
– ¡No! -grita Callan, y le agarra del cuello de la camisa. Justo a tiempo, porque una ráfaga de balas barre la puerta abierta, tal como se figuraba. Cualquiera que cuente con el tiempo y los hombres necesarios para montar un atentado así habrá apostado tiradores ante la puerta de atrás.
De modo que arrastra a Raúl a través de la puerta de poseidones. El otro pistolero le sigue detrás. Callan tira de la anilla de una granada y la arroja por la puerta de atrás para disuadir a cualquiera de esperar delante o entrar.
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